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Tribuna:Discurso del poeta mexicano al recibir el Premio de la Paz en Francfort
Tribuna
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La Historia como diálogo

El primer relato propiamente histórico de nuestra tradición religiosa es el episodio del asesinato de Abel por Caín. Con este horrible acontecimiento comienza nuestra existencia terrestre; lo que ocurrió en el Edén ocurrió antes de la historia. Con la caída aparecieron los dos hijos del pecado y la muerte: el trabajo y la guerra. Comenzó entonces la condena, comenzó la historia. En las otras tradiciones religiosas figuran relatos de significado semejante. La guerra, especialmente, ha sido siempre vista con horror, incluso entre aquellos puelos que la juzgan una expresión de la contienda entre poderes sobrenaturales o entre principios cósmicos. Escapar de ella es escapar de nuestra condición, ir más allá de nosotros mismos o, mejor dicho, regresar a lo que fuimos antes de la caída. Por esto, la tradición nos presenta otra imagen, reverso radiante de esta visión negra del hombre y de su destino: en el seno de la naturaleza reconciliada, bajo un sol benévolo y unas constelaciones compasivas, hombres y mujeres viven en el ocio, la paz y la concordia. La armonía natural entre todos los seres vivos -plantas, animales, hombres- es la imagen visible de la armonía espiritual. El verdadero nombre de esta concordia cósmica es amor; su manifestación más inmediata es la inocencia: los hombres y las mujeres andan desnudos. Nada tienen que ocultar, no son enemigos ni se temen: la concordia es la transparencia universal. La paz fue una dimensión de la inocencia del principio, antes de la historia. El fin de la historia será el comienzo de la paz: el reino de la inocencia recobrada.Muchas utopías filosóficas y políticas se han inspirado en esta visión religiosa. Si antes de la historia los hombres eran iguales, libres y pacíficos: ¿cuándo y cómo comenzó el mal? Aunque es imposible saberlo, no lo es presumir que un acto de violencia desencadenó el ciego movimiento que llamamos historia. Los hombres dejaron de ser libres e iguales cuando se sometieron a un jefe. Si el comienzo de la desigualdad, la opresión y la guerra fue la dominación de los pocos sobre los muchos, ¿cómo no ver en la autoridad al origen y la causa de las iniquidades de la historia? No en la autoridad de este o aquel príncipe, uno piadoso y otro tiránico, sino en el principio mismo y en la institución que lo encarna: el Estado. Sólo su abolición podría acabar con la servidumbre de los hombres y con la guerra entre las naciones. La revolución sería la gran revuelta de la historia o, en términos religiosos, la vuelta de los tiempos del origen: el regreso a la inocencia del comienzo, en cuyo seno las libertades individuales se resuelven en concordia social.

El poder de seducción de esta idea -alianza de la moral más pura y de los sueños más generosos- ha sido inmenso. Dos razones, sin embargo, me prohiben compartir esta hipótesis optimista. La primera: estamos ante una suposición inverificada y, me temo inverificable. La segunda: el nacimiento del Estado, muy probablemente, no significó el comienzo sino el fin de la guerra perpetua que afligía a las comunidades primitivas. Para Marshall Saffilin, Pierre Clastre y otros antropólogos contemporáneos, en c-1 comienzo los hombres vivían libres y relativamente iguales. El fundamento de esa libertad era la libreza de su brazo y la abundancia de bienes: la sociedad de los salvajes era una sociedad de guerreros libres y auto suficientes. También era una sociedad igualitaria: la naturaleza perecedera de los bienes impedía su acumulación. En aquellas comunidades simples y aisladas, los lazos eran extremadamente frágiles, y la realidad permanente era la discordia: la guerra de todos contra todos. Ya en los albores de la Edad Moderna, los teólogos neotomistas españoles habían sostenido que en el principio los hombres eran libres iguales -status naturae-, pere que, como carecían de organización política (Estado), vivían aislados, indefensos y expuestos a la violencia, la injusticia y la dispersión. El status naturae no era sinónimo de inocencia: los hombres del cemienzo eran, como nosotros, naturaleza caída. Hobbes fue más allá y vio en el estado de naturaleza no a la imagen de la concordia y la libertad, sino a la de la injusticia. y la violencia. El Estado nació para defender a los hombres de los hombres.

El sueño de la paz universal

Si la abolición del Estado nos haría regresar a la discordia civil perpetua, ¿cómo evitar la guerra? Desde su aparición sobre la tierra, los Estados combaten entre ellos. No es extraño, así, que la aspiración hacia la paz universal se haya confundido a veces con el sueño de un Estado universal y sin rivales. El remedio no es menos irrealizable que el de la supresión (del Estado, y quizá sea más peligroso. La paz resultaría de la imposición de la misma voluntad sobre todas las naciones, incluso si esa voluntad fuese la de la ley impersonal, no tardaría en degenerar en uniformidad y repetición, máscaras de la esterilidad. Mientras la abolición del Estado nos condenaría a la guerra perpetua entre las facciones y los individuos, la fundación de un Estado único se traduciría en la servidumbre universal y en la muerte del espíritu. Por fortuna, la experiencia histórica ha disipado una y otra vez esta quime.ra. No hay ejemplos de una sociedad histórica sin Estado; sí hay, y muchos, de grandes imperios que han perseguido la dominación universal. La suerte de todos los grandes imperios nos avisa que ese sueño no sólo es irrealizable, sino, sobre todo, funesto. El comienzo de los imperios es semejante: la conquista y la expoliación: su fin también lo es: la disgregación, la desmembración. Los. imperios están condenados a la dispersión, como las ortodoxias y las ideologías, a los cismas y a las escisiones.

La función del Estado es doble y contradictoria: preserva la paz y desata la guerra. Esta ambigüedad es la de los seres humanos. Individuos, grupos, clases, naciones y Gobiernos, todos estamos condenados a la divergencia, la disputa y la querella; también estamos condenados al diálogo y a la negociación. Hay una diferencia, sin embargo, entre la sociedad civil, compuesta por individuos y grupos, y la sociedad internacional de los Estados. En la primera, las controversias se resuelven por la voluntad mutua de los querellantes o por la autoridad de la ley y del Gobierno; en la segunda, lo único que cuenta realmente es la voluntad de los Gobiernos. La naturaleza misma de la sociedad internacional impide la existencia de una autoridad superestatal efectiva. Ni las Naciones Unidas ni los otros órganos internacionales disponen de la fuerza necesaria para preservar la paz o para castigar a los agresores; son asambleas deliberativas, útiles para negociar, pero que tienen el defecto de convertirse fácilmente en teatro de propagandistas y demagogos.

Los nacionalismos

El poder de hacer la guerra o la paz compete esencialmente a los Gobiernos. Cierto, no es un poder absoluto: aun las tiranías, antes de lanzarse a una guerra deben contar, en mayor o menor grado, con la opinión y el sentimiento popular. En las sociedades abiertas y democráticas, en las que los Gobiernos deben dar cuenta periódicamente de sus actos y en las que existe una oposición legal, es más dificil llevar a cabo una política guerrera. Kant dijo que las monarquías son más propensas a la guerra que las repúblicas, pues en las primeras el soberano considera al Estado como su propiedad. Naturalmente, por sí sólo el régimen democrático no es una garantía de paz, según lo prueban, entre otros, la Atenas de Pericles y la Francia de la Revolución. La democracia está expuesta, como los otros sistemas políticos, a la influencia nefasta de los nacionalismos y las otras ideologías violentas. Sin embargo, la superioridad de la democracia en esta materia, como en tantas otras, para mí es irrefutable; la guerra y la paz son asuntos sobre los que todos tenemos no sólo el derecho, sino el deber de opinar.

He mencionado la influencia adversa de las ideologías nacionalistas, intolerantes y exclusivistas sobre la paz. Su malignidad se multiplica cuando dejan de ser la creencia de una secta o de un partido y se instituyen en la doctrina de una iglesia o de un Estado. La aspiración hacia lo absoluto -siempre inalcanzable- es una pasión sublime, pero creernos dueños de la verdad absoluta nos degrada: vemos en cada ser que piensa de una manera distinta a la nuestra un monstruo y una amenaza, y así con corvertimos nosotros mismos en monstruos y en amenazas de nuestros semejantes. Si nuestra creencia se convierte en el dogma de una iglesia o de un Estado, los extraños se vuelven excepciones abominables: son los otros, los heterodoxos, a los que hay que convertir o exterminar. Por último, si hay fusión entre la iglesia y el Estado, como ocurrió en otras épocas, o si un Estado se autoproclarna el propietario de la ciencia y la historia, como sucede en el siglo XX, aparecen inmediatamente las nociones de cruzada, guerra santa y sus equivalentes modernos, como la guerra revolucionaria. Los Estados ideólogos son, por naturaleza, belicosos. Lo son por partida doble: por la intolerancia de sus doctrinas y por la disciplina militar de sus elites y grupos dirigentes. Nupcias contranaturales del convento y el cuartel.

El proselitismo, casi siempre aunado a la conquista militar, ha caracterizado a los Estados ideológicos desde la antigüedad hasta nuestros días. Después de la segunda guerra, por medios conjuntamente políticos y militares, se consumó la incorporación al sistema totalitario de los pueblos de la llamada (impropiamente) Europa del Este. Las naciones de Occidente parecían destinadas al mismo destino. No ha sido así: han resistido. Pero al mismo tiempo se han inmovilizado: a su prosperidad material sin paralelo no ha seguido ni un renacimiento moral y cultural ni una acción política a la vez imaginativa y enérgica, generosa y eficaz. Hay que decirlo: las grandes naciones democráticas de Occidente han dejado de ser el modelo y la inspiración de las elites y las minorías de los otros pueblos. La pérdida ha sido enorme para todo el mundo, y muy especialmente para las naciones de América Latina: nada en el horizonte histórico de este fin de siglo ha podido subsistir a la influencia fecunda que, desde el siglo XVIII, ha ejercido la cultura europea sobre el pensamiento, la sensibilidad y la imaginación de nuestros mejores escritores, artistas y reformadores sociales y políticos.La guerra trashumante

La inmovilidad es un síntoma inquietante que se vuelve angustioso apenas se advierte que no es sino el resultado del equilibrio nuclear. La paz no refleja el acuerdo entre las potencias, sino su mutuo temor. Los países del Oeste y del Este parecen estar condenados a la inmovilidad o al aniquilamiento. El terror nos ha preservado hasta ahora del gran desastre. Pero hemos escapado de Armageddon, no de la guerra: desde 1945 no ha pasado un solo día sin combates en

Discurso del poeta mexicano al recibir el Premio de la Paz en Francfort

Asia o en África, en América Latina o en el Cercano y Medio Oriente. La guerra se ha vuelto trashumante. Aunque no es mi propósito referirme a ninguno de estos conflictos, debo hacer una excepción y ocuparme del caso de América Central. Me toca muy de cerca y me duele; además, es urgente disipar las simplificaciones maniqueas de tirios y troyanos. La primera es la tendencia a ver el problema únicamente como un episodio de la rivalidad entre las dos superpotencias; la segunda es reducirlo a una contienda local sin ramificaciones internacionales. Es claro que Estados Unidos ayuda a grupos armados enemigos del régimen de Managua; es claro que la Unión Soviética y Cuba envían armas y consejeros militares a los sandinistas; es claro también que las raíces del conflicto se hunden en el pasado de América Central.La independencia de la América hispana (el caso de Brasil es distinto) desencadenó la fragmentación del antiguo imperio español. Fue un fenómeno de significación distinta a la independencia norteamericana. Todavía pagamos las consecuencias de esta dispersión: en el interior, democracias caóticas seguidas de dictaduras, y en el exterior, debilidad. Estos males se enconaron en América Central: varios pequeños países sin clara identidad nacional (¿qué distingue a un salvadoreño de un hondureño o de un nicaragüense?), sin gran viabilidad económica y expuestos a las ambiciones de fuera. Aunque los cinco países -Panamá fue inventado más tarde- escogieron el régimen republicano, ninguno de ellos, salvo la ejemplar Costa Rica, logró establecer una democracia auténtica y duradera. Los pueblos de América Central padecieron muy pronto el mal endémico de nuestras tierras: el caudillismo militar. La influencia de Estados Unidos comenzó a mediados del siglo pasado y pronto se convirtió en hegemónica. Estados Unidos no inventó ni la fragmentación ni las oligarquías ni los dictadores bufos y sanguinarios, pero se aprovechó de esta situación, fortificó a las tiranías y contribuyó decisivamente a la corrupción de la vida política centroamericana. Su responsabilidad histórica es innegable y sus actuales dificultades en esa región son la consecuencia de su política.

A la sombra de Washington nació y creció en Nicaragua una dictadura hereditaria. Después de muchos años, la conjunción de diversas circunstancias -la exasperación general, el nacimiento de una nueva clase media ilustrada, la influencia de una Iglesia católica renovada, las disensiones internas de la oligarquía y, al final, el retiro de la ayuda norteamericana- culminó en una sublevación popular. El levantamiento fue nacional y derrocó a la dictadura. Poco después del triunfo se repitió el caso de Cuba: la revolución fue confiscada por una elite de dirigentes revolucionarios. Casi todos ellos proceden de la oligarquía nativa, y la mayoría ha pasado del catolicismo al marxismo-leninismo o ha hecho una curiosa mescolanza de ambas doctrinas. Desde el principio, los dirigentes sandinistas buscaron inspiración en Cuba y han recibido ayuda militar y técnica de la Unión Soviética y sus aliados. Los actos del régimen sandinistas muestran su voluntad de instalar en Nicaragua una dictadura burocrático-militar, según el modelo de La Habana. Así se ha desnaturalizado el sentido original del movimiento revolucionario.

La oposición en Nicaragua

La oposición no es homogénea. En el interior es muy numerosa, pero no tiene medios para expresarse (en Nicaragua sólo existe un diario independiente, La Prensa). Otro segmento importante de la oposición vive aislada en regiones inhóspitas: la minoría indígena, que no habla español, que ve amenazada su cultura y sus formas de vida y que ha sufrido despojos y atropellos bajo el régimen sandinista. Tampoco es homogénea la oposición armada: unos son conservadores (entre ellos hay antiguos partidarios de Somoza), otros son disidentes demócratas del sandinismo y otros más pertenecen a la minoría indígena. Ninguno de estos grupos busca la restauración de la dictadura. El Gobierno de Estados Unidos les proporciona ayuda militar y técnica, aunque, como es sabido, esa ayuda encuentra crecientes críticas en el Senado y en muchos círculos de la opinión pública norteamericana.

Debo mencionar, en fin, la acción diplomática de los cuatro países que forman el grupo llamado Contadora: México, Venezuela, Colombia y Panamá. Es el único que propone una política racional y realmente orientada hacia la paz. Los esfuerzos de los cuatro países se dirigen a crear las condiciones para que cesen las intervenciones extranjeras y los contendientes depongan las armas e inicien negociaciones pacíficas. Es el primer paso y el más dificil. También es imprescindible: la otra solución -la victoria militar de un bando o del otro- sólo sería la semilla, explosiva, de un nuevo y más terrible conflicto. Señalo, por último, que la pacificación de la zona no podrá consumarse efectivamente sino hasta que le sea posible al pueblo de Nicaragua expresar su opinión en elecciones de verdad libres y en las que participen todos los partidos. Esas elecciones permitirían la constitución de un Gobierno nacional. Cierto, con ser esenciales, las elecciones no son todo. Aunque en nuestros días la legitimidad de los Gobiernos se funda en el sufragio libre, universal y secreto, deben satisfacerse otras condiciones para que un régimen merezca ser llamado democrático: vigencia de las libertades y derechos individuales y colectivos, pluralismo y, en fin, respeto a las personas y a las minorías. Esto último es vital en un país como Nicaragua, que ha padecido prolongados períodos de despotismo y en cuyo interior conviven distintas minorías raciales, religiosas, culturales y lingüísticas. Muchos encontrarán irrealizable este programa. No lo es: El Salvador, en plena guerra civil, ha celebrado elecciones. A pesar de los métodos terroristas de los guerrilleros, que pretendieron atemorizar a la gente para que no concurriese a los comicios, la población en su inmensa mayoría votó pacíficamente. Es la segunda vez que El Salvador vota (la primera fue en 1982) y en ambas ocasiones la copiosa votación ha sido un ejemplo admirable de la vocación democrática de ese pueblo y de su valor civil. Las elecciones de El Salvador han sido una condenación de la doble violencia que aflige a esas naciones: la de las bandas de la ultraderecha y la de los guerrilleros de extrema izquierda. Ya no es posible decir que ese país no está preparado para la democracia. Si la libertad política no es un lujo para los salvadoreños, sino una cuestión vital, ¿por qué no ha de serlo para el pueblo de Nicaragua? Los escritores que publicaron manifiestos en favor del régimen sandinista, ¿se han hecho esta pregunta? ¿Por qué aprueban la implantación en Nicaragua de un sistema que les parecería intolerable en su propio país? ¿Por qué lo que sería odioso aquí resulta admirable allá?

Esta digresión centroamericana -tal vez demasiado larga, les pido perdón- confirma que la defensa de la paz está asociada a la preservación de la democracia. Aclaro nuevamente que no veo una relación de causa a efecto entre democracia y paz: más de una vez las democracias han sido belicosas. Pero creo que el régimen democrático despliega un espacio abierto favorable a la discusión de los asuntos públicos y, en consecuencia, a los temas de la guerra y la paz. Los grandes movimientos no violentos del pasado inmediato -los ejemplos máximos son Gandhi y Lutero King- nacieron y se desarrollaron en el seno de sociedades democráticas. Las manifestaciones pacifistas en Europa occidental y en Estados Unidos serían impensables e imposibles en los países totalitarios. De ahí que sea un error lógico y político, tanto como una falta moral, disociar a la paz de la democracia.

Paz y democracia

Todas estas reflexiones pueden condensarse así: en su expresión más simple y esencial, la democracia es diálogo y el diálogo abre las puertas de la paz. Sólo si defendemos a la democracia estaremos en posibilidad de preservar a la paz. De este principio se derivan, a mi juicio, otros tres. El primero es buscar sin cesar el diálogo con el adversario. Ese diálogo exige, simultáneamente, firmeza y ductibilidad, flexibilidad y solidez. El segundo es no ceder ni a la tentación del nihilismo ni a la intimidación del terror. La libertad no está antes de la paz, pero tampoco está después: son indisolubles. Separarlas es ceder al chantaje totalitario y, al fin, perder una y otra. El tercero es reconocer que la defensa de la democracia en nuestro propio país es inseparable de la solidaridad con aquellos que luchan por ella en los países totalitarios 0 bajo las tiranías y dictaduras militares de América Latina y otros continentes. Al luchar por la democracia, los disidentes luchan por la paz, luchan por nosotros.

En uno de los borradores de un himno de Hólderlin, dedicado precisamente a celebrar la paz, y sobre el que Heidegger ha escrito un célebre comentario, dice el poeta que los hombres hemos aprendido a nombrar lo divino y los poderes secretos del universo /desde que somos un diálogo / y podemos oírnos los unos a los otros.

Hólderlin ve a la historia como diálogo. Sin embargo, una y otra vez ese diálogo ha sido roto por el ruido de la violencia o por el monólogo de los jefes. La violencia exacerba las diferencias e impide que unos y otros hablen y oigan; el monólogo anula al otro; el diálogo mantiene las diferencias, pero crea una zona en la que las alteridades coexisten y se entretejen. El diálogo excluye al ultimátum y así es una renuncia a los absolutos y a sus despóticas pretensiones de totalidad: somos relativos y es relativo lo que decimos y lo que oímos. Pero este relativismo no es una dimisión: para que el diálogo se realice debemos afirmar lo que somos y, simultáneamente, reconocer al otro en su irreductible diferencia. El diálogo nos prohibe negarnos y negar la humanidad de nuestro adversario. Marco Aurelio pasó gran parte de su vida a caballo, guerreando contra los enemigos de Roma. Conoció la lucha, no el odio, y nos dejó estas palabras, que deberíamos meditar continuamente: "Desde que rompe el alba hay que decirse a uno mismo: me encontraré con un indiscreto, con un ingrato, con un pérfido, con un violento... Conozco su naturaleza: es de mi raza, no por la sangre ni la familia, sino porque los dos participamos de la razón y los dos somos parcelas de la divinidad. Hemos nacido para colaborar como los pies y las manos, los ojos y los párpados, la hilera de dientes de abajo y la de arriba". El diálogo no es sino una de las formas, quizá la más alta, de la simpatía cósmica.

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