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Reportaje:Jean-Paul Sartre en agosto de 1944Un caminante por el París sublevado / y 2

Liberación y victoria

La angustia aumentaba: las municiones tomadas a los alemanes la víspera y la antevíspera se agotaban; resultaba dificil hacerse con otras, puesto que el enemigo apenas se aventuraba ya a salir a las calles y llegaban noticias inquietantes: grupos enemigos se infiltraban por todas partes. ¿Intentarían reconquistar la ciudad? Habían reaccionado con violencia ante la aparición de los periódicos y fusilado a algunos vendedores de los mismos: ¿asaltarían el edificio de Paris-Soir?..( ... )Los rostros estaban descompuestos, los semblantes resueltos, pero sombríos. No se excluía una catástrofe final. Vi a los dos jóvenes oficiales que fueron a encontrarse con los ejércitos aliados para rogarles a los jefes que aceleraran su entrada en la ciudad. Esta entrada estaba prevista para el sábado y el domingo. ¿Resistiríamos? El miércoles se anunciaba de hora en hora que los americanos estaban en Versalles, y cada vez que se producía el anuncio, un desmentido disipaba nuestra alegría: alguien telefoneó a Versalles; no estaban allí.

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La corrida

El miércoles, la radio inglesa anunció que París había sido liberado. Un amigo y yo lo escuchamos tumbados boca abajo, porque alrededor del edificio donde nos encontrábamos acababa de producirse una nutrida descarga de fusilería, y no pudimos dejar de encontrar bastante sorprendente y un poco inoportuna esta noticia. París estaba liberado, pero resultaba imposible salir del edificio; la calle de Seine, en la que yo vivía, estaba cortada; un tanque alemán, inmóvil sobre el puente de las Tullerías, apuntaba su cañón hacia la rive gauche.( ... )

Contaré ahora con humildad cómo esa enorme esperanza hizo que Armand Salacrou y yo dejáramos escapar a un espía de la Gestapo. Habíamos ido a ver a un amigo que se hospedaba en el hotel Beaujolais, un pequeño y tranquilo hotel situado bajo las arcadas del Palais Royal, cuyas ventanas se abren sobre los jardines. Nos acercábamos a la ventanilla de recepción cuando un'hombre de cara colorada, alto y grueso, vestido con un traje de tweed color marrón, cabeza descubierta y un paquete bajo el brazo, abordó a Salacrou. Parecía que estaba ebrio y muy cansado. "Lleva usted la Legión de Honor", dijo a Salacrou, con un fuerte acento extranjero. "Yo, también". Con el dedo nos mostró la solapa de su chaqueta, en la que llevaba una sarta de condecoraciones francesas. Salacrou, que tenía prisa, le respondió brevemente, y nos dirigimos hacia el patrón del hotel para pedirle noticias de nuestro amigo.

Entretanto, el hombre de las condecoraciones había ido a sentarse en un diván cerca de la entrada y, agotado, se había dejado caer hacia atrás, sobre los cojines. El patrón nos dijo en voz baja: "Es un paracaidista canadiense". ¡Un canadiense! ¡El primer canadiense! Corrimos hacia él, y Salacrou, en inglés, le dio la bienvenida. Respondió en inglés, luego en francés; le apremiamos a preguntas: ¿de dónde venía?, ¿qué hacía aquí?, ¿cuándo llegarían los aliados? Respondió con amabilidad: "He venido en coche, precedo al general Leclerc, que llegará al Hôtel de la Ville a las cuatro". Se levantó los pantalones y nos enseñó las pantorrillas quemadas, cubiertas de manchas negruzcas: "Saint- Lô", nos dijo. Reía pesadamente, con risa de cansancio y de embriaguez. Yo le pregunté: "¿Es seguro que llegarán a las cuatro?". Su semblante se endureció y sus ojos lanzaron un destello que yo no advertí en ese momento, pero del que me acordé después. "Seguro", dijo, "y yo daría todo lo que tengo por no perderme su entrada". Luego golpeó el paquete de trapo envuelto en una tela negra que había dejado en el suelo cerca de él, y dijo: "Paracaídas...".

Le creímos. Abstraídos por diversas ocupaciones, le dejamos allí; nos encontramos luego con un grupo de amigos a los que orgullosamente anunciamos: "¡Hemos visto al primer canadiense!". Incluso creo que comuniqué por teléfono la noticia a algunas personas. Pero una actriz encantadora, cuyos servicios durante la guerra se revelarán algún día, después de habernos escuchado con educada sonrisa, telefoneó a un capitán del servicio de información del Ejército: "En el hotel Beaujolais hay un alemán vestido de civil. Vayan con urgencia". Pero cuando la actriz y el capitán se presentaron en el hotel Beaujolais, el falso canadiense había desaparecido.( ... )

A nuestras puertas

La lucha continuó durante toda la tarde. Los tanques patrullaban por las calles. En la escuela militar fueron los alemanes los que levantaron barricadas. Los mirones les contemplaban riéndo de gusto: llegan, pues, ellos. En el metro de Duroc, en la calle Lecourbe, en la esquina de la calle Vaugirard y del bulevar Pasteur, los alemanes ametrallaron cafés y tiendas. Dispararon sobre las casas y hasta en los respiraderos de las calles; su rabia aumentaba.( ... )

A lo lejos retumban los cañones; la esperanza crece en todos los corazones. Cae la tarde, la gente hace corrillos por las calles, se preguntan los unos a los otros; un ciclista que atraviesa Vavín es detenido por la multitud, que se agolpa a su alrededor: "¿Dónde están?". "En la puerta de Châtillon", dice uno; otro dice: "Hay combates en la puerta de Orléans". Y, de repente, por las ventanas abiertas, la radio da la noticia: "Están en el Hôtel de Ville".

Empiezan a repicar las campanas, las ventanas se iluminan, un inmenso clamor brota de las casas y de las calles. En medio de la calzada, un hombre entona La Marseillaíse... No sabe más que una estrofa, que la multitud repite dos, tres veces; para variar, el hombre canta La Madelon; pero los cantos no bastan para expresar nuestra alegría: hombres y mujeres se cogen de la mano. y bailan y cantan en corros. Hay una fogata en la esquina del bulevar Montparnasse, donde en otros tiempos se celebraba el 14 de julio con un baile. La multitud se despliega en farandolas alrededor de un fuego de alegría.( ... )

Vienen. En los camiones, en los jeeps, sobre los tanques, bajo los cascos americanos, curtidos, felices, sonrientes... Son los soldados franceses de Leclerc. La multitud da gritos de alegría. Toma al asalto los vehículos, se apodera de las manos tendidas. Durante cuatro años, la guerra nos había mostrado un rostro inhumano; con su semblante tenso, los ojos vacíos, los soldados que nos cruzábamos parecían marcados por un destino implacable; pertenecían a un mundo extraño, fantástico y desolado. Y he aquí que, bajo el uniforme caqui, estos guerreros que hoy saludamos, son hombres.( ... )

Durante el día, a través de todo París, unos milicianos, unos alemanes de paisano, unas mujeres también, dispararon sobre los transeúntes. En la calle de Rennes, acodada en un balcón que lucía una bandera, una mujer aplaudía: tumbado en el suelo, oculto por la bandera tricolor, un hombre disparaba por debajo de las piernas de la,mujer; otra mujer tiene un niño en brazos y sonríe; el niño es una muñeca bajo la cual se disimula un revólver. El odio que atormenta sus corazones extiende su sombra sobre la ciudad en fiesta. Miradas llenas de temor se vuelven hacia los tejados y lucernas. Y la alegría de la multitud, esa alegría de la mañana, tan pura, despreocupada y generosa, alterada por la sospecha, por el miedo, se torna a veces crueldad.

Yo me he encontrado con el triste cortejo hacia la parte baja del Boulevard Saint-Michel. La mujer tenía alrededor de 50 años; no le habían cortado el pelo por completo. Algunas mechas colgaban alrededor de su rostro hinchado; iba descalza, con una pierna cubierta por una media y la otra desnuda; andaba lentamente, sacudía la cabeza de un lado a otro, repitiendo en voz muy baja: "¡No, no, no!". A su alrededor, algunas mujeres jóvenes y bonitas cantaban y reían con fuerza: pero me pareció que en los semblantes de los hombres que la escoltaban no había alegría: una especie de fatiga vergonzosa pesaba sobre ellos. ( ... )

Victoria entre balas

Hace ocho días, a estas horas, estalló la insurrección. Yo me encontraba también entonces en la calle de Rivoli; estaba desierta y yo oía unos chasquidos, unos estallidos insólitos que parecían venir del Pont-Neuf. Hoy, ellos están aquí, ellos van a desfilar dentro de poco. Estoy en un balcón del hotel del Louvre. Frente a mí, la gran masa negra del Ministerio de Hacienda. Debajo, la multitud que brilla al sol. Jamás he visto tantos hombres juntos.( ... )

Nunca, por muy atrás que nos rernontemos, una insurrección ha convivido, ha fraternizado tanto con un ejército; jamás se ha visto desfilar, bajo las mismas aclamaciones, a unos combatientes civiles, annados por la guerrilla y la emboscada, en la rebelión y la lucha desigual de las barricadas, y a unos soldados impecables junto a sus jefes. La multitud aplaudía a unos y otros; comprendía oscuramente el doble carácter de este desfile patriótico y revolucionario.( ... ) De pronto, en el desfile hubo una prisa misteriosa; el orden de la ceremonia pareció perturbarse. Un largo vehículo pasó muy veloz llevando entre hurras al genera De Gaulle; luego pasaron a grar velocidad, rozando a la multitud otros vehículos, y sus ocupante gritaban avisos incomprensibles a pasar. Supimos, más tarde, el motivo de ese brusco desorden: acababan de disparar sobre el cortejo en los Campos Elíseos, en la Concordia. Pero, en ese momento, nosotros no vimos en ello más que una rareza suplementaria, un manifestación inexplicable y todavía más bella de esa enorme y poderosa vida que animaba el desfile. Detrás de los últimos coches, la multitud había invadido la calzada. La calle de Rivoli desaparecía, convertida en un rugiente río de hombres y mujeres.

En ese momento restallaron los primeros disparos, seguidos de otros. En esa atmósfera tensa, casi trágica, después de la exhibición de todas esas armas, después de seis días de sangre y de gloria, en modo alguno parecían desplazados. ¿Me atrevería a decir que, en un primer momento, se me presentaron como una consecuencia natural de la fiesta? La multitud no gritó: una multitud grita cuando ve caerse de un trapecio a un gimnasta o a un auto aplastar a un niño; pero si se dispara sobre ella, guarda silencio. Se diría que un viento silencioso mece de repente las espigas de un sembrado. No era una desbandada: no existía el menor espacio libre por donde la multitud pudiera desbandarse.. Era más bien una vasta marea, una enorme ondulación.( ... )

Logré llegar al puesto de socorro del Théátre-Frano;ais. La multitud había invadido el vestíbulo y los FFI tenían que hacer el mayor de los esfuerzos para impedir que aplastaran a los heridos. Lograron detenerla en las escaleras y en el primer piso, no sin soportar algunos insultos.( ... )

En el vestíbulo, un hombre estaba tendido en una camilla manchada de sangre, con las manos juntas y un pañuelo sucio sobre la cara: un muerto. Había venido a aclamar al general De Gaulle, se había puesto una escarapela tricolor en el ojal, había gritado su alegría junto a los demás y ahora una bala le había hecho estallar la cara: la muerte se había cerrado sobre su alegría. Algunos heridos graves; muchas crisis nerviosas. En total, 15 víctimas. Un niño de 3 años fue pisoteado por la multitud durante un cuarto de hora.(...)

Siguen disparando, pero menos intensamente. Unas actrices corren por Rivoli llevando camillas. Una de ellas pierde sus sandalias, y, con los pies descalzos, continúa su marcha. Pero la gente se guarece bajo las arcadas, ahora que ya no hay más heridos. Todavía algunos disparos, y se acabó. Se acabó también la gran fiesta, se acabó la semana de la gloria. Mañana será un domingo muy triste, desierto, y el lunes volverán a abrir las tiendas, las oficinas: París se pondrá de nuevo a trabajar.

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