La corrida
Las primeras escaramuzas en el muelle de los Grands-Augustins ocurrieron hacia las tres de la madrugada. Desde la víspera pasaban continuamente por allí automóviles, camiones y tanques. A las tres, en pequeños grupos, unos hombres en mangas de camisa, con aire indiferente, atravesaron la calzada y se instalaron en la orilla del río. Pocas armas, solo algunos fusiles, una o dos granadas, unos revólveres, ninguna munición. Consigna para cada hombre: dejar fuera de combate a un alemán y quitarle el revólver, con éste conquistar un fusil, con el fusil apoderarse de un vehículo, con el vehículo tomar un automóvil blindado armado con ametralladoras y un tanque. Entre los resistente incrédulos, más de uno sonrió al oir esto. Y, sin embargo, ante mis propios ojos, este programa se realizó punto por punto.(... ) No había municiones, pero estaban allí cerca, en manos de los alemanes. Solo había que cogerlas; y las cogieron.(. ..)Dejaron que el camión rodara hacia su destino, con el oscuro sentimiento de asistir a una fiesta trágica y mortal, una corrida. También en las corridas se espera, inclinado hacia la arena, la muerte fatal del animal bajo el sol, la "muerte en la tarde".( ... ).
Un momento de silencio, después el ruido lejano del motor: todo el mundo retiene el aliento, y luego aparece el camión, como el toro que sale del toril. Esta vez, los resistentes apuntan a los neumáticos. El camión resulta tocado, se inmoviliza.
Los alemanes comienzan a disparar: los resistentes avanzan, sin protección, y disparan también. Un alemán lanza una granada que no estalla: un resistente corre bajo el fuego, coge la granada, arriesgándose a saltar con ella por los aires y la lanza al Sena. Descarga de metralla. Los espectadores se ocultan prudentemente en el interior de sus habitaciones: las balas silban en sus oídos. Al cabo de cinco minutos, el silencio. Reaparecen las cabezas en las ventanas, y luego se produce un clamor inmenso: todos los alemanes están muertos.
Desde todas las puertas, desde la esquina de la Rue Dauphine, desde la Rue de los Grands-Augustins, una multitud de mujeres y niños se precipita hacia el vehículo inmóvil. Pero los resistentes les contienen, les prohiben el pillaje. Ellos mismos no cogen más que las municiones. Pero el golpe resulta fructífero: hay granadas, fusiles, metralletas. Luego, uno de ellos se pone al volante, los otros empujan el vehículo hacia la orilla del río; en pocos minutos, no hay rastro de la batalla. Los resistentes están ocultos, en sus puestos; la trampa está lista para funcionar. Ahora, lo! combatientes, mejor armados, se dispersan. Los hay sobre los tejados del Palacio de Justicia, en las orillas del río, en las, .esquinas de las calles.( ... )
Por debajo de nosotros, un voluntario, completamente solo, está en la ventana con un fusil. Pasan los vehículos. Se producen batallas en toda la regla, con ametralladoras, con granadas. Enfrente de nosotros, en el muelle de la Mégisserie, uno de nuestros amigos ve saltar en pedazos todos los grandes espejos de su salón. No obstante sale bien parado; en efecto, al día siguiente recibe una llamada telefónica: una señora que está en una clínica y que acaba de ser operada le ruega que le dé noticias de su marido, un capitán retirado que vive en la casa de al lado y que no tiene teléfono. Mi amigo baja aprovechando un momento de calma y va a llamar a casa del capitán. Nadie contesta. Avisa a la portera. Ésta se acuerda de que no ha visto a su inquilino desde hace 36 horas. Fuerzan la puerta. El capitán está allí, bajo su ventana, muerto, con una bala en la frente.
Mientras tanto, la batalla continúa. En la calle de la Huchette, las cartillas militares de los alemanes se amontonan en las aceras. Unas mujeres las hojean, sin odio. Hoy, la gente no siente odio: mañana se verá que no siempre ha sido así. Una de ellas dice: "Habría que enviárselas a sus familias". Entre las páginas de las cartillas hay metidas algunas tarjetas postales sentimentales: flores, chicas bonitas enviando besos, claros de luna. A veces, una mancha de sangre.
Alguien anuncia la presencia de un vehículo. En seguida, con rapidez admirable, unos hombres con los brazaletes de la resistencia cierran a los transeúntes el paso a los muelles y hacen entrar a las mujeres por las puertas cocheras. Nueva escaramuza. Los ocupantes del vehículo, dos alemanes, se defienden durante una hora con un valor que obliga al respeto, y yo no puedo dejar de pensar en lo que ellos estarán sintiendo, así, aislados bajo este calor ardiente; en esta ciudad ayer tan cotidiana y hoy irreconocible, ensangrentada y colérica, con sus innumerables trampas. Estos dos alemanes se libraron: mientras ellos luchaban, su conductor logró reparar el vehículo averiado; éste dió media vuelta y se marchó; sus ocupantes morirán, sin duda, en otra parte, a las puertas o en la plaza del Odéon, en la plaza de la República.( ... )
Momentos de calma. Pasan dos hombres en bicicleta. "¿Qué pasa, muchachos? ¿Necesitáis municiones? Paciencia, os las traemos" Del Palacio de Justicia salen a toda velocidad dos vehículos que, cogiendo los virajes sobre dos ruedas, acuden en ayuda de los compañeros de la plaza del Observatorio o de los Gobelinos. Uno de mis amigos aprovecha la pausa para darse un paseíto por el barrio. Se encuentra allí con un joven alto, apacible, que se apoya en una puerta y tiene en la mano una botella de gasolina, una granada y un fusil: es un cazador de tanques.
-¿Y con qué los caza? -preguntó,asombrado, mi amigo.
-Con esto. Se arroja la botella sobre el tanque y la gasolina se esparce. Se tira la granada y la gasolina se inflama. El tanque arde, salen de él sus ocupantes, y se coge el fusil para dispararles.
Con estos medios de, en la jornada del domingo han atrapado un Tigre. Uno piensa en las cazas prehistóricas, en las que los indígenas abatían un mamut a oedradas..
Al anochecer quemaron un camión en el muelle, a la altura del hotel Notre-Dame. Las llamas subían más altas que las casas y toda la catedral se veía roja y más iluminada que en las grandes fiestas de los tiempos de paz. A la mlñana siguiente le vi prender fuego a un automóvil. Éste apareció de repente, negro y poderoso como un toro andaluz, a la altura de la librería Gibert. Circulaba a toda velocidad, terrible e imponente, seguro de su destino, produciendo a derecha e izquierda una salpicadura de detonaciones, como si circulara sobre charcos de agua en un día de lluvia. Escapó a las descargas, se acercó a nosotros, y luego, bruscamente, a la altura del 51 , se desvió bruscamemte y fue a quedar aplastado contra el cierre metálico de una librería. Casi inmediatamente, enormes llamas brotaron de las ventanillas con cristales rotos. Una voz atroz gritó: "¡Kamerad! ¡piedad! ¡Piedad!". Se le acercaron una decena de resistentes, todavía prudentes, como la cuadrilla del torero rodea al toro agonizante, en espera de saber si será necesario darle el golpe de gracia. La voz gritó en lamento: "¡Kamerad!". Los resistentes gritron: "¡Nada de kamerad ¡Dejadle que se ase como un cerdo!". El alemán siguió gritando. Entonces, un hombre alto, delgado y moreno, en mangas de camisa, se arrodilló detrás del automóvil y apuntó a través de las llamas. Hubo en aquel instante algo de horrible y de noble. El joven apuntó con parsimonia. Por la lenta gracia precavida de sus gestos parecía un torero aguardando el momento propicio para la estocada. Sonó el disparo, cesó el grito, pero mucho tiempo después el vehículo seguía ardiendo.
Babelia
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