Elecciones en Nicaragua
TODO EL complejo de Nicaragua parece orientado en estos momentos hacia las elecciones del 4 de noviembre, incluso a la posibilidad de que se aplacen para permitir la recomposición de los partidos contrarios al actual Gobierno y el establecimiento de unas libertades fundamentales que permitan que la campaña ya en marcha ofrezca algunas garantías; y que se abra de nuevo el plazo de inscripción, cerrado ahora. No parece que haya una gran disposición del Gobierno sandinista a aceptar las presiones nacionales e internacionales en ese sentido, y una de sus más justificadas razones es la de que mientras dure la guerrilla, la subversión y la ayuda extranjera de Estados Unidos y de otros países americanos a los rebeldes, difícilmente puede modificar unas condiciones tenidas como de seguridad para evitar el derrocamiento violento del régimen, y no le es fácil bajar su guardia. El dilema está en que la Junta necesita celebrar las elecciones prometidas para poder establecer esa legalidad; pero que esa legalidad no será aceptable en ningún caso si las elecciones no son enteramente libres; lo cual, indudablemente, entraña el riesgo de perderlas.Parece que el núcleo de las conversaciones llevadas en México por los representantes de Nicaragua y los de Estados Unidos se centra en esa necesidad, condición prácticamente imprescindible para que Reagan acepte la entrevista personal con Daniel Ortega, rodeada de otras que aún parecen de cumplimiento más difícil: la supresión absoluta de Nicaragua al apoyo a la guerrilla de El Salvador y su renuncia a continuar recibiendo la ayuda cubana y, por delegación, soviética. En el primer caso, parece que la intercomunicación entre revolucionarios salvadoreños y nicaragüenses, aun a través del territorio de Honduras, es más de base que de organización o disposición gubernamental, y que aunque Managua quisiera, le sería difícil cortar el doble flujo. En el segundo, la pérdida de una ayuda material, económica y política de Cuba se siente en el Gobierno nicaragüenses como una especie de desnudez frente a su desastre económico y la hostilidad de que está rodeada; y tampoco le es fácil desprenderse de esa ayuda convertida en obligatoria. Los alegatos continuos del Gobierno aluden a que se exageran las dos cuestiones, que la ayuda a la guerrilla salvadoreña apenas existe y que la influencia cubana es nula y la soviética no existe. Parece cierto que Estados Unidos, y personalmente Reagan, exageran continuamente ese carácter internacional de la cuestión de Nicaragua, que sirve para justificar las intervenciones y hasta una posible intervención decisiva que amenaza con desplomar sobre el país; pero tampoco se puede negar su existencia. Hay que pensar que aunque Nicaragua consiguiera convencer a Estados Unidos de su buena fe y de su capacidad para aceptar esas condiciones, Reagan no aceptaría la entrevista con Daniel Ortega, por lo menos hasta después de las elecciones del 4 de noviembre y, desde luego, hasta que se celebren las de Estados Unidos, el día 6. Es de sentido común el que Reagan, aun creyendo en la realidad de la oferta de Managua, no va a dar a Daniel Ortega el espaldarazo que supondría tenerle en la Casa Blanca con la indicación de una posibilidad de reconciliación. No es, sin embargo, mal síntoma que Estados Unidos no haya cortado las negociaciones que inició el secretario de Estado, Shultz, visitando a Daniel Ortega en Managua y que han continuado durante estos dos meses con las entrevistas entre el vicecanciller nicaragüense, Víctor Hugo Tinoco, y el embajador especial de Estados Unidos para Asuntos Centroamericanos, Harry Schlaudeman. Todo hace pensar que la diplomacia veterana del Departamento de Estado quiere evitar, a pesar del tremendismo de Reagan, que se reproduzca una situación que fue muy mal planteada con la revolución cubana: si Estados Unidos no se hubiera precipitado en cortar toda clase de relaciones con Cuba, decretar su bloqueo y preparar desembarcos que luego se revelaron insensatos, es posible que Fidel Castro no se hubiera inclinado hacia la URSS ni hubiese pronunciado su famosa y relativamente tardía declaración de "yo soy marxista-leninista". Se sabe, por lo menos desde entonces, y mucho más desde la guerra de Vietnam, que no hay enemigo pequeño y que una guerra abierta con un ejército expedicionario no tiene previsiones reales: puede pasar de todo. Reagan no puede tener ningún interés en precipitarse en una acción que por lo menos provocaría durísimas críticas interiores hasta que no tenga en las manos una reelección que ahora parece asegurada, y ni ahora ni después podría tener la seguridad de no poner en marcha un avispero temible en Centroamérica. Hay, por tanto, prudencia en todas estas negociaciones; y, sobre todo, insistencia en que el primer punto no negociable es el de que las elecciones de Nicaragua se celebren con todas las garantías de independencia, incluso con una observación internacional.
No ofrecen tampoco demasiada garantía las oposiciones nicaragüenses. Edén Pastora es, sobre todo, un personaje pintoresco e inestable, perfectamente útil para hostilizar al Gobierno sandinista, pero muy dudoso a la hora de dejar en sus manos a Nicaragua. Felipe González se ha rodeado de toda clase de precauciones para recibirle en Madrid, haciendo muy ostensible que en este caso le recibía como dirigente del Partido Socialista y, sobre todo, de la Internacional Socialista, en la cual González tiene una misión importante con respecto a Latinoamérica. Se sabe, por el propio Edén Pastora, que el guerrillero ha pedido a Felipe González que ejerza toda la presión que le da su personalidad nacional e internacional para que el Gobierno de Nicaragua acepte las condiciones necesarias para que las elecciones puedan ser consideradas libres; pero no se sabe si Felipe González ha podido ejercer alguna presión sobre Edén Pastora para que éste reduzca en el período electoral una actividad guerrillera que enrarece el ambiente. Se puede suponer. Como se puede suponer que, en efecto, González y la Internacional Socialista estén trabajando en el sentido de la legalidad y la claridad al Gobierno de Nicaragua. De otra forma sería funesto el envío de técnicos en estadística y en ordenadores para computar esas elecciones: aun reducidos a la condición meramente técnica, no dejarían de verse complicados en una manipulación, aunque sea previa, de un proceso democrático. La llamada "oposición legal", de siete partidos, no inspira tampoco suficiente confianza en el interior -especialmente a la Iglesia oficial, cerrada absolutamente contra el régimen, desde luego por razones políticas, pero muy justificada por el carácter casi cismático de los curas sandinistas, algunos de los cuales forman parte del Gobierno, que desafían a la jerarquía-. La otra oposición, la de Arturo Cruz y su Coordinadora Democrática Nicaragüense, ligada hasta ahora a Edén Pastora y sus guerrilleros, pide un diálogo abierto de restablecimiento "de los derechos de los nicaragüenses": ha llevado sus discusiones con el Gobierno a un maximalismo y ha especulado con la existencia de las guerrillas, que depondrían las armas si fuese escuchado. No lo ha sido hasta el momento. Quizá fuera imposible.
Y, sin embargo, sea cual sea el punto de vista desde el que se examine la cuestión, la única salida real para Nicaragua es abrir un período de libertades generales, sea cual sea su riesgo, y celebrar las elecciones con todas las garantías y todos los controles, a condición de que todas las fuerzas internas y externas que están interviniendo aceptasen el resultado de esas elecciones.
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