Miles Davis
Miles Davis y su grupo.XIX Festival de Jazz de San Sebastián.
Velódromo de Anoeta. 24 de julio.
ENVIADO ESPECIAL
Entre los mentideros de elite casi todo era hacerle ascos a la visita de Miles Davis a San Sebastián. Que si ya está muy pocho, que si ya se vio en Madrid que no era para tanto, que si se limita a vivir de rentas, y otras observaciones que avergüenza reproducir. No se puede ser superestrella impunemente, y mucho menos en un mundo tan retóricamente espartano como el de los aficionados al jazz europeos con pedigrí. Por suerte, no eran demasiados los que albergaban tan clarividentes premoniciones, frente a los miles de aficionados rasos y jóvenes que se acercaron hasta Anoeta para oír por sus propias orejas. Acertaron los intuitivos de medio a medio. Habían acudido al concierto del año.
Miles gustaba antaño de darle la espalda al público durante sus conciertos. De ahí que entre los denostadores de su época eléctrica se difundiera la facilona agudeza de que este hurtar el rostro material tenía su equivalente musical en no dar la cara, en pegar media docena de soplidos por concierto y dejar que su grupo se las entendiera con el público. La noche del martes fue un buen contraejemplo de cuán gratuito resulta mantener semejantes juicios hoy en día. Ahora Davis da la cara a los fotógrafos, a las cámaras de televisión y a su público, tanto en sentido recto como en el figurado. Miles sale a tocar, con un estado físico nada boyante y como quien dice recién salido de una seria operación de cadera, pero lo hace con una dosis más que aceptable de ganas, con una maestría exquisita, apabullante, indiscutible tanta que debe resultar irritante para quienes no se cansan de levantarle actas de defunción artística al genio.
Pero Miles no está solo. Como ayer, como siempre, sale a escena rodeado de excelentes músicos. Al Foster baqueteó de maravilla, Bob Berg hizo olvidar a Bill Evans y encandiló con el soprano, Steve Thorton ridiculizó el trabajo percutivo de Cinelu un par de noches antes y lo hizo con cuatro trastos y un puñado de apuntes espolvoreados aristotélicamente. El trabajo de los tres músicos restantes bordeó la gemalidad. No recuerdo haber oído jamás un John Scofield tan inspirado. Los lances a dúo entre el guitarrista y Davis fueron las frutas más exquisitas de una mesa servida con lujo oriental. El trabajo en los sintetizadores de Robert Irving, en funciones de recogesilencios, facilitando a la banda una hipnótica cortina de sonido sobre la que desarrollar los solos, fue creativo y fascinante. Respecto al bajista Darryl Jones, es el propio Miles quien ha afirmado que es uno de los mejores músicos jóvenes con que cuenta el jazz. Tremendo concierto, en cantidad, calidad y variedad. Asistimos a una serie de lecciones prácticas de jazz contemporáneo. Desde aquella que explica que el free con funky entra a la que dice que no hay subgénero despreciable si se le toca con genio. Por ejemplo, las baladas a lo Chuck Mangione, las saetas o los slows que impuso la Tarrila en las discotecas. Gracias, Miles.
Babelia
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