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Festivales de cine

Que el cine anda mal salta a la vista. No hay más que asomarse a las pantallas principales, a las salas para minorías o a la pugna habitual por estas fechas en sus famosos festivales. En realidad, cualquiera de ellos nunca se distinguió de las ferias de muestras tradicionales aunque ofrecieran historias repletas de imágenes más o menos novedosas capaces de dar un nuevo giro a los caminos de la más joven de las artes. Como cualquiera sabe, un jurado escogido generalmente entre las naciones que compiten, otorga una serie de premios que más tarde servirán de propaganda a los que los reciben, cubriendo cualquier especialidad, desde la más fundamental a colaboraciones esporádicas, según se necesite quedar bien con los clientes habituales. Tales ferias particulares suelen ofrecerse al público a través de un gabinete de prensa a la que se bombardea cotidianamente con toda clase de folletos, fotos, con la presencia de actores y entrevistas que añadir al carro de la publicidad. Antaño las muchachas con afán de estrellato aportaban su grano de arena con desnudos que solían ofrecer a los fotógrafos.Sin embargo, esa carne, hoy, también como los mismos festivales, parece en trance de marchitarse; desde Venecia a Cannes, que de momento se mantiene, o al de Berlín, viviendo a costa de marcos y más marcos.

El jurado, como todo lo humano y lo divino, suele hallarse influenciado por razones de muy diversa índole disfrazadas de fingidos patriotismos, compensaciones de favores anteriores cuando no de evidente oportunismo. De dinero jamás se habla, aunque se halle presente en todas partes, en ventas y contratos; tan sólo el arte es dueño y señor en teoría de un desfilar constante de imágenes que a lo largo de casi 15 días se suceden sin tiempo a veces ni para cenar. El año en que me tocó asistir a mí, representando a España, como miembro del jurado de la Mostra, la dirigía Carlo Lizzani, quien apenas llegado a la serenissima me insinuó la conveniencia de que presidiera el jurado Italo Calvino, a pesar de que su nacionalidad colocara a los de su país en franca mayoría. Yo accedí; le di mi voto porque admiro El barón rampante y, puestos a elegir, siempre prefiero un autor personalmente antipático antes que cualquier técnico prevaricador dispuesto a hacer concesiones. El resto del jurado se hallaba compuesto por el polaco Zanussi, el único cuyos conocimientos iban más allá del cine; una sobrina de Barrault más famosa por su tío que por su trabajo; un argelino que desde el primer día hizo causa común con ella; el ruso, como de costumbre desconocido e inevitable, incapaz de musitar una sola palabra salvo en la lengua de Lenin; un Comencini iracundo, irascible, dispuesto a defender valores patrios, y un realizador portugués de películas interminables apenas conocido fuera de su país. El más famoso de todos era el americano Bodganovich, eternamente acompañado de un individuo hercúleo que corno el mar al Lido le rodeaba asiduo y constante. Yo, viendo su frente poco despejada, sus bostezos continuos y su interés por la barra del bar, le tomé en un principio por su productor, pero la incógnita la despejó la Prensa un día y supe que se trataba de un guardaespaldas a sueldo del realizador para velar por su vida en torno a los canales. En la antigua ciudad de los Dogos uno se preguntaba qué

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Viene de la página 11 amenaza se cerniría sobre Bodganovich. Al parecer arrastraba desde un año antes cierta historia de actriz con suicidio y otro amante que no casaba bien con aquel ambiente particular y tolerante, escenario en otros tiempos de escándalos sin publicidad.Tras unas jornadas preliminares, cada cual con su discurso a punto, comenzaron las que podríamos llamar laborales, en las que al punto dos frentes quedaron perfilados: uno, el de los que defendíamos que el León de Oro debía ser para la película mejor, formado por el que esto suscribe, Bodganovich y Zanussi; y otro, tal como suele suceder, dispuesto a no dejar escapar la ocasión fuera de casa aun a costa de manifiestas injusticias. Entre medias, en tierra de nadie, quedaban el soviético, cuyas razones era inútil tratar de entender; el portugués, porque las suyas siempre llegaban tarde en un horrible francés, y la actriz incipiente, nerviosa y pedante como si el mundo entero gravitara a sus pies. Fueron aquellos días de luchas y pactos constantes subrayados por visitas inesperadas, por un Rossif hablando en privado mal de los jóvenes, un Bevilacqua pateado por aquellos mismos adolescentes, una Mónica Vitti simpática, querida de todos, y una Ornella Muti con su eterno aspecto de empleada de hogar emancipada por un capricho oscuro del patrón. Cuando llegaba el turno a la representación india, el hotel trepidaba hasta altas horas de la noche. Turbantes y champaña corrían por senderos que no casaban demasiado con el tema de su película, trágico y descorazonado. Y, sin, embargo, para entristecer a cualquiera se bastaban las historias presentadas a concurso por España y Portugal, las dos mediocres, ambas igualmente pretenciosas.

Los otros cines menores de un lado y otro del telón, de más allá y más acá del océano, arrastraban por un día o dos su carga de folklore o sus ensueños políticos disfrazados de relatos exóticos que poco decían salvo a los ya convencidos del antemano.

Se diría que el viejo festival, transformado a la postre en Mostra, zarandeado por el Mayo francés, no había vuelto a levantar cabeza y a duras penas sobrevivía aún, más por razones de prestigio que en busca de otras nuevas formas.

No era preciso sino lanzar una mirada en torno sobre su nuevo público dominguero y turístico de familias enteras, de máquina fotográfica a mano, dispuestas a pasar a la historia entre tanta celebridad.

De poco servían los ciclos intentando evocar viejos realizadores, estrellas que fueron mitos en su tiempo, músicas rescatadas del olvido; el mismo Visconti parecía escondido en el hotel vecino, celoso guardián de su Muerte en Venecia rodado en aquel mismo Lido. Nadie le recordaba; la misma playa aparecía desierta, solitarios sus toldos, vacías sus casetas, viva tan sólo en el zumbido constante de lanchas todas madera, níquel y cristales.

Hasta que un día tanta batalla subterránea llegó a su fin por encima de Calvino y sus razones, de las más agrias del correoso Comencini. El sentido común se impuso y el León, ya que no el gato al agua, se lo llevó la película alemana dirigida además por una mujer para mayor gloria de la serenissima. La Prensa acogió el veredicto favorablemente. No así los miembros italianos del jurado, que ni siquiera el día de la despedida fueron capaces de tender a sus rivales la mano. Seguramente pensaban que no valía la pena. Tal vez tenían razón. Y, sin embargo, yo mismo les podría haber recordado que años antes otro jurado de su mismo país me había concedido en aquella misma Mostra el premio al mejor cortometraje de arte, y, algún tiempo más tarde, en el de Alghero, el Ricio d'Oro delante de Rossellini y sus Actas de los Apóstoles. Pero así son los festivales. Tienen mala memoria y casi siempre acaban dando la razón a Mairaux cuando escribió aquello de que el cine es nada más que una industria donde sólo en ocasiones nace el arte a fuerza de constancia, pasión y vocación.

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