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La democracia y el Licenciado Vidriera

¿Se puede pensar y actuar con libertad creadora en la España actual? No cabe como respuesta invocar el reconocimiento de tales derechos en la Constitución. La pregunta afronta el orden del ejercicio, de la eficiencia real. También la Constitución establece el derecho al trabajo y contamos con más de 2.500.000 parados. ¿No se dará, por desventura, un fenómeno análogo en el mundo de las ideas? ¿Multitud de propuestas y visiones capaces de abrir nuevas perspectivas, energías sociales que puestas a trabajar serían capaces de enriquecer las tierras de nuestro futuro y hoy yacen inermes, incapaces de nacer y prosperar en una realidad hermética y tacaña?Hace sólo unos años parecía el nuestro un país cargado de futuro, de capacidad innovadora, de entusiasmo; pesadamente han ido cayendo sobre él, en tan breve etapa histórica, las consignas de la prudencia, la resignación, el realismo, emitidas desde las más diversas fuentes. Hemos llegado así a una situación en que el conformismo es consagrado y racionalizado como última sabiduría que proponer a nuestra sociedad. Algunos, burlándose de su propio pasado, consideran que hemos abandonado la infancia para entrar en la madurez. Me parece una comprensión bastante esclerótica de la madurez, y sobre todo pienso que la aceptación y difusión de este talante -más aún en momentos de crisis y de iniciación- resulta enormemente peligrosa para la vida de una democracia que nació ante muchos ojos e impulsada por muchos brazos con vocaciónde innovación profunda.

Se impone, pues, el análisis de esta frustrante peripecia histórica. Sin duda podríamos levantarnos a la crítica general de los fuertes mecanismos integradores que la sociedad actual posee: el control de la información, la industria de la conciencia, la manipulación económica y policiaca del libre desarrollo de las fuerzas e iniciativas espontáneas desde los centros de poder internacional. Todos los dispositivos que coartan el libre juego de la democracia y con los cuales, como Don Quijote con la Iglesia, evidentemente hemos topado. Pero, sin olvidar tal horizonte, la realidad española urge una crítica propia.

Partamos de un hecho básico: en la construcción de nuestra democracia ha primado descaradamente la lucha por el poder sobre el debate ideológico. Una lucha planteada, además, no sólo entre los partidos -como es lógico-, sino mucho más sañudamente en el interior de éstos. En términos ascéticos podríamos decir que no ha sido muy edificante la estampida de las ambiciones personales, disparadas hacia la instalación en el amplio abanico de puestos políticos grandes, medianos y minúsculos que la quiebra del franquismo abría. Así, hemos asistido a singulares espectáculos: el nacer y declinar de formaciones que pasaban de ser pompa y alegría a lástima vana, ya que no en un día, sí en brevísimas etapas, al minué de composición y descomposición de fuerzas, a curiosos periplos personales. Parecería que sobre nuestro escenario se representaba la política materializando la imagen griega de la naturaleza como perenne metamorfosis. Ciertamente, tales avatares, cuando toda una nueva organización de la vida colectiva se estaba montando, podían tener su lógica de ensayo y error. Lo malo es que al ojo crítico del ciudadano se revelaban más como el proceso de definición de una nueva clase política que como pugna de proyectos asentados en las diversas visiones e intereses de la sociedad.

Y efectivamente, en conjunto, las propuestas políticas durante esta etapa se han caracterizado por su penuria imaginativa y conceptual; fundamentalmente han estado presididas por el mimetismo y la inhibición. En tal línea, parece que nuestra máxima meta consista en homologarnos con países desarrollados, acríticamente erigidos en modelo, sean Estados Unidos o Alemania Occidental. Y en recibir el espaldarazo del mayor número posible de organismos internacionales, con el riesgo de sacrificar, prolongando los complejos del franquismo, nuestros intereses a las bazas políticas. Como horizonte de nuestro desarrollo se piensa en la informática y en las industrias de armamentos, repitiendo la canción de moda en otras tierras y en otros climas, cuando urge profundizar un modelo confome a nuestra peculiaridad económica e ideológica. Es curioso que haya tenido que ser, aunque excelente conocedor de nuestra historia, un extranjero, Jackson, el que en estas mismas páginas señalara hace poco las posibilidades de una política española propia en el campo económico e internacional. ¿Ha pasado nuestra sociedad de la utopía al sano realismo? Yo creo que la imaginación de algunos de nuestros políticos sigue acariciando extrañas, menguadas, utopías: la transmutación del español en hombre de negocios americano o en burócrata prusiano, la fantasía de un país poblado por vendedores de periódicos a quienes espera la dirección de una gran empresa o por puntuales funcionarios provistos de manguitos.

Al mimetismo debemos añadir la medrosa inhibición, asumida y potenciada en lo que podríamos designar como el sofisma de la endeblez, y cuya consecuencia es la parálisis. Se viene aplicando en múltiples campos. En lo que se refiere a la política interior, se nos explica que nuestra democracia es muy delicada, sumamente frágil; ha sido el resultado de una compleja operación y, como un castillo de naipes, se tiene en pie de puro milagro. La democracia aparece, como el Licenciado Vidriera, terriblemente quebradiza. Por tanto, hay que actuar con mucha delicadeza y con manos de expertos. Se puede hacer poco. Casi es mejor no hacer nada para que las cosas se mantengan. Y hay que tener cuidado de que no entre ningún mulo en la cacharrería. Lo mismo vale en política internacional: un paso en falso del funámbulo y empiezan a caer misiles sobre nuestras cabezas.

Nadie con un mínimo de conciencia puede negar que vivimos situaciones delicadas y peligrosas; la falacia reside, empero, en la coherencia de la conclusión. Porque lo que en situaciones graves ocurre es que hay que actuar con energía, aplicar drásticos bálsamos al paciente o intervenirlo quirúrgicamente antes de que vengan los curas y los sepultureros. 0 de que nos convirtamos, como el pobre Tomás Rodaja cuando dio en la extraña locura de creerse de vidrio, en objeto de escarnio general. En verdad, no se puede ir de quebradizo por la vida sin provocar el pasmo y la irrisión. Sin convocar la hilaridad de los muchachos burlones, que el Licenciado Vidriera tenía que apartar con su vara.

Es hora de no ahuyentar las multitudes, sino de aprender de su vitalidad, de su sana burla. Saliendo de la apatía y el desencanto, indómitas a la pasividad, otra vez reclaman su protagonismo. Las recientes manifestacíones pacifistas, entre otros muchos fenómenos, son significativas. Nos revelan que, a pesar de todos los esfuerzos domesticadores, nuestros pueblos no aceptan el mensaje de resignación.

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