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Con preocupación, pero sin miedo

Ésta es mi segunda visita a Nicaragua. En 1980 estuve una semana en Bluefields, de la costa atlántica, pero sólo dos días en la capital. Ahora confirmo algo que en aquella ocasión me había desconcertado: Managua es una ciudad sin centro. Esto la convierte en una de las capitales más extrañas de América Latina, subcontinente donde la tradición hispánica de la plaza mayor, con catedral adjunta, se ha preservado en la mayoría de las grandes y pequeñas ciudades. En Managua, sin embargo, el terremoto de 1972 acabó con el centro comercial. De la catedral queda en pie poco más que la fachada, es decir, una cáscara. La gran ayuda internacional que llegó al país tras el terremoto de nada sirvió, pues el dictador Somoza, entonces en el poder, se incautó personalmente. de los fondos recibidos, acrecentando así su ya impresionante fortuna personal. Todavía hoy, en mayo de 1914, el hotel Intercontinental y la torre de un banco norteamericano, ambos, de construcción antisísmica, son las únicas siluetas incólumes en medio de esa desolación arquitectónica.La brusca eliminación del núcleo comercial y bancario ha convertido a Managua en una mera amalgama de barrios. León y Granada, donde también estuve, tienen, a pesar de no contar con tantos habitantes, una estructura más evidente de ciudad. Es cierto que Managua es una ciudad sin centro, pero no es menos cierto que el verdadero centro de Managua es la revolución. Ahí está el Gobierno, ahí tienen lugar las grandes concentraciones, ahí se produjo el histórico error de Juan Pablo II, ahí se publican los tres diarios de audiencia nacional (Barricada, Nuevo Diario y La Prensa, dirigidos cada uno de ellos por un miembro de la familia Chamorro), que cubren todo el espacio político, desde la extrema izquierda a la extrema derecha.

Managua no parece una ciudad en guerra. Hay algunos controles en el aeropuerto y en las carreteras de acceso, pero casi ninguno en la ciudad misma. Es claro que los habitantes de Managua son conscientes de que el verdadero conflicto está en el norte, en la frontera con Honduras, donde la presión y el hostigamiento norteamericano asumen todas las formas posibles. Saben también que Edén Pastora (con sus vacilaciones y contradicciones, con su fragilidad ideológica, con su afán de publicidad y de protagonismo) no es enemigo de cuidado. El enemigo de cuidado ni siquiera es Honduras, sino concretamente Estados Unidos, que ha provisto de armas sofisticadas a los ex miembros de la siniestra Guardia Nacional somocista y ha situado 600 minas en puertos de Nicaragua.

Hay dos elementos que confluyen en la aparente calma. Por una parte, los nicaragüenses conocen desde hace varios lustros lo que es vivir en guerra permanente. En este sentido, su actitud tiene alguna semejanza con la de los vietnamitas: la guerra siempre ha sido para ellos un ingrediente de lo cotidiano. Por otra, tienen amarga experiencia de la agresividad y la arrogancia de Estados Unidos. Desde William Walker, el filibustero norteamericano que llegó a ser presidente de Nicaragua, los nicas han perdido la cuenta de las invasiones sufridas. Con el menor pretexto, y a veces sin él, los marines llegaban y se instalaban por meses o por años. De ahí el prestigio enorme de Sandino, que: consiguió expulsarlos del territorio nacional. Nicaragua, con su algodón, su fruta (en ningún otro sitio he probado naranjas, mangos, papayas y pomelos tan deliciosos como los de aquí), y sobre todo su situación estratégica en América Central, ha sido codiciada por los norteamericanos como ningún otro país de la región. Y el nicaragüense tiene cabal conciencia de los arrebatos que puede alcanzar esa codicia. Sabe también que el asesinato de Sandino, un héroe casi mítico, fue planificado y decidido por el embajador norteamericano de la época. No son, pues, los mejores antecedentes para que el pueblo nica hoy sienta amor por su gigantesco y presuntuoso vecino.

Es evidente que Reagan y su equipo no tienen el menor interés en que esos sentimientos cambien. No reclaman ni otorgan comprensión, simplemente exigen sometimiento, algo imposible de pedir a los nicas, luchadores de raza. Satanizan el comunismo de Nicaragua, pero saben mejor que nadie que éste es uno

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de los países más católicos de América Latina y que la revolución sandinista tuvo siempre un inocultable ingrediente cristiano. No sólo hay tres ministros que son sacerdotes, la mayoría de los dirigentes de la revolución son católicos practicantes de comunión y misas dominicales y con hijos bautizados. Por eso todavía hoy el país no ha salido de su estupor ante la visita papel del año pasado. Si, uno habla con la gente de pueblo se entera de que había gran expectativa ante la presencia en Nicaragua de Juan Pablo II.

Para el campesino nicaragüense, que durante tantos años ha sufrido en su carne la represión y la injusticia, era inimaginable que el vicario de Cristo no estuviera del lado de los pobres (aunque éstos fueran revolucionarios y cristianos), con los hombres y mujeres que habían derribado a Somoza, y era menos imaginable aún que se negara a decir una oración por los muchachos caídos en la lucha fronteriza contra los ex guardias de Somoza. Ésa es la huella que la visita del Papa dejó en un nivel popular, y es una herida que costará cicatrizar. Desde entonces hasta ahora la Iglesia popular se ha afirmado y crecido. Cuando ella o el obispo Obando hablan de Cristo parece que se refirieran a dos personajes distintos, pero si alguien tiene la paciencia de recurrir al texto bíblico encontrará tal vez qué el Jesús humilde de los nicas está más cerca del evangelio que el suntuoso Jesús de Obando.

Cuando el semisecuestro del obispo norteamericano Salvador SchIaefer por los contras, transformado luego por las transnacionales de la. información en una clamorosa marcha del prelado con algunos indios miskitos hacia Honduras, los teletipos del mundo repiquetearon felices con esa aparente deserción que le venía de perillas a Estados Unidos. Hoy, esos mismos canales informativos no consideran como noticia destacada que el obispo SchIaefer esté de regreso en Nicaragua y se haya reintegrado normalmente a sus funciones religiosas en la costa atlántica.

He observado en los nicas una asombrosa y tranquila firmeza. Salvo algún burgués de alto vuelo nadie quiere irse (hay varios vuelos semanales a Miami y no existen restricciones para la salida). La invasión es un riesgo que se considera altamente posible, pero es notorio que la intención individual o colectiva no es correr a ponerse a salvo fuera de fronteras. Hay preocupación, pero no hay miedo. Todos quieren estar aquí si se produce la abusiva agresión. En el vuelo de Panamá a Managua viajé con un joven nica que había estado becado durante unos meses en Brasil para especializarse en administración de transportes, y estaba ansioso por llegar, porque "en estos momentos tan difíciles hay que estar en Nicaragua".

Mientras tanto, la vida del país se desarrolla con normalidad aun en el plano cultural. La editorial Nueva Nicaragua sigue editando su centenar de títulos por año, los poetas siguen produciendo con un excelente nivel (el comandante Tomás Borge, ministro del Interior, se lamenta de que la exportación de poesía no genere divisas). Y sobre toda otra prioridad que no sea la defensa, la revolución lucha a brazo partido con el subdesarrollo para disminuir la pobreza heredada.

En la playa Poneloya, cerca de León, alguien señala a un hombre joven que juega al béisbol en la arena con unos adolescentes: "Es el viceministro del Interior". Verdaderamente hay que tener mucha costumbre de estar en guerra para que la constante presión del enemigo no desbarate el sencillo goce de la vida.

"Si la patria es pequeña / uno grande la sueña", escribió Rubén Darío. Por el contrario, los norteamericanos, que en tantos aspectos crean, reproducen y ostentan lo extraordinario, lo monumental, lo gigantesco, y por supuesto tienen una patria (demasiado) grande, deberían aprender a soñarla más pequeña, más modesta, más a escala del hombre, y no del robot. Nunca han sido especialmente altruistas, pero quizá hoy estén padeciendo la más grave crisis de generosidad de toda su historia. Que no invadan Nicaragua. ¿No queda en Estados Unidos ningún ser sensato e influyente que pueda convencer a Reagan de que no incurra en ese delirio? La libertad se ha convertido para los norteamericanos en una estatua inerte, inmóvil, gigantesca, pero deudora; retórica, pero inútil. Si Reagan llega a consumar esa ignominia que cada día parece más cercana no es descartable que aun esa libertad inerte, inmóvil, mentirosa y trivial se quede sin antorcha.

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