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Razón y modernidad

La posmodernidad, un concepto que nació hace años y que ahora se adopta como patente de movimientos y posturas diversos, se define como la pérdida de la fe en la razón, según el articulista, que tercia en la polémica sobre el tema y asegura que ese concepto está mal planteado. Según él, no se puede ser posmoderno, sino en gracia de una declaración fideísta y en un acto de soberana petulancia.

En el concepto de posmodernidad, que tiene cada vez más patente de circulación, están involucrados los conceptos mismos de razón y de uso de razón y, en consecuencia, discutir del primero implica necesariamente una toma de posición sobre los últimos. La posmodernidad se define como la pérdida de la fe en la razón, lo que parece entrañar, en principio, una contradicción, enunciada de esta forma. ¿Se puede, en efecto, lógicamente tener fe -que es de suyo una operación arracional- en ese instrumento que denominamos razón?Excluyendo la contradictoriedad, a la razón sólo cabe usarla razonablemente, salvo que, sin saberlo, se esté marginando de ella y se siga impropiamente hablando en nombre de la razón. Ciertamente en nombre de la razón el cúmulo de actuaciones irracionales es infinito.

En cualquier caso, el enunciado fe en la razón está mal planteado. Cabe la fe -como acto de creencia, sin deducción, evidencia ni inferencia- en todo caso en las posibilidades de la razón, y éstas, naturalmente, pueden situarse donde queramos, incluso más allá de lo que en un contexto dado el uso de la razón permite vislumbrar.

Las posibilidades de predicción, cuando se inspiran en la racionalidad, cuando no son mero ejercicio, por lo demás legítimo, de prospección fantástica, son limitadas, y todo lo que sea extender la prospectiva más allá de lo que la razón permite en un momento concreto bascula hacia algo así como la ficción científica. Pero la ficción científica, cuando menos, se declara paladinamente como tal, no persigue otra finalidad que jugar a usar de la razón y a usarla -una licencia poética como cualquiera otra- ad libitúm y, por tanto, a sabiendas de que, cuando se ha traspasado el límite de lo razonable, autor y lector son cómplices de haber penetrado en un universo en el que no rigen las reglas de la razón. No tiene sentido, pues, tener fe -o no tenerla- en la razón, sino en las posibilidades de la razón, las cuales naturalmente están situadas en un futuro de incertidumbre.

El uso de la razón en Galileo

Con todo lo que a la razón debe el hombre -entre otras cosas ser lo que es, es decir, ser hombre-, la razón no es más que un instrumento que añadir a sus manos, o a sus pies, o a sus órganos de los sentidos, y sus posibilidades vienen dadas por el contexto en que se aplica, contexto que a su vez la razón misma contribuye a elaborar. Mientras el uso de la razón en el contexto de Galileo dio de sí para situar el Sol como centro del universo, ese instrumento, siglos después, en el contexto actual, que la razón elaboró con posterioridad, sitúa el universo como infinito.

Pero de la misma manera que creer en las posibilidades de la razón más allá de su capacidad instrumental en el contexto histórico en que se usa es una forma de ficción, también la certidumbre fideísta en la quiebra de la razón lo es igualmente. Se trata de una cuestión análoga a la del teísta frente al antiteísta: el primero, con su fe en Dios; el segundo, con su fe en la inexistencia de Dios. ¿Sabe alguien lo que la razón puede dar de sí en sus futuros contextos? ¿Se puede dar por sentado, esto es, presuponer la quiebra de la razón ya, como si ésta hubiese alcanzado definitivamente el límite de sus posibilidades? ¿Quién es apto para proclamarse sabedor del futuro por lo que al uso de la razón concierne?

Un acto de soberana petulancia

No se puede, pues, ser posmoderno, sino en gracia de una declaración fideísta y en un acto de soberana petulancia. Es más: el fideísmo es la característica de la premodernidad. Añadiría, además, que, como colectivo, ni siquiera estamos sociohistóricamente en la modernidad. Distingamos dos categorías que en ocasiones s e utilizan como sinónimas: modernidad y contemporaneidad. No todos los hombres de hoy, contemporáneos de cuanto acontece en ciencia, pensamiento o arte, pueden ser denominados modernos.

No aludo ahora a que hayamos de considerar contemporáneos nuestros sujetos de nuestra misma especie que subsisten en el neolítico.

Tampoco el uso por una mayoría de artefactos científicotécnicos garantiza la modernidad -el estar à la page- de sus usuarios. En otro orden de cosas, ¿qué analogías poseen con la modernidad contemporáneos que nos ma ndan, un Reagan, un Chernenko, por citar a dos personajes que indiscutiblemente representan nuestra contemporaneidad?

La modernidad es una actitud intelectual que nada tiene que ver con la posesión, meramente usuaria, de artefactos de hoy, como una colección de arte de un banquero no garantiza su actitud estética, que alquila muchas veces a su asesor en artes plásficas, mientras el se limita a colocar el monto económico exigido para la adquisición. Ni tampoco con el político que controla el aparato del poder y lo precisa en la medida, justamente, en que se reconoce anacrónico y desvinculado en aquellos a quienes manda.

No conozco definición mejor del hombre moderno que la que ofreció Oskar Kokoschka: la de alguien "condenado a recrear su propio universo". Kokosclika aludía, naturalmente, al replantearse eso que ahora se reclama muy po-. cas veces y que se denominó "visión del mundo", "concepción del niundo" (Weltanschauung): la conciencia de que el hombre'de hoy ha de darse a sí mismo su mundo -sus valores éticos y estéticos, su imagen del hombre, de sí y del otro-, de que no valen prestadas concepciones del mundo ofrecidas desde el argumento ad hominem del científico prestigioso o del artista genial, ni mucho menos desde argumentos de autoridad procedentes de doctrinarismos políticos, religiosos o filosóficos.

El hombre moderno repiensa los parámetros de su acción y de su preacción, esto es, de su pensamiento; cuestiona actitudes aprendidas y las desasume, incluso para reasumirlas con posterioridad; está decididamente en contra de la aceptación mimética de tesis referidas a nuestra posición en el mundo, no en tanto organismos biológicos de la especie humana, sino en tanto sujetos irrepetibles cuya individuación deriva de la inevitable y no buscada singularidad. Dicho con otras palabras, el hombre moderno se rebela frente al hecho de que, siendo único, se le fuerce a la homogeneización con los demás: es el antigregario par excellence, no en el sentido de la insolidaridad, sino en el de la creatividad.

Esta extrema relativización, que comporta la concepción singularizada del mundo por el hombre moderno, no representa la quiebra de la razón en manera alguna. Contrariamente, pregona la construcción del mundo desde la razón, desde cada razón.

Ese mundo que tiene que ver poco con su materialidad, con su fisicalídad, que tiene mucho más de imaginario o, si se quiere, de mental, y que se edifica por cada cual y perece, evidentemente, con cada cual. Todo lo más, cada uno, al morir, deja, si puede, lo que constituyó su aportación objetivada a ese mundo, es decir, su obra: en cualquier caso, una mínima parte de él. El hombre moderno escribe a diario, mentalmente al menos, la Crítica de la Razón Propia.

Situarse en la modernidad es condenarse a la soledad del propio universo, vivir las exigencias y requerimientos sociales como formalidad. La servidumbre de la modernidad viene marcada por la capacidad de tolerancia a la soledad.

Al fin y a la postre, la modernidad se inició en el siglo XVIII, cuando unos hombres de valor se atrevieron a prescindir de la gran compañía que hasta entonces había significado para el hombre la invención de Dios.

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