Patrimonio: a la impotencia por la prepotencia
Como suele suceder, da la sensación de que este artículo pudiera comenzar de una manera semejante a como se iniciaba otro -naturalmente, más brillante- de José Ortega y Gasset. Trataba el filósofo de las elecciones españolas en la época caciquil y trazaba una comparación a caballo entre lo literario y lo erótico. "Si viéramos", escribió, llegar a nosotros una mujer convulso el aliento, las greñas al aire y clamando que había sido en el vecino monte violada propenderíamos a creerla, pero si la escena se repite comenzaremos a sospechar de su virtud".Ortega y Gasset utilizaba esta parábola para explicar que, si tan repetidamente se producían fraudes en las elecciones españolas, ello era debido a que algo de más enjundia que la pura existencia de trampas circunstanciales estaba sucediendo en el país.
El caciquismo -decía- venía a ser un estado general de la vida política y social que tenía como consecuencia indefectible que la corrupción electoral fuese sistemática. No tenía sentido lamentarse de un caso concreto, sino acudir a soluciones drásticas, infinitamente más profundas.
Algo parecido puede suceder ahora, dentro de poco, con la nueva legislación sobre patrimonio histórico y artístico que, propuesta por el Gobierno, va a ser discutida próximamente en las Cortes. Cuando se hizo público que el Gobierno había aprobado en Consejo de Ministros tal disposición, Francisco Calvo Serraller apuntó en estas mismas páginas que la viabilidad y el carácter positivo de la legislación dependerían de un equilibrio entre el intervencionismo estatal y las disposiciones de fomento de la iniciativa social. Lo cierto es, sin embargo, que, al leer el proyecto publicado en el Boletín Oficial de las Cortes, uno encuentra un claro exceso del primero.
En principio puede pensarse que al Estado no le puede corresponder en ningún caso una función de espectador en materia como ésta. De ahí, sin embargo, a creer posible un Estado omnipotente y omnisciente, controlador de todo, hasta la nimiedad, hay un abismo. En esta materia, una prepotencia estatal acabará en la impotencia: de tener todas las competencias y hasta el más alto grado, el Estado pasará a que prácticamente no podrá ejercer ninguna.
Categorías de objetos
Pongamos algún ejemplo de esta megalomaniaca prepotencia estatal, tal como se plantea en el proyecto de ley. Es evidente que en los bienes que forman el patrimonio histórico y artístico hay varias categorías, y que esta división ha de traducirse, lógicamente, en un diferente grado de intervención estatal sobre ellos: no es lo mismo Las Meninas, un escudo nobiliario del siglo XVI y unas vinajeras de 1884. Pues bien, cuando lo lógico sería que existieran tres categorías de bienes dignos de ser protegidos, en la ley se hacen aparecer tan sólo dos, de las cuales la que corresponde a los bienes de menos importancia recibe una extensión desmesurada y una aun más excesiva intervención del Estado.
Está bien, por supuesto, que existan unos "bienes de interés cultural", de suprema importancia, respecto de los cuales el Estado intervenga de forma total. Pero lo que no tiene sentido es pretender, además, una intervención total respecto del resto sin discriminar la importancia, la calidad e incluso la capacidad del que tiene que intervenir. De acuerdo con el proyecto de ley, resulta que forman parte del patrimonio artístico español todos los bienes muebles (cuadros, objetos, etcétera) de más de 100 años, y que el propietario tiene la obligación de comunicar a la Administración su existencia, dejarlo estudiar, inspeccionarlo y comunicar su venta caso de producirse. Por supuesto, es lógico que el Estado tome estas cautelas en el caso de un número elevado de bienes (un Rosales o una pieza escultórica del siglo XVI), pero no tiene ni pies ni cabeza que eso valga también para todos los objetos de más de 100 años. En el caso de los libros y del patrimonio documental la disposición se manifiesta más megalomaniaca: se debe comunicar al Estado la existencia de todos los libros de más de 100 años.
Queda, finalmente, el patrimonio documental. Según el proyecto de ley, formarán parte del patrimonio documental los documentos producidos por todo tipo de entidades, incluso las políticas, 50 años después de haber sido escritos, y los de carácter privado, sean personales o colectivos, al transcurrir 75 años.
Uno puede imaginar el futuro del patrimonio histórico y artístico español después de esta ley. Siempre resulta difícil qué quiere decir un ministro del actual Gobierno cuando afirma que está haciendo "leyes progresistas", como en este caso ha dicho Javier Solana. Parece que lo que ha querido decir es que el patrimonio histórico y artístico quedará mejor y más eficientemente protegido. Y, en efecto, es posible soñar en una especie de hormiguero industrioso de burócratas afanados en conservar hasta la piececilla más humilde tocada por la historia.
Ley no cumplible
Pero pregúntese a cualquier anticuario, archivero, conservador de museo, coleccionista o bibliotecario. Con toda seguridad, lo imaginado será muy otro. O bien la Administración intenta llevar a cabo todo lo que figura en la ley -y entonces se verá anegada en el papel, sin por ello controlar nada- o bien se contribuirá, una vez más, a la desmoralización nacional mediante una ley que no se cumple.
A base de querer controlar todos los cuadros y libros de más de 100 años, no se hará sino dejar de controlar los que merezcan verdaderamente el control, y por el procedimiento de querer intervenir todos los archivos se conseguirá que más de uno se destruya irrecuperablemente.
Todo eso tiene solución. Basta con que el Gobierno introduzca, junto a los bienes de interés cultural más relevante, otros en que el control no sea tan estricto, porque ni es necesario ni posible, y un tercero, más genérico, respecto del cual la intervención estatal sea mínima: el comercio de la mayoría de las sillas, por muy centenarias que sean, no requiere las mismas exquisiteces que el de cuadros de Goya.
Este cambio no es hacer la ley menos progresista, sino, simplemente, más realista. Si el Gobierno, ante una lógica presión social y política, ha introducido el 1% cultural, ¿por qué no hacer cambios en esta materia?
A fin de cuentas, los más beneficiados serían los primeros que apliquen la nueva ley de Patrimonio. Si estos cambios no se producen, yo auguro a la ley, al ministro de Cultura y al director general de Bellas Artes el mismo destino que a la gentil Cunegunda de Cándido, citada por Ortega: que, como decía éste, "cuantas veces la ocasión se presente, quedarán indefectiblemente violados".
Babelia
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