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Tribuna
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Un Goya deslumbrante y una historia inmortal

No creo que tengamos una oportunidad mejor que ésta, en la que se nos ofrece un selecto conjunto de pinturas restauradas de los fondos de la Fundación Santamarca (Sala de Exposiciones del Banco Exterior. Paseo de la Castellana, 32, Madrid, Febrero-marzo de 1984), para meditar sobre el sentido del coleccionismo artístico como instrumento para el enriquecimiento del patrimonio de la nación. En el siglo pasado, que fue cuando se inició el sistemático despojo de nuestras riquezas artísticas, bien a través de botines de guerra, bien a través de la acción impune de agentes comerciales, tan sólo unos pocos burgueses españoles contrariaron este flujo exportador, que amenazaba con la total dispersión internacional de nuestras obras maestras, creando ellos mismos colecciones que no sólo sirvieron de eventuales diques de contención, sino también, en algún caso excepcional, hasta de puntos de absorción de importantes piezas que había fuera de nuestras fronteras.Bartolomé de Santamarca, célebre banquero de la época isabelina, fue uno de estos rarísimos mecenas de nuestro país, en el que el desprecio por lo artístico ha sido desgraciadamente el único punto de acuerdo entre las distintas clases sociales y las diferentes ideologías políticas, como puede apreciar quien eche una ojeada a nuestra historia contemporánea. ¿Qué vamos a decir si el principal agente destructor ha sido el Estado, cuyas felonías, por acción u omisión, han constituido el peor ejemplo imaginable para los ciudadanos? En el caso que nos ocupa, sin embargo, tenemos que dar cuenta de una excepción consoladora: la de quien atesoró un legado artístico muy notable, cuya conservación nos ha permitido poder contemplar, un siglo después, una parte de esta valiosísima colección, casi olvidada.

El boato y la piedad

Corilo un nuevo Scrovegni, Bartolorné de Santamarca quiso conciliar el boato y la piedad, que es el colmo de la ambición, pues apunta a la conquista simultánea de la tierra y el cielo. No hay pruebas objetivas de que alguien haya alcanzado tan descomunal meta; pero mientras esperamos que algún día nos sea revelado tan arcano misterio, podemos recrearnos en las huellas que fue dejando este banquero andaluz en pos de su peculiar camine, de perfección. Ennoblecido con un. título pontificio, Santamarca supo expiar su fortuna personal, prodigando el derroche suntuario allí donde se da sin inmediatamente recibir algo a cambio: la religión y el arte, el puro gasto gratuito. ¿No es acaso sigilo de la providencia que, al cabo del tiempo, sea recordado por la fundación de una institución benéfico-religiosa, que, además, ha sido la responsable de tutelar su estupenda colección artística?

Sea cual sea su actual destino de ultratumba, Santamarca debe la inmortalidad aquí en la tierra a la religión y el arte, quizá sus únicas inversiones no rentables. Entre tanto cálculo mezquino, esta paradoja incita a la reflexión: "Con usura no hay quien tenga un paraíso pintado en el muro de su iglesia...". Según Pérez Sánchez, que ha estudiado la cuestión, el legado artístico del financiero Santamarca se cifra en 207 cuadros, sin incluir en el inventario ni grabados ni tapices. De este rico fondo, que hasta ahora había permanecido como un tesoro escondido, proceden las 36 pinturas expuestas en las salas del Banco Exterior, cuya fundación, renovando el noble gesto de su ancestro, ha financiado, además, los gastos de su restauración. ¿Habrá alguien que asuma el completar tan ejemplar tarea y provea los medios necesarios para la contemplación permanente de este pequeño museo, que se convertiría en el más grande monumento a la memoria del banquero, entonces definitivamente inmortalizado?

Seis maravillosos lienzos

No sé cómo serán, ni cómo estarán, las restantes piezas de la colección Santamarca, pero lo exhibido en esta ocasión es de una calidad escalofriante. Piénsese en los seis maravillosos lienzos de Goya, que los especialistas datan entre 1777 y 1784; una deslumbrante serie del mejor costumbrismo del pintor aragonés, tan próximo aquí a Hogart, genial intérprete, asimismo, de las escenas populares y excelente retratista de niños, pero pictóricamente menos dotado que nuestro artista, cuya frescura de pinceladas sueltas y valientes, y cuyo delicadísimo sentido del matiz cromático no tienen parangón, como podemos apreciar ahora a conciencia con esta preciosa media docena de cuadritos recién limpiados.

El otro punto fuerte son los cuatro paisajes monumentales de Jenaro Pérez Villaamil, sin duda los mejores entre los que he podido ver de este pintor romántico. Desde el manierista flamenco Frans Francken Il hasta los tablotines de género de Ángel Lizcano, último rescoldo goyesco en el fin de siglo, el resto de lo que ha sido seleccionado no va cualitativamente a la zaga. ¿Cómo iba a ser de otra manera si se cuenta con obras de Collantes, Antolínez, Mateo Cerezo y Luca Giordano, entre otros nombres singulares, y sin olvidarnos de los magníficos anónimos italianos? Por lo demás, el diseño del montaje, a cargo de Francisco García de Paredes, constituye un alarde de ingenio, que hace viable como sala de exposición hasta este espacio improbable, que así aguanta casi todo, menos -naturalmente- el Antolínez, cuadro de altar atrapado en una caja de zapatos. Todos los que han intervenido en esta iniciativa ejemplar pueden estar orgullosos, pero, sobre todo, el Banco Exterior.

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