El diálogo y el rodillo
EN LAS últimas semanas se ha producido un grado de conflictividad social que no se registraba desde hace años. Quizá desde la primera etapa de la transición política no habían coincidido tantos elementos sociales, divergentes entre sí -empresarios de las patronales, comerciantes y empresarios autónomos, trabajadores afectados por la negociación de sus convenios o implicados en la reconversión industrial-, en la crítica a la política general del Gobierno. Y nunca había habido tanta tensión en la calle durante el año largo de gestión socialista.Hace menos de un mes, en dos convocatorias diferentes, alrededor de 4.000 empresarios se concentraron en Madrid para expresar su radical divergencia con la política económica del Gobierno -y más concretamente con su política financiera-, ya que las restricciones monetarias puestas en práctica en este ejercicio estrangularían, según ellos, a decenas de empresas necesitadas de la liquidez cotidiana para sobrevivir. En estas manifestaciones había un elemento espúreo a la confrontación con el Gobierno: los intereses electorales que en aquel momento se jugaban para suceder a Carlos Ferrer Salat en la presidencia de la cúpula patronal. Las manifestaciones patronales significaron la ruptura, tras un año de silencio y de indecisión, con la línea económica marcada por el Gobierno.
Hace dos días, más de 10.000 comerciantes se reunían en el Palacio de Deportes de Madrid y descendían a casos concretos de la política económica de altura -los impuestos, la ley del comercio, la competencia desleal- para acumular nuevas críticas al Ejecutivo. Este movimiento incipiente de pequeños empresarios, manejado desde algunos centros de opinión con posiciones ideológicas y poujadistas, tuvo su principal substrato en la creciente inseguridad ciudadana y apuntó, de soslayo, un dato relacionado con las anteriores concentraciones empresariales: la falta de representatividad de algunos dirigentes patronales, más empeñados en hacer política pura que en otra cosa.
Por otra parte, desde que hace cuatro semanas se rompieran las negociaciones para llegar a un nuevo pacto social -siguiendo la trayectoria que se inició con los Pactos de la Moncloa y que culminó el pasado año con el Acuerdo Marco Interconfederal-, los sindicatos han comenzado el pulso de los convenios colectivos presionando por subidas salariales superiores a las ofrecidas por sus empresas, en unos casos, y por el mantenimiento del poder adquisitivo, en otros. La postura sindical perjudica las líneas macroeconómicas diseñadas por el Gobierno socialista para hacer frente a la crisis.
La mayor tensión se ha producido en el colectivo de quienes están afectados por la reconversión industrial. Altos Hornos del Mediterráneo, el naval, los aceros especiales, han conocido las manifestaciones más significativas de su historia. La reconversión ha tenido en todos los países un alto coste social. En España, el proceso ha nacido viciado de principio. El grado de negociación entre Gobierno y sindicatos no ha sido todo lo completo que el proceso parecía requerir, y enfrentamientos personales, como los registrados entre un ministro y un sindicalista, terminaron impidiendo que el consenso, logrado a trancas y barrancas, fuera mayor. Así, el decreto-ley de reconversión no abordó los aspectos más conflictivos del problema: el tratamiento de los excedentes de plantilla producto de la reconversión. Han sido estos trabajadores, apoyados por los sindicatos mayoritarios, los que han protagonizado los conflictos de mayor crispación. Al margen de que organizaciones de izquierda marginal hayan aprovechado la natural contestación de estos colectivos, el miedo al paro por las dudosas alternativas de empleo en la reindustrialización ha sido el motor de unas movilizaciones que, cuando menos, han de hacer pensar al equipo del Gobierno sobre la eficacia de los métodos utilizados para llevar a cabo su política.
La UGT reconoce que la reconversión es necesaria, pero sus diferencias con el Gobierno radican en la forma de llevarla a cabo. Tampoco CC OO -al margen de la utilización que del sindicato pueda hacer el PCE- se muestra verbalmente contraria a ponerla en práctica. Pero es verdad que Comisiones Obreras ha desatado una guerra sindical contra el Gobierno en la calle y ha hecho de Sagunto una piedra de toque de esta estrategia. Sin embargo, hacer caer sobre una sola organización la responsabilidad de toda la contestación social, como el propio Gobierno sugiere con sus ataques a los comunistas, tiene el peligro de presentar ante la opinión pública la idea de que esa organización tiene un respaldo popular probablemente superior al que posee.
Por lo demás, las decisiones contestadas no han pasado en muchos casos de las meras intenciones. Independientemente de las razones que justifican el cierre de la cabecera de Sagunto, es difícilmente justificable que durante un año entero se haya mantenido sobre un pueblo la amenaza del cierre y se haya provocado un aumento de la crispación, sin que el cierre se haya llevado a cabo ni las órdenes gubernamentales se cumplan. El poder no puede amenazar en vano. No debe amenazar, pero si lo hace, le debilita no cumplir sus amenazas.
Una política económica de austeridad de tanta envergadura como la actual, o es negociada previamente o es aplicada con resolución basándose en la mayoría parlamentaria. No hacer un uso racional -y sí dubitante de ésta y no acudir a un entendimiento real y profundo con los sindicatos son los mayores errores del Gobierno, sobre todo porque ambas cosas estaban -y están- en su mano. El Gobierno está acusando ahora el esfuerzo de intentar someter a la población trabajadora a unos sacrificios que no ha sabido pactar ni explicar. Sectores del propio partido socialista se muestran absortos ante la política económica del Ejecutivo, y la mala conciencia de éste le lleva a una parálisis extraña, como si faltara la convicción en la política delineada o en las fuerzas para llevarla a cabo, pero faltara también la decisión entonces de revisar verdaderamente esa política.
En este contexto, parece cada vez más evidente la necesidad de reiniciar todo un proceso de negociación y diálogo con los agentes sociales; diálogo que el propio Ejecutivo alentó a su llegada al poder. El Gobierno prometió un contacto continuo con los protagonistas de la vida económica, que sólo en muy contadas ocasiones ha mantenido. Las negociaciones, tal como la situación requiere, han de ser fluidas. Y todos los interlocutores deben asumir que sus propuestas y sus tesis no pueden prevalecer sobre las demás. Ésta es la única salida que tiene Felipe González si no quiere hacer un uso contundente de eso que la derecha llama el rodillo socialista, y que no es ni más ni menos que la mayoría amplia y sólida con que todo gobernante que quiera transformar un país sueña. Será difícil encontrar en el futuro un poder democrático más fuerte que el que el PSOE ha adquirido en las últimas elecciones. Dilapidarlo es una responsabilidad histórica. Y negociar desde él es lo que todo buen gobernante haría.
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