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El fallecimiento del autor de 'Rayuela'

Las palabras, el amor y la revolución

Lo dijo Jorge Guillén -el otro gran desaparecido de nuestros días- en uno de sus recitados casi póstumos: "No es el muerto el que se muere/ se muere quien os cuenta el cuento". La inesperada desaparición de Cortázar me ha traído este recuerdo a la memoria. Hasta hoy, pero precisamente hoy con la irrupción de su muerte, lo he advertido, la obra de Cortázar aparecía como una serie de objetos cambiantes, multicolores, ambiguos y deslumbradores, como una constelación de estrellas yacente en arenas movedizas. El fulgor de sus destellos nunca ocultaba del todo la extraña movilidad de sus concepciones literarias, y la fijeza de las políticas.Cuando Julio Cortázar empezó a escribir parecía surgir perfectamente armado de la cabeza de la Minerva de la literatura universal. Era un joven porteño, aunque nacido en Bruselas, repleto de Cultura, dominador de toda la sabiduría literaria de su tiempo, tan tímido como para ocultar su propio nombre bajo el pseudónimo de "Julio Denis" en su primer libro de poemas Presencia (1939), o de amagar tan solo en algún tema deliberadamente eterno, como el de la mitología de Los reyes (1949), donde en medio de un lujo verbal deslumbrador, se volvía del revés el mito de Ariadna, Teseo y el Minotauro.

A principio de los cincuenta, sin embargo, este afortunado heredero decidió partir, abandonar su patria, y exiliarse de una vez por todas, ante la opresión populista e inexplicable de la dictadura peronista. Cuando llega a París, Julio Cortázar está ya pertrechado hasta el final. Sus primeros libros de relatos, como Bestiario (1951), Final del juego (1956) y Las armas secretas (1959), así como su primera novela Los premios (1960), se adscriben al género de la literatura fantástica, pero teñida siempre de parodia, de ternura y humor. Su exilio de Argentina le instala en el corazón de la cultura universal, aunque siempre en una posición marginal, heterodoxa y excéntrica. Si sus nostalgias van de Rubén Darlo a Pedro Salinas, o de Leopardi a Mallarmé pasando por Keats, ahora prevalece el mundo de la canción, de Atahualpa Yupanqui a Bob Dylan, el del cine, de Godard a Glauber Rocha, el del jazz, el boxeo, el del lenguaje porteño y de arrabal, o el del "happening" y el Colegio de Patafísica.

El misterio de las palabras

Todo esto, que ya se ve en los libros citados, estallaría en mil pedazos en la década de los sesenta, en una serie de libros fundantentales: los relatos de Historias de cronopios y de famas (1962) y de Todos los fuegos el fuego (1966), las novelas Rayuela (1963) y 62. Modelo para armar (1968) y los libros-miscelánea de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round. En esta década, Cortázar triunfa en el mundo entero y al mismo tiempo adquiere su voz propia: una voz rebelde, individualista a ultranza, irónica y tierna, paródica y poética al mismo tiempo, mediante la cual todo resulta ser posible. Si las personas vomitan conejos, ven con terror cómo sus manos se transforman en garras tras cruzar la manga del jersei, o una muchacha puede Ilevar un tigre en sus entrañas, también las novelas se convierten en una especie de objetos mecánicos, montables y desmontables a, placer, y los hombres se metamorfosean en cronopios, en famas, o en sus "paredros" con toda desvergüenza e inocencia a la vez. Rayuela, esa novela-mecano que se reajusta una y mil veces a cada estado de ánimo se convertía de este modo en una especie de biblia de las nuevas generaciones.

Cortázar pasó del esteticismo a cierto realismo, del Olimpo al compromiso. Sus libros misceláneos como La vuelta al día ... o Último round, sus nuevos poemas de Pameos y meopas, y otra novela Libro de Manuel (1973), dieron testimonio de su compromiso político, de su apostolado desenfrentado por todos los movimientos de liberación en América Latina, desde la Cuba de Fidel Castro hasta la Nicaragua sandinista. Este compromiso político se despeñaba en ocasiones, como en su defensa del peronismo final, que en su opinión podía haber sido un paso previo para la revolución en Argentina, o en la estética de Libro de Manuel, inolvidable en sus aspectos lúdicos y eróticos, pero mucho menos eficaz en los políticos.

Pero su lucha ya no le abandonaría hasta el final. En todos sus últimos libros, que en su mayoría recopilan cuentos y relatos, la batalla política del escritor está siempre presente, desde Octaedro (1974) a Deshoras (1983), pasando por Alguien que anda por ahí (1977), Queremos tanto a Glenda (1981) y Un tal Lucas (1982), para desembocar en esta última colección de artículos de Nicaragua, tan violentamente dulce (1984). Pero tal vez el libro más emocionante sea Los autonautas de la cosmopista (1983), una especie de viaje interminable, un canto de amor, un conjunto de estampas, reflexiones y relatos, en los que el escritor, acompañado por su última esposa, Carol Dunlop efectúa un viaje disparatado, desordenado a base de explotar el orden hasta el final, repleto de nostalgia, ternura y parodia cultural, para trazar una increíble, hermosa y rebelde historia de amor. Entre el amor y la revolución, los relatos, estampas, artículos y novelas de Cortázar nos hacían pensar en la fluidez y movilidad de la vida, en el juego como una aventura del conocimiento y en la necesidad de la rebelión y en el oculto e iluminador misterio de las palabras. Ahora los cuentos han dejado de moverse, se han quedado fijos, inmóviles, perfectos, como si fueran el monumento o la lección que siempre se negaron a ser.

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