Lucio Muñoz, la ruptura del esquema
He aquí una de esas exposiciones que nos rompen los esquemas: Lucio Muñoz, reciente premio nacional de Bellas Artes y una de las figuras más destacadas del informalismo español, presenta una amplia selección de sus más recientes grabados. En nuestro país, donde la obra gráfica está absurdamente estancada en la falsa dicotomía de oficio artesanal propio de especialistas y la reproducción mecánica de imágenes pintadas, lo que ha hecho Lucio Muñoz (Galería Juana Mordó, Villanueva, 7, Madrid. Del 5 de febrero al 10 de marzo de 1984) es ciertamente excepcional. Y es así, simplemente, porque, rompiendo con la corriente, ha demostrado que, con la estampación, se puede mantener el más alto nivel de creación artística e incluso se puede llegar a sorprender más y mejor que por otros caminos trillados, considerados mayores.Lucio Muñoz se ha pasado una larga temporada estudiando la técnica del grabado, ha montado su propio taller y una vez que se ha dernostrado dominador del oficio, exactamente para no tener que deperider de él, se ha lanzado a la más fantástica experimentación creadora. Cuando se alcanza ese punto de libertad, lo que hace el artista, poco importa que sea con el baril o el pincel, es crear. La obra resultante despide entonces unos reflejos cautivadores, un aura inequívoca, una fuerza original, que nos sorprende y desconcierta.
Ésta es la sensación que produjeron inmediatamente los primeros grabados de Lucio Muñoz, cuya rara calidad le hizo merecedor del primer Premio Internacional de Grabado, de Arteder'82, gracias a unos soberbios aguafuertes con carborundun. Desde entonces, salvo un par de apariciones esporádicas en Madrid y otra vez, de nuevo, en Bilbao, no se había vuelto a ver nada más de este prometedor proceso, que ahora se exhibe completo, con el tratamiento y las condiciones objetivas que se merece.
¿Cómo contar el principal atractivo de esta etapa artística de Lucio Muñoz? Voy a prescindir de comentar, en cualquier caso, el virtuosismo técnico del que hace gala, valiéndose de toda suerte de modalidades y formas de estampar, entre las que logra hallazgos absolutamente originales, pero no quiero pasar por alto el dato más espectacular: los grandes formatos. La escala empleada es, a tenor de la norma habitual en el grabado, completamente inusual -se trata de planchas enormes, que, además, forman conjuntos de dos y hasta de cuatro unidades pegadas-, pero lo importante aquí no es tanto la cantidad, sino la cualidad de esta desmesura. Al cambiar de escala, en parte se plantean los mismos problemas que ocurren cuando esto mismo se lleva a cabo en pintura, aunque con la variante muy significativa de que el salto aquí, como pasa siempre con el grabado, exige una mayor concentración mental para prever esa vuelta del revés con que la idea se materializa. De manera que, por una parte, hay que pensar las cosas muy bien y poseer un fuerte autocontrol, pero, también, por otra, no ahogar esa espontaneidad, a un pie del abismo, en la que descansa el ser o no ser de la frescura, la única baza con que cuenta el grabador para no caer atrapado en la rutina artesanal.
Lucio Muñoz, los 50 años bien cumplidos, se ha metido en esta complicada aventura con la pasión y las energías de un adolescente, lo cual se nota de forma evidente en las series que expone, llenas de sugerencias y novedades, un auténtico revulsivo para el replanteamiento de su lenguaje maduro. Así, el experto manipulador de maderas broncas, cuya áspera textura era luego suavizada con el licor cristalino de ligeras capas de barniz, se impone ahora el papel como materia prima, lo más delicado, además de cambiar la concepción cromática por sus efectos secantes al recibir el color. ¿Cómo, entonces, no va a tener consecuencias este haberse puesto su propio mundo del revés? Es tan fuerte la apuesta, tan excitante, que uno incluso prescinde de la belleza de los resultados presentes, pensando, sobre estas bases, lo que será capaz de pintar este hombre en el futuro.
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