Un Beagle que una y no divida
LA NUEVA diplomacia del doctor Alfonsín ha dado un importantísimo primer paso hacia el establecimiento de, una forma de pensar y de actuar radical y venturosamente distinta de aquella a la que nos tenía acostumbrados una tras otra junta argentina. El Gobierno de Buenos Aires ha llegado a un principio de acuerdo con el vecino Chile para resolver el antiguo problema del canal de Beagle -brazo de agua que toma su nombre del buque en que exploró la zona Charles Darwin- con una eventual delimitación de las aguas atlánticas al sur de Tierra del Fuego que, según todo parece indicar, reconocerá la nacionalidad chilena de los islotes de Picton, Lennox y Nueva.El gran contencioso territorial entre los países colindantes del cono sur no ha sido, evidentemente, tanto el de la refriega por tres islotes carentes de todo valor estratégico o económico como el de una toma deposición de la máxima importancia para el ulterior dominio de las riquezas del Atlántico austral, querella un tanto desinflada, según las últimas apreciaciones, por las dudas sobre la existencia de yacimientos petrolíferos susceptibles de explotación rentable en aquellas aguas. El contencioso es una historia manipulada secularmente por los sectores más patrioteros de ambos países, aunque singularmente por los argentinos, en la medida en que, parecía Buenos Aires la parte peor librada en aquel diminuto reparto del mundo.
En 1881 Argentina y Chile firmaban un tratado por el que él segundo país obtenía la jurisdicción sobre el estrecho de Magallanes y la mitad occidental de Tierra del Fuego, a cambio, según parece de la renuncia chilena a toda reivindicación de la Patagonia argentina, pero arrojando alguna duda en cuanto a la nacionalidad de los tres islotes situados en el canal de Beagle. El tratado en el último párrafo de su artículo tercero establecía que serían chilenos todos los territorios al sur del canal hasta el Cabo de Hornos y al oeste de Tierra del Fuego, lo que, contemplando el mapa, parecía otorgar la nacionalidad chilena a los tres mojones en disputa, si se consideraba que el canal desembocaba en el Atlántico por su ramal principal al norte, y en cambio, se los daba a Argentina si se optaba por un sucedáneo ramal sur. En un protocolo adicional de 1893 se especificaba que Chile no podría pretender punto alguno de dominación territorial hacia el Atlántico ni Argentina hacía el Pacífico, completando, así, el llamado reparto de los dos océanos. Pero, tampoco, entonces había forma humana de establecer donde acababa el Pacífico ni donde empezaba el Atlántico, o, al menos, los mapas de los países respectivos no parecían hablar de los mismos océanos al emplear aquellas denominaciones.El patriotismo argentino, por su parte, que ya se dolía desde hacía medio siglo de la cicatriz de las Malvinas, acunaba pronto la teoría de que el canal no discurría por lo que podríamos llamar su brazo principal sino que viraba hacia el sur. En 1902 Chile y Argentina, admiradores de la potencia colonial británica, entonces emperatriz del planeta, acordaban someter cualquier diferencia sobre ésta u otras cuestiones bilaterales al arbitraje de la corona inglesa. Más o menos soñoliento el tema durante varias décadas, aunque no sin las periódicas sacudidas del honor argentino agraviado y el silencio preocupado pero satisfecho de los gobernantes de Santiago, en 1971 el presidente constitucional chileno Salvador Allende y el presidente golpista general Alejandro Lanusse desempolvaban el acuerdo de principios de siglo para solicitar la intervención británica y la del Tribunal Internacional de La Haya. El alto tribunal, presidido por el británico sir Gerald Fitzmaurice, emitía un fallo de 152 folios en mayo de 1977, dictaminando que las islas eran chilenas, ante lo que en enero siguiente Argentina rechazaba el arbitraje al que voluntariamente se había sometido. Finalmente, solicitada la mediación del Vaticano, Juan Pablo II daba a conocer a las partes interesadas sus propuestas para resolver el conflicto en diciembre de 1980, inclinándose en lo fundamental hacia las tesis chilenas, sin que ello provocara en Buenos Aires más que un silencio embarazado y la negativa tácita a acatar aquellas provisiones.
El realismo del presidente Alfonsín permitirá ahora, según todas las expectativas, restablecer un clima de paz en Tierra del Fuego renunciando a la soberanía de unos islotes sobre los que Argentina, a diferencia de lo que ocurre en el caso Malvinas, posee dudosos títulos, y que jamás ha ocupado civil o militarmente. Hay que observar, por otra parte, sobre la posición chilena que, si bien la prudencia y el acierto diplomáticos no son, necesariamente, monopolio de las democracias, la dictadura militar no ha tenido que esforzarse, durante los once años que corren de pinochetismo, en hacer gala de moderación aceptando arbitrajes reales y augustas mediaciones, porque resultaba la parte gananciosa en el negocio. Por el contrario, Raúl Alfonsín tendrá que hacer frente ahora a la crítica tan interesada como mostrenca de los mismos que libraron y perdieron la guerra de las Malvinas, poniendo el grito en el cielo de la patria supuestamente ultrajada. De la misma prudente entereza con que encara el problema de la retribución jurídica a los salvajes desmanes de los militares durante la última dictadura, cabe esperar la energía y la claridad de ideas para llevar adelante sus proyectos sin ceder a presiones ni sentimientos cínicamente aventados.
La disputa del Beagle, con el creciente furor de las naciones marítimas por extender la zona económica de sus aguas territoriales a las 200 millas, tiene contemporáneamente una indudable proyección antártica que le sionaría los intereses materiales argentinos, tanto o más que si hubiera petróleo en la plataforma continental del extremo sur americano. Pero no es imposible que en una futura y pacífica concordia con Chile haya margen para acuerdos de explotación conjunta de un mar, intangible meridiano entre los dos océanos, que satisfaga a ambos países, miembros de la comunidad latinoamericana de naciones.
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