'Don Carlos': cada cosa en su tiempo y en su sitio
La decisión de prohibir el montaje de la ópera Don Carlos en el propio monasterio de El Escorial ha provocado reacciones encontradas, protagonizadas por historiadores y musicólogos, además de los propios promotores de esta controvertida idea de convertir El Escorial en escenario de la obra de Verdi. En este artículo se buscan las razones por las que la autora cree que cada cosa debe hacerse en su tiempo y en su sitio.
En estos días se discute la resolución por parte del Consejo del Patrimonio Nacional de no permitir en el patio de los Reyes, del monasterio de El Escorial, la representación de Don Carlo, de Verdi, o de rectificar la misma. Ya se ha establecido una confrontación de opiniones entre quienes aluden a procedimientos inquisitoriales de nuestra derecha tradicional y los que se refieren a injurias a la realeza por parte de "una España cretina".Convendría matizar un poco lo que puede significar volver a la famosa leyenda negra, en la que ya no cree en serio ninguna persona medianamente culta, e intentar poner cada cuestión en su lugar y tiempo. Tuve el honor de llevar una comunicación, en el verano de 1969, al II Congreso Internacional de Estudios Verdianos, y defenderla en el instituto de sus estudios, en Parma, entonces dirigido por el maestro Mario Medici. El Instituto de Estudios Verdianos dedicó ese año su monografía al tema del Don Carlo (que, según es sabido, en italiano carece de ese final) y abrevié, por supuesto, ante mis oyentes -un extenso trabajo, publicado luego en las Atti del II Congresso, Parma, 1971. Al haber estudiado el tema con bastante interés, me permito hacer ahora algunas precisiones, por si sirven de algo.
España ha tenido la fortuna de crear paradigmas y mitos tan atractivos y singulares como los del Cid, Lazarillo, la Celestina, Don Juan y Don Quijote. Menos el primero, los demás son criaturas o criaturas de ficción, pero de tan honda corporeidad universal que, dados ciertos ingredientes o datos, los reconocemos como seres cuasi vivos. Como en el Cid, lo curioso ha sido que, sobre la base real de un personaje histórico, el príncipe Don Carlos (1541-1568), se creó una leyenda que dio lugar a otro personaje más de ficción, mítico, nada parecido al desdichado hijo de Felipe II, y todavía en nuestros días ha sido objeto de tratamiento literario. Salvador de Madariaga escribió un poema dramático, titulado Don Carlos; el escritor Segundo Serrano Poncela, muerto no hace mucho, hizo, sobre un episodio histórico del príncipe, su obra El hombre de la cruz verde, de la que se realizó una película, El segundo poder (1976); Luis de Torres-Quevedo es autor de un drama, El hijo del rey (1952), y sobre el mismo asunto han publicado textos Manuel Fernández Álvarez (Salamanca, 1970) y Carlos Muñiz (Madrid, 1974), obras que han sido representadas. La de Muñiz, Tragicomedia del serenísimo príncipe Don Carlos, la vi en noviembre de 1980, escenificada en el Centro Cultural de la Villa de Madrid. Sin pretensiones de agotar las citas, quiero decir que el tema literario está vivo hasta nuestro tiempo.
Indudablemente que el despotismo y la intolerancia de Felipe II (1527-1598), como se lee en la Maison du Roi, de la bellísima Grand-Place, de Bruselas, su exagerado mutismo de burócrata, según advierte Marañón en su Antonio Pérez, y la cuestión de Flandes, atizada por encontrados intereses políticos de aquel tiempo, condicionaron el nacimiento de la leyenda negra, en rigor incierta. Conste que no me rasgo las vestiduras como las vestales antiguas, porque también los que perdimos la guerra civil aguantamos hasta hoy mismo la leyenda roja, y a los pacíficos que no renegamos de nada y asumimos como españoles aciertos y errores de nuestro pasado (gústenos o no) todavía nos sobrecoge el miedo a afirmar que no somos de derechas, que hemos aguantado un régimen ingrato y de infelice recordación, con todo el respeto debido a sus nostálgicos, algunos de los cuales nos amenazan todavía si nos descuidamos al hablar o escribir.
Las muertes de Egmont y Hornes, en 1568, coinciden con las de Don Carlos y la delicada Isabel de Valois (1546-1568), coetánea casi del príncipe, muertos los cuatro el mismo año; es cierto que Montigny (hermano de Hornes) fue estrangulado en Simancas, pero en 1570. Toda esta levadura histórica creó en la Europa del siglo XVI una cantidad de documentos y libelos cuya cita es de tal magnitud que me he perdido en la inmensidad de su floresta al trabajar en el tema.
Al lado de los textos históricos de autores franceses e italianos, que partían de La apología, de Guillermo de Orange (1533-1584), a cuya cabeza puso precio Felipe II, se fue creando un Don Carlos ente de ficción, un Felipe II, un duque de Alba, una princesa de Éboli -la mujer fatal-, un Ruy Gómez de Silva (su esposo), un cardenal Espinosa, y un marqués de Poza, por entero imaginarios. Y de la misma manera que hay en literatura un Don Juan francés, un Don Juan inglés, otro italiano y hasta un alemán, que aparece en la gran obra morzartiana, hay un Don Carlos de ficción inglés, otro italiano, con derivaciones musicales, y otro alemán. Por supuesto que tal criatura literaria sólo coincide en el nombre y en alguna situación o anécdota, adulterada y deformada, con el pobre ser que fue el príncipe Don Carlos.
Valores
El admirado director Franco Zeffirelli quiere montar un gran espectáculo, en el que están invitados a intervenir el Ministerio de Cultura, Radiotelevisión Española y otras entidades. La obra a representar sería el Don Carlo, de Verdi, con el libreto que, jobre el Don Carlos de Schiller, escribieron Joseph Méry y Camille du Lecle. En el marco incomparable de La Arena, de Verona, he oído cantar la hermosa ópera de Verdi a nuestros paisanos Plácido Domingo y Montserrat Caballé, entre otros, y en el teatro romano de la misma Verona, donde todavía resplandece el mármol del palco familiar del poeta Catulo, he asistido a la representación del drama de Schiller, que en versión de Enrique Llovet pudimos ver en el madrileño teatro de la Comedia por marzo de 1979. Cualquier persona interesada ha podido verificar los valores estéticos, románticos e ideológicos, de semejantes obras y desentenderse de la inexistente verdad histórica. El francés Pierre Lefévre (1741-1813) escribió un Don Carlos en 1781, pero tuvo que esperar hasta 1820 para representarlo, porque nuestro entonces embajador en París, el ilustrado y enciclopedista conde de Aranda (1718-1798), denostado por los montaraces absolutistas, se opuso a tal representación, no obstante su espíritu abierto.
Ahora bien, ocurre que, como todos sabemos, el monasterio de El Escorial se hizo en el increíble tiempo de 21 años, de abril de 1563 a septiembre de 1584; empezó Juan Bautista de Toledo a dirigir los trabajos, hasta su muerte, en 1567; nótese que las muertes de Don Carlos e Isabel ocurrieron en 1568, el año en que continuó la obra Juan de Herrera hasta su terminación, como digo, en 1584; así es que apenas estaban hechos los cimientos y alzados algunos muros al morir los jóvenes. Ni Don Carlos ni Isabel vieron jamás El Escorial ni vivieron en él, naturalmente. A la reinecita Valois no le gustaba Toledo, y acaso por ello el rey Felipe, que tenía entonces 34 años y quería darle gusto, trasladó la corte a Madrid, en mayo de 1561, al Alcácar que se quemaría en 1734, y en cuyo solar se alzó el actual palacio Real. Fue en ese alcázar donde murió, encerrado en sus habitaciones, por orden de su padre, el desdichado Don Carlos. Si se va a aprovechar el hermoso patio de los Reyes "para ambientar" el Don Carlo, se cometerá un anacronismo, a sabiendas.
Por supuesto que toda persona culta puede pasar por el anacronismo de que Don Carlos e Isabel jamás vieron ni vivieron en El Escorial, y saber que la obra fundida de Schiller-Verdi (libreto) es una ficción que inventó un Don Carlos romántico, influido por el pensamiento de Montesquieu, inflarriado por los ideales de libertad del simpático doctrinario marqués de Poza, transformado en Rodrigo (por confusión con el nombre del de Éboli) en el libreto de Méry y Du Lecle; lo que a mí me queda es la reserva de pensar si el gran público hispanohablante y extranjero lo va a interpretar así, con una mente liberal y sabiendo que son las ideas de Schiller; con un sentido culto que sepa distinguir entre una compleja realidad histórica que ha levantado montañas de papel (lo dice quien ha podido con muchas, pero no con todas) y una ficción novelesca que pudiera tomar como algo real y verdadero ocurrido en El Escorial. Es un riesgo que asumimos. ¿Puede alzarse otra vez la leyenda negra? Personalmente, repito que estoy acostumbrada a la roja. Pero, a la postre, serán los doctores quienes decidan... Y tal vez el talento de Zeffirelli disipe semejantes reservas.
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