Uniformes del yo: París reflexiona sobre lo íntimo y lo político
La mezcla de estilos y décadas, la exploración de la normalidad o la revisión de códigos clásicos han sido el eje central de los desfiles de Valentino y Balenciaga y la presentación de Loewe en la semana de la moda de la capital francesa

Los baños públicos han adquirido en los últimos tiempos carácter de espacio de lucha. Legislar sobre quién y cómo puede utilizarlos ha llegado a la alta política, si es que puede llamársela así. Un baño público unisex de azulejos rojos, con múltiples puertas rojas alineadas y lavabos blancos, fue el set elegido por Valentino para presentar su colección este domingo en la semana de la moda de París. Es en los baños públicos, como explicaba el diseñador de la firma Alessandro Michele en las notas al desfile, donde se puede subvertir cualquier clasificación binaria, pero también donde “se suspende la dualidad entre lo personal y lo colectivo, entre lo que permanece privado y lo que se puede compartir”.
Precisamente esta tensión es el tema central de su colección: ¿Existe la intimidad? ¿Llegamos en algún momento a desnudarnos ante nosotros mismos para descubrir nuestro verdadero yo? Exponer estas contradicciones, que el diseñador desarrollaba basándose, como suele, en los escritos de filósofos como Romano Madera, Foucault o Wittgenstein, era el objetivo de una colección que jugaba siempre con esa dualidad entre lo íntimo y lo público: las modelos estaban vestidas, y, sin embargo, en ocasiones, parecían desnudas. “Soy hijo del Mediterráneo, estoy acostumbrado a ver desnudos en mi ciudad, en estatuas en el parque… mi relación con la desnudez es algo natural, pero no quería mostrar cuerpos desnudos. Ves a las modelos desnudas, pero están cubiertas. Quería que las prendas puedan hacerte sentir vestido o desnudo, que fuera una decisión personal. Mi desnudez está hecha con ropa”, dijo el diseñador en la charla que tras el show mantuvo con un grupo de periodistas.
Los conceptos se trasladaban a la ropa: los leggins de cachemir beige terminados en chantilly tapaban las piernas, que parecían desnudas, pero no lo estaban; los vestidos de encaje transparente dejaban ver el pecho (mostrarlo es otro posicionamiento político). Todo esto se salpicaba en looks trabajadísimos: los vestidos de fiesta con volantes o peplum perdían algo de sus clásicos volúmenes, las camisas con lazada bajo americanas masculinas en tweed siguen siendo marca de la casa. Había túnicas y capas y lazos y pieles. Y trajes de chaqueta con falda o pantalón. Había también balaclavas, cintas en la cabeza y otros accesorios que contraponen la suntuosidad de las prendas. Se vieron gatos bordados, animal que con el bolso gato viral ha inaugurado su reinado en Valentino. Los colores rosas y beige hacían de base a otros rosas más atrevidos, verde, dorado, negro y, por supuesto, rojo.

Basada en el Valentino de los años sesenta y ochenta, el 30% de los pases vienen del archivo de la marca de forma casi literal, el otro 70% ha sido creado desde cero. El resultado es una colección donde la mezcla de estilos y décadas se adaptan al presente. Michele es uno de los pocos diseñadores que en los últimos tiempos ha logrado cambiar cómo se viste la gente. El impacto del romano en la calle, en la ropa que producen las grandes cadenas, ha sido inmenso y, aunque algunos encuentren la fórmula repetitiva, quizás hay que pensar que no es una fórmula, no es un subproducto de un departamento de marketing o de una consultora que interpreta focus group, es una visión específica de la moda, de lo que es y de lo que debería ser: reutilizar, mezclar, no temer la extravagancia y considerar la vestimenta como un mensaje. Lo decía en la nota citando a Madera: “Tocar la verdad oculta de las personas más allá del uniforme de la apariencia”.
Algo así es lo que hace Demna en Balenciaga. La indagación acerca del uniforme es la fijación del diseñador georgiano que ha construido su legado cultural (y lo tiene, pues es otro de los diseñadores que más ha marcado el vestir de la calle en los últimos años) sobre esta idea. En su último desfile, que tuvo lugar en una caja negra distribuida en pasillos que resultaban laberínticos, aunque estuvieran perfectamente delineados y conectados, presentó una nueva exploración sobre lo que significa vestir normal. La definición de estándar abría los apuntes al desfile. Estándar como normalidad, como canon, como patrón de comportamiento. Pero también como el nivel establecido de calidad o estilo. El estándar en estos días es el chaleco de Uniqlo —bien lo sabemos en España—, es el chándal y el plumífero, el polo, el denim y el traje de chaqueta. Todas estas prendas son el material con el que Demna ha cincelado su trabajo: la ropa de la calle transformada a base de volúmenes, tratamientos específicos para simular arrugas, manchas o rotos, técnicas de sastrería aplicadas a prendas humildes. Es su marca personal y volvió a utilizarla en esta colección en la que presentó chalecos de plumas encorsetados, sudaderas y trajes de baño en rosa y azul que se hacen vestido.

El chándal y la camiseta de fútbol ahora, además, son una colaboración con Puma, marca que no pasa por buenos momentos financieros y que pertenece en un 30% a Artémis, fondo de Francois-Henri Pinault, propietario de Kering, grupo dueño de Balenciaga. Los abrigos, en blanco, negro, rojo, fabricados en paño, pelo o incluso plumífero, se ciñen a la cintura. Las capuchas tapan la cara al completo. Los trajes de chaqueta estrechos, subvirtiendo los conocidos volúmenes de Demna que desubicaban una prenda utilitaria como el traje, parecen volver ahora a su lugar original, la oficina convencional, reflejando en el detalle del fit de un traje una regresión social pública. Una colección que reflexiona sobre por qué nos vestimos como lo hacemos y quién dicta lo que es estándar, lo que todos nos ponemos. Regresa, por tanto, otra vez la cuestión del principio: qué es íntimo, qué es público. Qué es político.

Otro de los diseñadores con más repercusión en los últimos años es Jonathan Anderson, que mostraba su colección en un formato inusual. No hizo un desfile, sino una presentación en el antiguo hotel Pozzo di Borgo donde vivió Karl Lagerfeld. Los rumores de la marcha del diseñador irlandés de Loewe no hacen más que crecer, aunque no acaban de confirmarse de manera oficial, en todo caso la colección presentada este lunes la firmaba él mismo y no un equipo creativo. La presentación, dividida en más de 20 habitaciones, era de algún modo un repaso a todas sus obsesiones: el trabajo extraordinario de la piel, marca de la casa, se podía ver en una serie de chaquetas de tiras de cuero, en chaquetas abullonadas, en las piezas del puzzle (uno de sus bolsos estrella) desmontado. Los volúmenes que ocupan espacio o moldean el cuerpo de forma extraña también aparecían en vestidos y abrigos. Aparecía su trabajo con las camisas, que ahora son también abrigos, o la relación natural y orgánica que establece el diseñador con ciertos artistas y que se podía ver en una serie de abrigos, bolsos y faldas que homenajeaban el trabajo de Anni Albers, así como en bolsos que replicaban el estudio del cuadrado de su marido Josef Albers. La bisutería irreverente y una representación de muebles y objetos de su creación que habían sido expuestos en el Salone del Mobile servían de recorrido a una trayectoria también política, a su particular manera: en sus 12 años en Loewe ha desafiado todas las convenciones sobre cómo visten las personas ricas, sobre qué es la opulencia o a quién están dirigidas las colecciones de las marcas de lujo.
Tres visiones opuestas sobre las pasarelas, pero, al mismo tiempo, tres visiones empeñadas en profundizar en los significados de la moda.
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