Democracia y estados de emergencia
El origen doctrinario de las situaciones de emergencia o de excepción está en la aplicación analógica a los Estados del principio de la legítima defensa, vigente para el individuo en materia penal. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos autoriza, por ejemplo, a la suspensión de ciertos derechos ciudadanos "en situaciones excepcionales que pongan en peligro la vida de la nación..." (artículo 42). Vale decir que debe existir una amenaza efectiva a la vida de la nación (o "del Estado", en los términos de la Convención Americana sobre Derechos Humanos), y no solamente a la estabilidad de un Gobierno.Obviamente, son más bien infrecuentes estas circunstancias, pues no es cosa de todos los días que la vida de una nación se encuentre en peligro. Éste es un evento más bien excepcional desde el punto de vista histórico. De lo que se desprende, además, que una nación o Estado que se encuentran así amenazados no pueden permanecer en tal extraordinaria y excepcional situación por mucho tiempo. De allí se puede concluir que los estados de emergencia, explicables en tal circunstancia de restringida duración, deben ser también temporalmente delimitados.
La gravedad y magnitud del supuesto tiene relación con la consecuencia de un estado de emergencia: la suspensión de ciertos derechos ciudadanos. Pero así como en el derecho penal se exige al que, hace uso de la legítima defensa que los medios que emplee tengan . proporción con la amenaza que busca repeler, en el derecho internacional se ha establecido que las restricciones a los derechos ciudadanos deben ser las estrictamente requeridas por las exigencias de la situación. Así lo han fijado el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, la Convención Europea de Derechos Humanos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Pero no sólo se exige que el supuesto sea el de la amenaza a la vida de la nación, sino que, aun en esa circunstancia, hay ciertos derechos que tienen la calidad de no derogables, es decir, no pueden ser, suspendidos en ninguna circunstancia. Entre otras, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos se refiere al derecho a la vida (y a la no reinstauración de la pena de muerte), prohibición de la esclavitud y de la servidumbre, irretroactividad de la ley penal, libertades de pensamiento, conciencia y religión. La Convención Americana sobre Derechos Humanos da carácter de no derogable, además de lo anterior, a la protección de la familia, los derechos del niño, los derechos políticos y a "las garantías judiciales indispensables para la protección de tales derechos" (artículo 27).
En cualquier caso, según el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, los Estados partes deben informar a los demás Estados de las disposiciones que hayan suspendido (a través del secretario general de la ONU, en el primer caso, y en el segundo, por intermedio del secretario general de la OEA).
Lamentablemente, la evolución de los acontecimientos sociales no ha marchado, en América Latina, de la mano de esta importante evolución doctrinaria y normativa. Por el contrario, los Gobiernos han tendido a identificar nación o Estado con Gobierno, y a ver en cualquier señal de protesta y movilización motivo suficiente para decretar estados de emergencia. El peligro a la vida de la nación ha sido, así, sustituido como supuesto en la práctica por la comodidad y conveniencia de los gobernantes de turno, civiles o militares, de perpetuar las situaciones volátiles y explosivas que se viven en América Latina.
Han sido, por lo general, mezquinas consideraciones de política interna -y no la vida de la nación- las que han determinado la utilización ole este recurso como instrumento para reprimir a la oposición, defender Gobiernos impopulares e imponer ciertas políticas cuestionadas por la población. Los derechos suprimidos, por su parte, han ido -largamente- más allá de lo estrictarnente requerido por la exigencia de la situación, abarcando- adicionalmente diversos derechos que teóricamente pertenecen a la categoría de no derogables. Y esto ha ocurrido -y viene ocurriendo- tanto en el caso de Gobiernos militares como en el de Gobiernos civiles que ceden a la presión militar o a la tentación de gobernar sin disensiones activas por parte de la población.
Gobiernos militares y civiles
Los estados de emergencia o de excepción se han presentado -y se continúan presentando- en nuestro continente tanto en circunstancias de Gobiernos civiles constitucionales como de Gobiernos militares. En cada caso, las medidas responden a circunstancias políticas diversas y tienen, por cierto, impacto diferenciado en lo que a la vigencia de los derechos humanos se refiere. Así, por ejemplo, aunque en ambos casos se trata de Gobiernos militares, es obvio que no existe punto de comparación entre el efecto de las sucesivas emergencias dictadas desde 1977 hasta 1980 por Morales Bermúdez en Perú y el prolongado estado de excepción que Pinochet utiliza en Chile por casi una década, con efectos en extremo dolorosos que son de conocimiento mundial.
Entre los Gobiernos civiles existen, obviamente, diferencias de intensidad en la aplicación de situaciones de excepción. Lo más importante a destacar, sin embargo, es la precariedad en que suelen colocarse muchos de estos Gobiernos, de origen constitucional, al utilizar los estados de emergencia como mecanismo normal para gobernar.
En efecto, muchas veces con las situaciones de emergencia se confiere a las fuerzas armadas y policiales facultades y poderes que varían según las circunstancias. Es un hecho conocido, por ejemplo, que, bajo la vigencia del hoy derogado Estatuto de Seguridad, el Ejército colombiano asumió un conjunto de poderes jurisdiccionales sobre la población civil, así como facultades para combatir militarmente al enemigo interno. Gobernaba Turbay Ayala y, formalmente al menos, se trataba de un Gobierno constitucional, pero atado de manos por el Ejército. Tal vez con razón se hacían referencias a la forma de gobierno vigente en ese entonces como cívico-militar. El contexto colombiano es, en este sentido, interesante, ya que en ese país se han sucedido en los. últimos 30 años varios Gobiernos civiles, manteniéndose, con breves interregnos, una prolongada situación de emergencia en la que los militares han desempeñado un papel modular.
No resulta casual, por ello, que las intenciones democratizantes del actual presidente colombiano, Belisario Betandur, estén sujetas a diversas presiones militares con la finalidad de hacerlas abortar. La renuncia de Otto Morales a la presidencia de la Comisión de Paz se da en este difícil marco heredado, al que se alude en forma más o menos clara en la carta dirigida por el renunciante a Betancur, en la que señala que le falta al Gobierno "...combatir contra los enemigos de la paz y de la rehabilitación, que están agazapados por fuera y por dentro del Gobierno".
Resulta evidente, pues, que el poder gradualmente adquirido por la fuerza armada bajo las situaciones de emergencia pasa usualmente a incorporarse como un ingrediente importante de la forma de relación entre el Estado y la población. Llegada la situación a ese punto, no es sencillo ni fácil dar vuelta atrás, dada la significación de los intereses que están de por medio.
Siendo ésa la situación de Colombia, tampoco es un secreto que en el Perú de hoy, con un Gobierno constitucional, el núcleo de las decisiones políticas y de seguridad en la zona de Ayacucho las toma el comando político-militar, bajo la responsabilidad de un general del Ejército, prescindiendo en la práctica del poder civil. La autoridad civil ve seriamente mermado, cuando no cancelado, su poder, siendo particularmente serias las restricciones que pesan sobre el poder judicial y el ministerio público, cuyas posibilidades de actuación en la zona están, en la práctica, en cuestión.
Se trata, pues, de situaciones diversas en las que, bajo Gobiernos civiles-constitucionales, los militares van asumiendo un peso progresivo sobre el manejo de ciertas áreas de nuestras conflictivas sociedades y un control indirecto sobre las decisiones de autoridades civiles, siempre temerosas de un golpe militar. Lo que la lógica de estas circunstancias va generando es el cuestionamiento de la autoridad civil, desencadenándose, como en el Uruguay de Bordaberry, y a veces más allá de la voluntad de los civiles, formas cívico-militares de gobierno que suelen ser el paso previo a la reasunción del manejo del conjunto de los asuntos por un Gobierno estrictamente militar.
Ya que la situación de conflictividad social que determina la utilización de las medidas de emergencia no es resuelta por dichas medidas, sino tan sólo enmascarada, el gobernar desde situaciones de excepción pasa a ser lo normal, a pesar de la obvia contradicción de los términos. En ese contexto, la presencia castrense aumenta o disminuye según las circunstancias, encontrando siempre, en las sucesivas emergencias decretadas, el caldo de cultivo que requiere para verse acrecentada. El poder así delegado a la fuerza armada, o el que ella misma se va atribuyendo, suele tener un difícil, accidentado y doloroso camino de retorno.
Hay aquí un reto para los civiles que quieran gobernar democráticamente respetando la ley y la Constitución. Los riesgos de vivir en estado de emergencia saltan a la vista.
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