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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Un buen plan para la sanidad

EL BORRADOR del anteproyecto de ley General de Sanidad, que el ministro Ernest Lluch presentó hace pocos días, es, a pesar de su estado embrionario y sus notorias lagunas, el aldabonazo que debe abrir la puerta a uno de los cambios más esperados en este país: el de la salud pública.Actualmente la sanidad española, cuya reglamentación fundamental proviene de 1944, se encuentra atomizada en tal número de departamentos ministeriales, corporaciones locales y organismos e institutos autónomos, que todo intento de planificación, elevación de la calidad asistencial o incluso una política de prevención se transforma en una entelequia cuando no viene a complicar aún más la cosa. El enorme monstruo de la Seguridad Social ha creado tales disfuncionalidades que nos permiten pasar de los futuristas scanners y autoanalizadores de los grandes centros sanitarios urbanos a las infradotaciones tercermundistas de cualquier ambulatorio rural.

Con lo que hay no se puede ir a ninguna parte, y sólo sorprende que algo tan comúnmente aceptado por los usuarios, los profesionales sanitarios y la Administración no haya sido tema urgente para anteriores Gobiernos.

El borrador ahora presentado tiene ante sí un largo periplo de consultas, compromisos y discusiones parlamentarias que variarán a buen seguro su forma, pero las líneas fundamentales deben permanecer. Tanto más cuando la teórica del texto no es una improvisación y recoge trabajos previos de colectivos y reuniones de los sectores afectados.

Los ejes de la reforma consisten en la acumulación de las competencias dispersas en un Servicio Nacional de Salud, la extensión de la asistencia a toda la población española, una definida vocación hacia la medicina preventiva y el reconocimiento de los derechos del usuario.

El Servicio Nacional de Salud se configura como un ente dispuesto a dirigir y coordinar todos los servicios de la sanidad, tales como el planeamiento, una red hospitalaria única y coherente, los controles de alimentación, fármacos, medio ambiente, industrias e investigación. Pese a esta centralización, se recoge, al menos de forma teórica, el reconocimiento de las competencias de las comunidades autónomas y la definición de las áreas de salud como entidades territoriales (cuasi comarcales) y de gestión con capacidad suficiente como para facilitar todos los servicios de atención primaria y especializada, así como las tareas de prevención necesarias.

Este enorme reto presenta, empero, algunos problemas previos. Por un lado, no se habla de ningún tipo de plazo para el buen término de la reforma. Por otro, las previsiones financieras se saldan, en vista de la crisis, con aportaciones en comandita de los Presupuestos Generales y de la Seguridad Social hasta que los primeros se hagan cargo del todo. Y esto parece tan poco claro como la falta de explicación o de previsión legislativa sobre la forma en que se realizarán las transferencias del enorme entramado hospitalario del país, que habrá de ser coordinado en el seno de unas comunidades autónomas con niveles de competencia muy distintos.

En su conjunto, el proyecto, que tiene detalles como la participación (consultiva y fiscalizadora, no ejecutiva) de los usuarios, el derecho de éstos a conocer la propia historia clínica, la prohibición de realizar ensayos clínicos sin autorización del paciente o un tono durísimo en cuanto a los fármacos y su circulación, es una esperanza llena de agujeros. El Gobierno ha cogido por los cuernos a uno de los más difíciles toros de nuestra infraestructura social. Debe mostrar ahora una mucha mayor capacidad de consulta y aportar una definición mucho más precisa de las vías y los plazos en que se acometerá la reforma.

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