El 'caso Arregui' y los derechos humanos
LA CREACIÓN de una Oficina de Derechos Humanos (ODH) dentro del Ministerio de Asuntos Exteriores coincide con el 35º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, conmemorada el pasado viernes con la celebración de una sesión especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Por primera vez desde el restablecimiento en España de la democracia, el Gobierno ha resuelto incorporar a la organización estatal un instrumento consultivo dedicado a servir de nexo entre la Administración y las organizaciones privadas que luchan por hacer respetar en nuestro país los derechos humanos.La creación de la oficina permitirá a la Administración adecuar su legislación a los convenios internacionales sobre este tema firmados por nuestro país, desde el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, suscrito por España 10 años después, hasta el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, de 1950, ratificado por el Gobierno de la Monarquía en noviembre de 1977. Pero esa iniciativa gubernamental cobra sus perfiles más significativos dentro de nuestras fronteras. La decisión parece mostrar la receptividad del poder ejecutivo ante las demandas de las personas e instituciones privadas que han dedicado sacrificados esfuerzos durante los últimos años a la causa de los derechos humanos en nuestro país.
La sección española de Amnistía Internacional, la Asociación Pro Derechos Humanos de España y el comité español del Instituto Internacional de Prensa figuran entre esas organizaciones que trabajan contra viento y marea por el cumplimiento de sus fines. Desgraciadamente, los informes de esas asociaciones privadas dan sobrado fundamento para afirmar que hay sectores del aparato estatal -en el que, paradójicamente, también se encuadra la recién creada Oficina de Derechos Humanos- que continúan conculcando los derechos de los ciudadanos. Y esos análisis proporcionan asimismo poderosos argumentos para afirmar que una parte significativa de nuestra legislación penal y procesal carece de un firme sustento constitucional y abre de par en par las puertas a esas violaciones.
Hace escasos días, la Asociación Pro Derechos Humanos de España presentó su informe de 1983. Nuestros gobernantes no tienen otra opción que sentirse turbados al leer ese breve folleto, cuyos capítulos versan sobre cuestiones tales como los tratos inhumanos y torturas en los centros estatales de detención y encarcelamiento, la asistencia letrada al detenido, la libertad de expresión, el estado de indefensión e inseguridad ante las escuchas telefónicas no autorizadas, el derecho de asilo y refugio, el derecho a la objeción de conciencia y la situación penitenciaria. Las doce "recomendaciones a los poderes públicos" del informe exigen una reflexión del Consejo de Ministros, demasiado propenso a ver por doquier campañas insidiosas contra el Estado y su Administración -¿pues no hablan de campaña nada menos que sobre la lacerante realidad de las últimas 100 víctimas del accidente de aviación en Barajas?- y cada vez menos receptivo a la crítica. Las apelaciones moralizantes al cambio requieren como mínimo que el poder ejecutivo no adopte la política del avestruz ante las noticias desagradables.
La credibilidad del actual Gobierno sigue siendo grande, pero los argumentos de la razón de Estado corren el peligro de desembocar en una cínica justificación del uso desnudo del poder. En ese sentido, la elogiable creación de la Oficina de Derechos Humanos puede llegar a convertirse en una irritante e hipócrita coartada hacia el exterior si su actividad de denuncia de hechos producidos en otros países coexiste con la violación, dentro de nuestras fronteras, de los derechos humanos, violación realizada por otros departamentos del mismo aparato estatal.
Si como ejemplo basta un botón, hay toda una botonadura, por desgracia. En la conmemoración del 352 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el presidente del Congreso ha opinado que nuestra legislación es de las primeras del mundo por su adaptación al espíritu de esos derechos. Sin ánimo de polémica, el proyecto de ley antiterrorista, el proyecto de ley de hábeas corpus y algunos aspectos de la ley de Asistencia Letrada al Detenido para nada justifican esa jactancia, muy en la línea, por lo demás, de jactancias similares por parte del Gobierno y de su presidente respecto a lo que los pacifistas europeos envidian de la política española respecto a la OTAN y los misiles. Peces-Barba también se ha negado a plantearse la posible existencia de torturas en España a menos que así se declare en una sentencia judicial. Pues bien, la sentencia que absuelve a los dos policías acusados de haber permitido la aplicación de malos tratos a Joseba Arregui durante su detención de nueve días antes de su fallecimiento en Carabanchel contiene a la vez claros indicios de que la víctima fue torturada.
Los magistrados aplican a los dos acusados -que actuaron como instructor y como secretario en la formalización del acta de declaración- el principio constitucional de la presunción de inocencia y declaran que su tolerancia hacia los presuntos malos tratos infligidos al detenido está insuficientemente acreditada. Pero de los resultandos de hechos probados se desprende la evidencia de que, aunque esos dos funcionarios sean inocentes, Arregui fue efectivamente torturado en la Dirección General de Seguridad. Los forenses que practicaron la autopsia del fallecido certifican que encontraron en el cadáver hematomas en los párpados, en el tórax, en las nalgas y en los muslos, "así como quemaduras de primero y segundo grado en las plantas de ambos pies". Aunque la sentencia no reconozca abiertamente el origen de esas lesiones, se requeriría una desbordante imaginación para afirmar que las quemaduras de las plantas de los pies fueron producidas accidentalmente por los funcionarios en sus forcejeos para detener al sospechoso o para reducir su resistencia.
Probada judicialmente la tortura, los ciudadanos, y de manera especial los votantes del PSOE, esperan absortos la reacción del poder. Declarada la inocencia de los acusados, es de suponer que la fiscalía no dudará en abrir una investigación que permita detener, procesar y condenar a los responsables de estas infames servicias. A no ser que se acepte como práctica normal el encubrimiento -todavía considerado como delito, que nosotros sepamos- por parte de los responsables de la policía, incluidos el director general y el ministro, de los responsables de tan repugnante crimen. Pero si el Gobierno prefiere aplicar una vez más la razón de Estado y no es capaz de descubrir a los culpables de éste cuando forman parte de su propio aparato represivo ni de exigir responsabilidades penales correlativas, habrá que concluir que iniciativas tan elogiables como la Oficina de Derechos Humanos no dejarían de ser mera propaganda, aun en contra de la evidente buena voluntad de quienes la integran.
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