Los desnudos muertos

No sé si tuvimos o no suerte aquellos adolescentes de los sesenta al leer con fervor clandestino la novela erótica Fanny Hill: con ese método indirecto fuimos iniciándonos al sexo. Puede que seamos así de raros por culpa de tanto ocultismo, pero la imaginación que volcamos en aquellas lecturas, que confundían el placer con el secreto, era más fértil que la que ahora permite la película de Gerry O'Hara. Al descaro, la ironía y ciertas florituras verbales de la novela de Cleland se añadía el mito de su prohibición, que había comenzado en el siglo XVIII y que sólo se anuló oficialmente en nuestra época, cuando los censores entendieron que la picaresca de Cleland apuntaba un ingenioso retrato histórico que coartaba el erotismo desenfrenado del texto.Ahora, en las imágenes de esta película, la gracia se ha reemplazado por el chiste malo y la provocación del original ha dado paso a una vulgaridad de vídeo "X". Es tan obvio que sólo las secuencias de cama han motivado el filme para que cierto público pueda ver lo que no vio, que hasta se han rodado con un patrón de película barata, sin distinguir los distintos pasajes de la historia y las consecuentes reacciones de su protagonista, y, por supuesto, sin aportar auténtica imaginación erótica. Baste citar los cuadros de las prostitutas y sus clientes en el teatrito del burdel para no esperar mucho de los sueños pecaminosos de los autores del filme. Ignoro la razón de que quienes comercian habitualmente con el cine erótico sean más timoratos que los propios espectadores, pero lo cierto es que quieren sorprender con vulgaridades de manual autorizado.

Esta Fanny Hill tiene ambiciones de comedia, quizá en el recuerdo de la obra de Tony Richardson Tom Jones, pero ni el leve humor de aquel cineasta está presente. La narración es lineal y sosa, sin un punto de vista de doble fondo. La aparición en el reparto de algunos nobles actores (Shelley Winters, Wilfred Hyde-White y Oliver Reed) sólo marcan su lamentable decadencia profesional. Viajan por la película con la dignidad de costumbre, aplicando su sabio oficio, pero sin que todo aquello les convenza ni les importe demasiado: están de parte del espectador.