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Lutero, la pintura y la música

El 500 aniversario del nacimiento de Martín Lutero se conmemora mañana. La personalidad de esta figura no se reduce a su consistente y revolucionaria actitud religiosa, sino que abarca numerosas vertientes que le ligan al mundo del arte y de la cultura. En este artículo se dibujan algunas de esas facetas.

El quinto centenario de Lutero puede conmemorarse en una de las salas no invadidas del Museo del Prado: allí está el autorretrato de Alberto Durero. Los estudiantes alemanes del siglo romántico ponían en su cuarto una reproducción de esta pintura, que está en el Prado gracias a la sabiduría del colosal coleccionista que fue Felipe IV. Es el símbolo del hombre/artista del Renacimiento, pero del Renacimiento alemán: hay la intensa influencia italiana, pero con el orgullo hecho intimidad, con la fuerza aliada a la melancolía -el gran título de Durero- y con el amor dispuesto a la guerra. Durero, que querrá pronto y mucho a Lutero, no fue a Italia para escarbar en las miserias de la Iglesia de las indulgencias, sino para gozar al máximo con su arte y su influencia, y el gozo lo palpamos también en esa sala del Prado con la pareja de Adán y Eva, paganizante con mesura, arquetipo de las preocupaciones de Durero sobre la proporción. Quien visita esta sala debe viajar con la imaginación desde el Prado hasta Nuremberg, el Nuremberg de Hans Sach, de los artesanos/artistas -el padre de Durero era orfebre-, profundamente humanista, con la melancolía como lujo: es el Nuremberg evocado por Wagner en Los maestros cantores.

Pero en esa posible conmemoración se necesita la diapositiva del otro y tremendo autorretrato símbolo de la tensión sobre la que caerá como huracán la predicación de Lutero: el autorretrato simbolizando a Jesús. Ese huracán lo recibe Durero, clama ante los peligros y acechanzas contra el reformador, suplica a su admirado Erasmo que tome partido, escribe en un alemán que suena nuevo por la pasión que lo impulsa. Durero, que tanto y tan genialmente contribuyó al grabado, ve multiplicarse el grabado/panfleto, dibuja con cierta saña al heraldo imperial que protege y espía a Lutero camino de Worms. Dice Durero: "¡Oh, Dios!, si Lutero muere, ¿quién a partir de ahora nos explicará tan claramente los santos evangelios"? Melancolía con mayúscula, guerrero a lo Hutten, tantos y tantos temas que indican esa pasión ya no de humanista plácido. Todo eso en dialéctica con la tradición, con cariño a príncipes católicos, con la admiración por los italianos, con su deseo de ser también hombre de ciencia. Cuando el alboroto del corazón con espinas, que quieren ser las de la cruz, se mete entre la belleza ideal, entre el gusto por la antigüedad pagana, el resultado es el drama, el ver como ensangrentada la inspiración. Siguiendo el consejo del dulce Melacliton, se consolaba con música, con dos músicas de sus cuadros: la del laúd y la de la trompetera alegría para el salmo cien.

Cuando se entra en una iglesia luterana construida después de la Reforma, la impresión estética es grata, porque también la austeridad máxima tiene su posible belleza; pero cuando entramos, por ejemplo, en la iglesia de Santo Tomás de Leipzig, la de Bach, la impresión es de desasosiego, porque la estructura de ese templo era inseparable de la misa, del altar del Sacramento, de las imágenes como aureola. Lutero, luchando contra la misa romana, intuyó esto, y él, que era músico, tañedor de laúd y buen cantor, quiso y logró, bien apoyado por Melachton, que la música, la música cantada por el pueblo, meditación sobre la palabra, fuera protagonista del culto con carácter de sacramental. La musicalidad del pueblo alemán, de su burguesía especialmente, viene de la exigencia luterana para que en la escuela se preparase el cántico del templo: de aquí la importancia del músico municipal. Para los músicos había un gran problema parecido al de Durero: llegaba como viento de fronda la melodía del melodrarna italiario, no precisamente enemiga del coral, y si influía la música, podía ser demasiado subjetiva, y si no, podía caer en la asepsia calvinista. En la misma Alemania, en la Baviera católica, los jesuitas armaban un colosal tinglado barroco. La solución, el lleno del vacío, el encuentro con el esplendor, vendrá del órgano.

Lutero/Bach

Lo del drama de Durero puede aparecer como constante, como contraste Norte/Sur, y pudo afectar a Bach. Bach, profundamente creyente, vive rodeado de la corriente pietista que puntúa sobre la experiencia muy sentimental de lo religioso, extramuros de la liturgia, corriente esa de mucha fuerza dentro del talante alemán: es casi un prerromanticismo lacrimoso. Bach, apasionado de Lutero, no exento de saber teológico, toma de la corriente pietista lo más sano y yo diría que lo más ecuménico: el enlace con la mística de la baja Edad Media, la de la devotio moderna. Se afana por servir a una liturgia más bien conservadora, parece anticipar la gran frase de Goethe: "Los protestantes tienen pocos sacramentos". Bach logra ese esplendor límite que define Paul Valéry: un poco más de expresión y partiendo del capítulo esencial de su creencia -"Ven, dulce muerte", encuentro definitivo con Jesús- le hubiera hecho también prerromántico; de haberse embriagado con su fabulosa sabiduría, pudo caer en el formalismo. La concepción, la vivencia, mejor, dicho, de la música como sacramental, ilumina toda su música eclesiástica, e insisto en lo de eclesiástica, porque cuando oímos sus, Pasiones en concierto, las oírnos, como puede ocurrir con el gregoriano en sala, fuera de ambiente. Ahora, cuando la misma Iglesia católica quiere comprender a Lutero, escuchar a Bach en su esencia -tendría que ser con predicación- es entrar en lo que ha hecho permanecer al luteranismo: la asimilación personal de la palabra de Dios, asimilada por la lectura y predicación, pero no menos cantada por la comunidad.

Los que trabajan en el ecumenismo nos señalan que la extensión de la música de Bach en el mundo católico y ya desde el romanticismo ha supuesto un más allá de la música misma, un inicial respeto hacia el luteranismo cuando en la historia oficial de la Iglesia, la vigente en mis tiempos de seminarista, salvo excepciones, como la de Villoslada, la figura de Lutero era empecinadamente escarnecida. El mismo Wagner, de quien celebramos el centenario, proyectó durante bastante tiempo componer una ópera sobre el matrimonio de Lutero con la monja Bora. En cambio, oír más y más a Bach y especialmente en Semana Santa; ver, por ejemplo, la influencia del coral luterano en Brahms, era, más o menos conscientemente, salir del vejamen. Cuando oímos música de Bach en el órgano del monasterio de El Escorial podemos recordar el poema de Machado dedicado a Ortega, donde se habla, precisamente desde el monasterio, de la bendición "a la prole de Lutero".

Federico Sopeña, musicólogo, ha sido director del Museo del Prado.

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