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Reportaje:Viajes

Olèrdola: historia de un abandono

Los primeros exploradores del Mediterráneo buscaron en esta comarca catalana la seguridad que ofrecían su colinas recónditas y la estética de sus valles

Quizá fueran tan sólo las necesidades estratégicas, de autodefensa e incluso de pura supervivencia las que llevaran a aquellos primeros pueblos que llegaron a la Península a elegir hermosas colinas y valles feraces como lugar de asentamiento. Era una necesidad, en todo caso, que coincidía punto a punto con las más depuradas exigencias estéticas. A lo largo de la costa mediterránea, suficientemente alejados del mar para impedir sus molestias más obvias, adecuadamente cercanos para contemplarlo, vigilarlo y sentir su presencia, los más conocidos exploradores del Mediterráneo instalaron sus poblados, convertidos con el correr de los siglos, unos, en villas fortificadas; más tarde, en ciudades industriales; otros, en bellísimas y abandonadas ruinas arqueológicas.Olèrdola, pegado a la comarca catalana del Garraf, a siete kilómetros de Vilafranca del Penedès, se quedó a mitad de camino. Como tantos otros asentamientos remotos, cumple con los dobles requisitos de seguridad y belleza. Pero su historia camina a trompicones, sucediéndose auges y abandonos, convirtiéndose en un extraño aglomerado de restos prehistóricos, iberos, romanos y medievales, dominados todos ellos por una naturaleza terca, de apariencia suave, formando un conjunto monumental totalmente inmerso en el paisaje mediterráneo; la luz, insistente y clara; las colinas, manchadas de pinos y matas, y el quieto mar que se asoma tras ellas.

Una historia mortal

Serían los primitivos pobladores del llano del Penedès los que buscarían refugio en las cuevas y abrigos dé las montañas del Garraf, de entrañas de piedra y superficie arbolada. Por lo menos se han encontrado huellas del paso humano allá por el neolítico en diferentes lugares de esta misma zona. El hecho es que cuando llegaron a esta franja de la costa los romanos, intentando cortar el camino al intrépido y pertinaz Aníbal, se encontraron ya con núcleos de población. Sería en esta época, allá por el siglo III antes de Cristo, cuando los nuevos invasores se decidieron a asegurar el asentamiento de Olèrdola, protegiéndolo con murallas. El lugar no podía ser más perfecto: una elevación brusca del terreno mantenía fuera del alcance la amplia plataforma en que se asentaba el poblado. Altos farallones de piedra, cortados en vertical, constituían su mejor defensa. La naturaleza daba hecha la tarea más dura y tan sólo era necesario levantar las murallas en la parte noreste, allí donde la altura cedía y se unía más suavemente al llano. La propia montaña les proporcionaría el material para cortar los sillares, y los pobladores autóctonos, la mano de obra necesaria. El actual acceso a Olèrdola, con sus torreones asimétricos, sería el mismo de los tiempos de la dominación romana.

Corta vida tuvo, sin embargo, la recién construida fortaleza. Establecida la paz en todo el territorio, sometidos los rebeldes autóctonos, la población se traslada al llano, más favorable a la agricultura, y, antes de comenzar nuestra era, Olèrdola había quedado en el abandono, marcando el fin de una primera etapa que se repetirá casi con las mismas características muchos siglos más tarde.

Sería una nueva y larga lucha por el territorio la que devolvería a la fortaleza su antigua función. En una posición verdaderamente privilegiada, vigilando la romana Vía Augusta hacia Tarragona, que seguía siendo empleada como vía de comunicación de la Marca, con sus defensas -naturales y construidas- todavía en uso, Olèrdola fue seguramente ocupada de nuevo hacia el siglo IX y tuvo ya, sin duda, un papel destacado en los siglos X y XI. Se reforzaron las murallas se ampliaron hacia el Sur; se levantó una iglesia en honor de san Miguel y pasó a formar parte del capítulo de plazas fuertes en lucha contra los moros; fue atacada en distintas ocasiones, sufrió asedios y saqueos y, en justa correspondencia, el conde de Barcelona Berenguer Ramón le concede títulos y privilegios. Como toda villa medieval que se precie es objeto de disputas entre los nobles cristianos y se le concede rango de capital. Vio en distintas ocasiones restaurar sus murallas y reedificar su iglesia, destruidas ambas por los ataques enemigos, pero los avances de la Reconquista, el lento desplazamiento de las tierras fronterizas hacia el Sur, traen de nuevo la decadencia y el abandono. A finales del siglo XII, el núcleo de población que fundara en las tierras fértiles del llano Ramón Berenguer I va en aumento. Las viñas cubren ya las laderas de las montañas y se afianza el poder de la agricultura: Vilafranca se configura ya como el centro y Olèrdola pasa poco a poco a engrosar la lista de las ruinas y la historia.

Pasado y olvido se reflejan en el actual poblado como en un espejo. Las murallas y sus sucesivas reformas; la gran cisterna que recoge el agua de la lluvia, de origen romano; la iglesia de San Miguel, que son propiamente dos -la pequeña capilla, mozárabe, y la nueva, románica-, a su vez de distintas épocas, con su hermosa ventana geminada en la fachada; las curiosas tumbas antropomorfas, que tanto llamaron la atención afrornántico francés Laborde, y la torre atalaya, ya pura ruina, son como piezas únicas fundamentales de una ciudad, reducida hoy a naturaleza salvaje, que convive en paz con los restos monumentales, como debieran vivir todas las ruinas. Un pequeño museo recoge algunas piezas prehistóricas y reconstruye la historia de la abandonada ciudad.

Vilafranca

La población a la que se trasladaron en la paz los habitantes de la fortaleza es hoy una ciudad rica, campesina, rodeada de viñas por todos sus lados, con todas las características de la prosperidad mediterránea. En sus plazas, los edificios medievales conviven sin competencia alguna con las casas modernistas, y el antiguo palacio de los reyes de Cataluña y Aragón, en el colmo de la transigencia, alberga hoy, entre otros museos, el del vino. Vilafranca del Penedès lleva su historia a cuestas sin que le suponga ningún peso, con la naturalidad de los pueblos que fueron siempre antiguos y prósperos. Los viajeros no avisados que la atraviesan, siguiendo la carretera Barcelona-Tarragona, por la rambla de Nra. Senyora, espaciada, sombreada, con docenas de bares con los reclamos de su buen vino, apenas pueden imaginar que tan sólo unas calles más allá, junto a la plaza de la Villa, se levanta la hermosísima capilla de San Juan de los Hospitalarios, de comienzos del siglo XIV, del primer gótico, con un bello artesonado, dedicada hoy su única nave a exposiciones y actividades culturales.

Bordeando el ayuntamiento se llega a la basílica de Santa María, también gótica, de nave amplísima (en su cripta se guarda -más conciliación mediterránea- el excelente grupo el Entierro de Cristo, del modernista Llimona), cuya fachada principal da a la plaza de Jaume I, amplia, con varias construcciones nobles. Allí se conserva el antiguo palacio real, en el que cuentan murió Pedro III el Grande, que pasó más tarde a pertenecer al monasterio de Santes Creus, una hermosa obra del gótico civil catalán. Mucho más reformado se encuentra el que fuera también palacio real, enfrente del primero, también de mucho menor interés. Indudable es, sin embargo, la visita al Museo de Vilafranca, que sigue a la perfección su título de ser museo de museos. Las colecciones que guarda, de interés diverso, criterios de selección algo chocantes y más acumulativo que ordenado, cuentan con algunas piezas de interés, y alguna serie, como la de cerámica, espléndida.

Dioramas, prensas, todo tipo de utensilios para su elaboración y bebida forman el Museo del Vino, imprescindible para conocer la historia de la población, ligada a una actividad que se remonta, dicen, a época prerromana, que se mantiene hoy viva, representada en ese Carrer del Comerç, apretado de almacenes fin de siglo acompañando el paso de la línea férrea.

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