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La envidia de un antropólogo

El fundador del Estado de Israel, David Ben Gurion, estudió el idioma castellano para leer el Quijote en la lengua en que fuera escrito. En Estados Unidos, en varias oportunidades, he sido envidiado por leer a los autores españoles e latinoamericanos en su original. Pero los tiempos de Cervantes parecen haber pasado.Una estudiante en el Instituto Aspen, en Colorado, devoraba a Gabriel García Márquez, y me explicaba cuánta ansiedad le creaba pensar que no lo había escrito en el idioma en que ella lo leía.

En la universidad de Cornell me llevó horas explicar las sutilezas y el humor de Mario Vargas Llosa en La tía Julia y el escribidor, que acababa de ser editado en inglés, y cada estudiante llevaba un ejemplar.

Una mañana nevada volvíamos con Arthur Miller de pasar un fin de semana en su casa de Connecticut con nuestras esposas. Entrábamos los cuatro en Nueva York, Miller al volante, por entre la impresionante superposición de carreteras y edificios. Comencé a recitar los versos,de Poeta en Nueva York, y miller me explicó qué vacío había en su cultura, porque no podía leer a García Lorca en el original. La experiencia más curiosa ocurrió en el barrio bohemio de Nueva York, el Greenwich Village, aunque Norman Mailer sostenga que ya no fue lo que era, que es precisamente lo que John Reed hubiera dicho del Village de la era Mailer.

La experiencia fue distinta a las demás, porque esta vez me envidiaban mi posibilidad de leer en español un libro que yo no había leído, el Prólogo para alemanes, de José Ortega y Gasset.

Paseaba por las calles del Village con el decano de la facultad de Antropología de la New School for Social Research, profesor Stanley Diamond, y el tema de Alemania aparecía por diferentes vías. La New School fue en algún momento conocida como la universidad del Exilio, ya que dio albergue a los hombres de ciencia exiliados a causa del fascismo: Levy-Strauss, Erich Fromm, Hanna Arendt, Enrico Fermi y decenas más. El tema de Alemania aparecía también porque Stanley Diamond vive preocupado, diría angustiado, por la posibilidad de una guerra nuclear y pensaba, ese día, que vivimos sumidos en la misma inconsciencia que precedió a la segunda guerra, en la convicción de que una guerra de magnitud, un exterminio en masa es impensable. Quizá sea impensable, pero esto no la hace menos posible. Esta posibilidad de error en el juicio, así como la magnitud de dicho error, ambos hechos combinados, aparecían claramente en los alemanes y, según Stanley Diamond, el único que lo había denunciado, ásperamente, había sido Ortega en su Prólogo para alemanes.

Diamond quería cotejar conmigo si en la traducción que él había leído estaba fijada la implacabilidad del análisis de Ortega, pero yo no había leído ese prólogo. En estos días de mi estancia en Madrid, unos meses después de aquel diálogo, y habiendo leído el Prólogo, percibo lo que excitaba al antropólogo más importante que tiene hoy Estados Unidos, uno de los profetas de la antropología crítica.

Presiento que Ortega desnuda la irracionalidad del cientificismo alemán e intenta, y posiblemente logra, establecer la supremacía del hombre-ciudadano por sobre toda otra categoría, ya sea la masa, ya sea el líder, ya sea la utopía, tres categorías caras a los alemanes. Presiento, también, que mi amigo Stanley Diamond se vio impresionado por la sencillez con que desmonta Ortega la grandiosidad que los alemanes otorgan a sus ideas o a la transformación de éstos en mitos, generalmente alejados de la realidad que los circunda.

"La necesidad humana es el terrible imperativo de autenticidad", dice Ortega a los alemanes, pero descubre que muchas veces un aparatoso prejuzgamiento suplanta las necesidades elementales del individuo en su relación con la realidad. "Imagínese un explorador", dice Ortega, "que llega fatigado a una costa imprevista, y antes de penetrar en el interior dibuja, para tranquilizarse, un plano imaginario del país". No es la única vez en el Prólogo que Ortega ridiculiza el pensamiento kantiano y neokantiano, así como otros aspectos de la ideología alemana, incluido Hegel.

En su escrito, el español se muestra irritado e impaciente con los alemanes. Le molestan los innumerables subterfugios, la casi incapacidad de sentirse humanos. Más aún, de sentir humanos a los demás. La inautenticidad le encoleriza. "Cuando se habla de filosofía", dice Ortega, "no suele pensarse más que en el dilema verdad-error. No solemos recordar que hay además otra cuestión: la veracidad del filósofo".

Mientras leía este Prólogo, intenté varias veces imaginar que convertía a un antropólogo norteamericano en admirador de este escrito, en envidioso de quienes podían leerlo en castellano. Por la claridad de la exposición, la minuciosidad del diagnóstico, el humor humano con el cual se mofa de los alemanes. Pero, esencialmente, quizá lo que conmueva al antropólogo es la alegría y confianza en sí mismo con que un español arremete con las piramidales obsesiones alemanas ya convertidas en ideologías.

Para un antropólogo que cree enfrentar los mismos mitos desde una ciencia casi desconocida, lo que Ortega logra con el Prólogo para alemanes debe parecer casi como la venganza del Tercer Mundo, que es el principal campo de acción de la antropología crítica.

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