Un Nobel para la soledad
William Golding nació en 1911. Pasó por el Brasenose College de Oxford, tiene desde la infancia parentesco con el mar y le es familiar la zona de Cornualles.Toda su obra es a la vez entrañable y hostil, nos revela un mundo escéptico donde queda constancia de la degradación insalvable del hombre. El tema de la caída se repite. Los combates abismales entre el bien y el mal son el contrapunto de un autor que rehúye la publicidad y que, siguiendo la pautas de Swift y Smollet, nos crea una nueva moral de la degradación del hombre actual. Pero todo empieza simbólicamente con una caída.
Éste es el argumento de su primera novela, El señor de las moscas, que en 1954 conmovió las letras británicas. Estamos ante la alegoría de cómo unos niños que caen en una isla desierta desde un avión se van poco a poco convirtiendo en salvajes. Nos encontramos ante el tema de la pérdida de la inocencia, pero también de una lejana esperanza de salvación, y cuando vemos a Jack como símbolo del mal enfrentado con Ralph como metáfora del bien podemos descubrir uno de los grandes temas de la novelística de un autor que Golding admira y que es Conrad. En esta isla se pasa del Génesis al Apocalipsis y al final regresamos a la etapa de la tribu, volvemos al crimen. Dos niños son asesinados porque ellos mismos jugaban a matarse, como a veces ocurría en las novelas de Dickens.
Todos volvemos a la tribu, parece pensar Golding. Todos podemos degradamos. Al final esperamos ser rescatados. El homo sapiens, sin embargo, no es una buena compañía, y en la siguiente novela de Golding, Los herederos (1955), el hombre del Neanderthal será destruído. Y aquí arranca otra metáfora de nuestro autor. En Pincher Martin (1956) asistimos a la crónica patética de la agonía de un náufrago, como también por cierto hará en otra ocasión García Márquez. Este hombre no tiene posible interlocutor, nadie puede escucharle y vive en la más estricta soledad. Se aferra a la roca donde está agarrado y a sus recuerdos para así intentar sobrevivir. En 1964 estaremos ante la metáfora de la catedral de Salisbury en el siglo XIV, por cierto la época del Nombre de la rosa, de Umberto Eco, y de los cuentos de Canterbury de Chaucer, y veremos cómo a esta gran torre le empiezan a fallar los cimientos. La aguja del campanario pretende alcanzar el cielo, pero las bases se tambalean, la fe se hunde y así lo va advirtiendo Jocelyn.
Nuestros principios morales se agrietan, y en Ritos de paso (1980) volveremos a la oscuridad visible y a la libre caída. Talbot, en un viaje marítimo hacia Australia, nos revela con una técnica epistolar cómo el mundo interior del barco, sus misteriosos pasajeros, son más alucinantes que la fantasía de los mares, de tal, forma que el viaje es a la vez símbolo de búsqueda del infierno y el paraíso, como si Golding se integrase en la línea de Mobby Dick y nos hiciera recordar a Ishmael sujeto a un ataúd desafiando los mares, igual que antes Pincher Martin se sujetaba al recuerdo.
Golding rompe con la narrativa de los jóvenes airados, se aleja del montaje comercial de Wain, Braine o Amis y se inscribe todo lo posible en Conrad y su corazón de tinieblas. Su obra es una advertencia de cómo el hombre intenta sobrevivir, volver a la inocencia, recuperar la gracia, buscar los símbolos que puedan salvarle. Y en Oscuridad visible (1979) hay una apología de intentar subsistir, del mismo modo que lo hizo Robinson Crusoe en su mística soledad. Nada más lejos que los otros candidatos tan famosos que este año optaban al Premio Nobel. Nada más distante de Moravia, Borges o Cortázar. Pero el Premio Nobel hay que tomárselo un poquito en broma y recordar con tristeza que el mayor novelista de todos los tiempos, después de Cervantes, que quizá es Joyce, no lo obtuvo. El señor de las moscas quedará siempre como una patética advertencia de que el hombre ha perdido su destino, y tal vez ese rescate final en la obra simboliza la lejana esperanza que en todas las novelas de Golding aparece.
Babelia
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