Cuelgamuros, un desafío imposible
Hay un momento brumosamente histórico, a mediados de noviembre de 1975, en que los padres benedictinos encargados de la basílica de la Santa Cruz, en el Valle de los Caídos, están a punto de evitar a quienes ocho años más tarde son comisionados para estudiar el futuro patrimonial de aquella fundación la necesidad de tener que pronunciarse sobre uno de los problemas más gratuitamente inútiles de que se ha oído hablar últimamente en esta tierra, al parecer, carente de ellos. El momento es aquél en que, agonizante Franco en la clínica de Madrid, los comisionados que acuden a Cuelgamuros -eran otros, obviamente- para preparar la tumba que allí tiene destinada desde otros muchos años antes, se encuentran con la negativa que a sus lógicas y cristianas pretensiones opone el superior de la comunidad de religiosos, entonces el padre Lojendio.Cuando preparaba mi libro sobre este asunto, le pregunté pasmado por las razones de su actitud y el abad se disculpó indicándome que era "completamente alérgico a ese género de manifestaciones". Ramón Andrada, arquitecto del Patrimonio Nacional y testigo excepcional, me dijo entonces que "de ese tema se podrá hablar a lo mejor dentro de 10 o 15 años". Lo cierto es que, después de un conciliábulo ministerial celebrado en el palacio de la Zarzuela, el presidente Arias devolvería a los técnicos a Cuelgamuros, con indicación expresa de que serían asistidos por fuerzas de la comandancia de la Guardia Civil del sector para cumplir su misión, en el caso de que fuera necesario. No debió serlo, y todos pudimos ver días después por televisión, nada perplejos, por cierto, sino con los ojos muy fijos y sin pestañear, cómo la losa de 1.500 kilos, labrada desde antes en duro granito guadarrameño, caía pesadamente sobre la fosa, muy próxima a la que 15 años antes ocupara también el fundador de Falange, en simbólico destino final.
Por cierto que también en este otro caso, el de Primo de Rivera, se había manifestado la oposición de otra comunidad, la falangista, o de algunos sectores de ella, a que los restos de José Antonio abandonaran la nobleza antigua del ámbito escurialense para ir a servir de mayordomo, como dijeron, al amo y señor del nuevo monumento, desdeñando tal vez así la reclamada hermandad definitiva con los pobres camaradas cuyos despojos habían sido entretanto penosamente acarreados hasta allí desde fosas y cementerios de próximas o lejanas provincias; una ceremonia restringida aquélla, para la que fueron repartidos veinticinco pases especiales, sin que ninguno le tocara a Franco, que no asistió. Parece que los mismos sectores falangistas volvieron a hablar hace poco de rescatar los restos de su fundador, sacándolos del Valle, o que incluso trataron de hacerlo, sin éxito, naturalmente, entre otras razones, porque, a la hora de la verdad, y al modo castizo, a ver quién se queda con el muerto y qué hace con él.
En el mejor de los sitios
Esta cuestión de detalle, por decirlo así, cobra una dimensión aún mayor en el caso de Franco. Naturalmente, todo puede ser imaginable, pero hay cosas más bien impensables. Entre otras razones, a mi juicio, porque Franco está en el mejor sitio en que puede estar. Que ese sitio se convierta a la larga en el peor de los sitios, torciéndose así el destino que en su cabeza había fijado para el monumento de Cuelgamuros y su propio lugar en él, es algo sólo achacable a los llamados vaivenes de la historia o a sus lecciones, tan tercas, tan repetidas. Tan sabias.
La construcción de esta extraña cripta en el corazón de la sierra central es algo que obsesionaba ya a Franco en el transcurso de la guerra civil. Entonces "sintió la necesidad moral, podríamos decir que hasta física" de hacerlo, como recordaba el arquitecto del monumento, Diego Méndez, al que el propio Franco se dirigió el día de su inauguración, en 1959, para decirle: "Y en su día, yo, aquí". No podía ser Franco ajeno a la exaltación fúnebre que dominara a tantos españoles de la época, acrecentada por el sentido de cruzada con que se bendijera desde el altar la lucha fratricida. Por doquier empezaron a surgir cruces y cruceros en homenaje y recuerdo de los héroes, de los mártires, de los caídos en esa cruzada. Sobre las piedras seculares de las ermitas románicas, sobre los muros, sobre las fachadas de las altivas catedrales góticas, a las puertas de las iglesias, bajo los soportales y los aleros de las construcciones renacentistas, en las grandes poblaciones, en las pequeñas capitales de provincia y en los remotos pueblos, se inscriben en torno a los brazos de la cruz los nombres de los muertos en el bando de los vencedores. Pero no podía ser esto suficiente para el propio Franco, como textualmente indica en el decreto de fundación del monumento, de 1 de abril de 1940. ¿Obedecía su obsesión por lo fúnebre monumental a una promesa semejante a la que solían hacer los viejos señores de la guerra para el caso de salir victoriosos en los campos de batalla? "Tal vez haya querido imitar a Felipe II, que levantó el monasterio de El Escorial para conmemorar la batalla de San Quintín", se imagina fácilmente una persona que estuvo tan cerca de él, y durante tanto tiempo, como su primo y secretario, el general Salgado-Araújo.
El sentido faraónico de tumba para su creador y, más precisamente, el sentimiento de desafio a la posteridad o la vocación de eternidad, como se decía; es decir, la convicción y seguridad de Franco y su mandato, en una palabra, de eternizarse aparecen explícitos y transparentes desde el mismo texto del decreto de fundación mencionado. Allí se considera, en efecto, "necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafien al tiempo y al olvido y que constituyan lugar de meditación y reposo en que las generaciones futuras rindan tributo de admiración a los que les legaron una España mejor", empezando, naturalmente, por él; lugar "en que, por los siglos, se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la patria. "Lugar", insiste, "perenne de peregrinación, en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco al campo en que reposen los héroes y mártires de la cruzada".
¿En qué se ha convertido realmente el Valle de los Caídos y qué es hoy para los españoles? Ya por la forma en que se construyó -miles de presos políticos trabajaron allí, sobre todo en los comienzos de las obras, entre los que figuraban abogados como Peces-Barba y ensayistas como Gaya Nuflo, así como militares que habían sido compañeros de promoción de Franco y de Millán Astray, que al menos les llevaba tabaco, por más que aquél no les dirigiera la palabra jamás-; ya por eso Cuelgamuros no podría ser nunca símbolo de reconciliación, sólo mencionada de boca para afuera y cuando una nueva sociedad española o cuestiones externas exigieron una imagen ligeramente más presentable de lo que ya no podía ocultarse. Ni en el discurso de inauguración pronunciado por Franco ni en la advertencia final de su testamento queda en modo alguno desmentido el temor expresado por Salgado-Araújo en sus conocidas Conversaciones: "Si sólo es para los blancos, establecerá para siempre una eterna desunión entre los españoles". Y eso fue el monumento y su construcción: continuador de la represión y perpetrador de la división entre vencedores y vencidos.
No han tenido que pasar siglos, apenas unos pocos años, para que el libre albedrío y el creciente buen gusto de la gran mayoría de los españoles contradiga, con su ausencia y su indiferencia, las previsiones admirativas y peregrinatorias del dictador.
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