Algo huele a podrido en la playa
UN FESTÓN de rascacielos ha ido convirtiendo en sombra permanente las playas mediterráneas. Y una orla de basura y podredumbre entreflota en el borde del agua. Como los restos de un naufragio invertido, un naufragio de la tierra hacia el mar. Hay ayuntamientos, comunidades, grupos privados que tratan ahora de salvar, apresuradamente y con pobreza de medios, lo que podía ser su oro de temporada; apenas alcanzan ya a las prohibiciones de baños para salvar a sus visitantes y a sus conciudadanos de ojos escaldados, eczemas repentinos y posibles intoxicaciones. Es el resultado de años de voracidad.Cuando el turismo interior y exterior se aproximó a las playas españolas, por una serie de factores variadísimos que van desde el cambio de mentalidad que hizo que en el verano se buscara el sol en lugar de la sombra hasta una oferta de precios razonables -sobre todo en comparación de monedas-, una especie de horda se lanzó sobre ese nuevo dinero hasta devorarlo. Se construyeron enormes edificios casi en la misma playa, ocultando el paisaje y tapando el sol; nacieron ciudades sin infraestructura, sin alcantarillado, conducciones de agua o electricidad suficientes, calzadas para los automóviles, lugares de estacionamiento. Enormes fachadas de riqueza picaresca. Los caciques locales y sus validos ganaron millones sin perspectiva de futuro, o con esa perspectiva ilusionista que consiste en creer que aquello que se devora no se terminará nunca. Algo invirtieron en industrias, que también fueron precarias: sin elementos de depuración y de sanidad. Para ganar el dinero deprisa y en cantidad. Con sus detritus, sus vertidos de todas clases, arrojados al mar. Un mar que parecía infinito y también inagotable. Ahora está agonizando.
Lo que hacían los caciques locales no lo corregía el Gobierno central. En todo caso, algunos caciques nacionales acudieron a la riqueza local y contribuyeron a la predación. El Gobierno estaba tan sediento de divisas y tan poco decidido a la inversión en las zonas turísticas que cerraba los ojos. Ahora tiene que cerrar las narices para que no le llegue el olor a podrído. La vieja llamada del mar dorado repercutió en otros países. En Yugoslavia, en Grecia, que podían ofrecer concurrencia en precios, o en Italia, que la daba en servicios. Rápidamente se concluyó en uno más de los más viejos vicios españoles, el de aludir a la concurrencia desleal, al robo de turistas, a la maniobra antiespañola. Cuando otros tratan de ofrecer algo mejor y más barato, se conviene en que son unos miserables y toda la capacidad de impulso y de lucha se deriva contra ellos en lugar de a favor nuestro. El mejor esfuerzo se hizo en conseguir bajar los precios, para lo cual se importaron turistas famélicos a los que se daba un menú de barrio asiático y una habitación lóbrega. Cuando empezaron a huir se decidió que lo que convenía al país era el turismo caro, el de lujo. Hay todavía algunos grandes islotes ostentosos en la costa mediterránea, ligeramente más cuidados. Pero la contaminación llega a todas partes.
¿Es demasiado tarde? Para algunas cosas, no. Es tiempo todavía de imponer un control estricto sobre los vertidos al mar, unos servicios de limpieza en las playas -no es mano de obra la que falta-, una infraestructura material y otra cultural (que el turista tenga una retaguardia en la que distraerse después del sol), una política de paseos marítimos, un control de calidad en los hoteles, en los restaurantes, sobre los operadores turísticos, en la limpieza de los aeropuertos. Hay algunas autoridades que lo vienen intentando desde hace muchos años. Habría que escucharlas.
Pero ya estamos dentro de este verano, en plena temporada de vacaciones, y una gran parte de playas significativas del Mediterráneo tienen que prohibir los baños y regular, como pueden, el hacinamiento. Es algo que se nos está yendo de las manos.
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