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Tribuna:CRÓNICAS URBANAS
Tribuna
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Oficio de anacoreta

Manuel Vicent

La ecología es la santidad moderna, y ese camino de perfección que conduce a un cielo de lechugas tiene varios grados, distintos nexos entre el espíritu y la hierba. Durante el vuelo vegetal del alma hay noches oscuras con un mal sueño de excrementos radiactivos y focas degolladas, pero se producen, igualmente muchos éxtasis de vaca o estados de beatitud, y a través de ellos, los nuevos santos planean sobre los montes de Icona hacia un horizonte de coliflores. Como sucedió con los justos en la antigüedad, también hoy existen ecologistas místicos o ascéticos, iluministas de sembrado, buleros de Malasaña, hedonistas de granja avícola, jóvenes solitarios que creen conseguir la salvación en el desierto y misioneros que navegan en chinchorro hasta la fosa atlántica, para alcanzar el martirio poniendo la coronilla bajo un bidón de residuos atómicos. Éste era un ecologista de vía dura, de los que se flagelan con un látigo de acelgas. Había descubierto el yermo en los calcinados yesares de Arganda, y habitaba una cueva de anacoreta con magníficas vistas al basurero general de Vaciamadrid. Por encima de las colinas de estiércol neocapitalista podía contemplar las crestas de la gran ciudad y el resplandor de aquel fuego de sandía que emergía de ella por la noche inflando la oscuridad.Según como se mire, este desierto de Arganda no tiene nada que envidiar a la Tebaida, aquel paraje del alto Egipto donde se refugiaron algunos cristianos primitivos para hacer penitencia a salvo de curiosos y otros domingueros. Las ruinas faraónicas de Luxor, en medio de un paisaje lunar; los templos de gloria derrotada, y las cabras alucinadas, que devoran papiros bajo un sol astillado son similares al extrarradio de Madrid, con aristas de cal viva, lagartos hervidos por el calor, alacranes deslumbrados que se hallan frente a la caída de otra civilización, cuyos despojos se almacenan en el inmenso muladar a los pies del nuevo eremita, aunque ahora sobre su cabeza pasaban aviones de Barajas o de Torrejón. Este ecologista de rama ascética fue en su tiempo un licenciado en Ciencias Económicas sin trabajo, un extracto urbano de cafetería que se alimentaba de hamburguesas y monóxido de carbono con toda normalidad, pero de pronto, el miedo a las postrimerías o el terror a la informática o las sucesivas oleadas de aparatos japoneses o los cuellos de pollo con hormonas le convirtieron en un mutante de asfalto. Comenzó a vislumbrar el fin del mundo a través del ventanal del café Lyon. Primero se hizo vegetariano simple y se puso a predicar el evangelio de las zanahorias, a leer el futuro de la humanidad en las manchas solares, en las agallas de los peces muertos que flotaban con la tripa hinchada en el Manzanares, a presentir negros augurios en los bocadillos de chorizo, en, los atascos, en la sequía, en la lluvia de pájaros fritos en la calzada. Y un día abandonó la ciudad. En este momento estaba escarbando aquella montaña de basura y un trueno de cazabombardero había dejado una raya de humo en el espacio. El anacoreta guiñó un ojo blasfemo hacia lo alto y comentó con el otro mendigo:

-Ése lleva la atómica.

-¿Y qué?

-Cualquier día la sueltan.

- -Aquí, en el estercolero?

-estos o los rusos.

-Si la sueltan, se acabó nuestro negocio.

Traía barba y pelambrera; gafitas redondas de montura dorada y vestía los andrajos de la rebelión herbolaria. En la primera época de su conversión se había afiliado a la nueva orden de mendicantes. Alguien le había dado el soplo feliz. Probablemente algún nativo había corrido la voz por las plazoletas iniciáticas de la contracultura de que en los naranjales de Valencia se necesitaba gente para la recolección de la fruta. Allí había buenas vibraciones y se podía hacer el amor en los quioscos de la música.

En la escuela abierta de las aceras de la ciudad se intercambiaban en aquel tiempo ideas de fuga, fórmulas para sobrevivir juntos, y se abrían banderines de enganche hacia el este del Edén. Había muchas mane ras de romper el dogal. Una tarde de fin del mundo, en el café Lyon, escuchó el rumor de que en los huertos del Mediterráneo se hallaba el paraíso terrenal otoño-invierno. Llegas allí, vas a tu aire, comes de lo que hay, recoges naranjas bajo el sol, alargas el brazo y te encuentras con una bola de oro en la mano, te pagan bien, cuando te cansas, te sientas, y duermes en cualquier terraza de la playa., El campo te saca los forros del corazón, te esmerila el cuerpo astral. Después de todo, el hombre necesita muy poco para subsistir: una patata cocida, un puñado de habas secas, tres mandarinas, y ya no te mueres. Si eres fuerte de alma, nadie te tumba. El resto es tuyo. En el camino de perfección vegetal, dentro de una iluminación agraria, este ser fue uno de los primeros en apuntarse a la nueva orden de legos mendicantes, que iba a la pera limonera de Lérida, a la vendimia de La Mancha, a la recogida de naranjas, como un método místico de salvación perentoria o siguiendo la moda de ponerse a ras de la supervivencia en plan estético. Entonces aún tenía aquella compañera de cara color tortilla, de córneas espirituales, y ambos formaron una pareja de santos temporeros que recorrió los campos, las naranjas, las comunas, las orgías de equinoccio y solsticio a la luz de la luna, los valles húmedos, los secanos con uva moscatel, y en las ceremonias de esta religión agropecuaria lanzaba alaridos macrobióticos:

-¡Dios es una lechuga!

-Para el carro, hermano.

-Lo dice el profeta Isaías.

-¿Qué dice?

-Que la carne es hierba. El Cordero de Dios también era vegetariano. Se alimentaba de las lechugas de Judea.

La novia le abandonó. El trabajo en el campo se esfumó. Este tipo volvió a Madrid con unos mendrugos en el morral por el borde de la cuneta, y aquel viaje a pie bajo el ascua del sol acabó por volarle del todo la sesera. Previamente, en las pláticas interiores con la propia alma ya había elegido la vía dura de perfección; por eso en cuanto vio aquella madriguera de zorros en mitad del paraje calcinado pensó que era el lugar idóneo para establecer el vínculo más escético de unión con la naturaleza. La cueva estaba en el repecho de una ladera, entre canteras de grava, y alrededor no había sino otros cerros de una tonalidad de yeso abrasado con abrojos. A sus plantas tenía el vertedero general de Vaciamadrid, y por encima de esas colinas de basura aparecían las crestas de la ciudad, coronadas dé luces y anuncios parpadeantes. Un profundísimo hedor de cálidas dulzuras llenaba el espacio, donde hacían las maniobras de aterrizaje los aviones de Barajas o los bombarderos de Torrejón.

A este sujeto lo han conocido muchos madrileños en su época de evangelización en las esquinas de Callao, en algunas bocas de metro de los bulevares o en las tascas de turistas. Era aquel señor de media edad con barbita gris de chivo real y túnica hasta la rodilla que paraba a los peatones blandiendo una cruz de zanahorias o perseguía a los incrédulos con un ramo de espinacas:

-Hermano, ¿puedes oírme?

-Diga.

-La carne está llena de toxinas.

-Ya.

-El mundo está a punto de acabar.

-Bueno, ¿Y qué?

-Hay que huir de la ciudad. ¿Quieres venir conmigo?

No tenía una chapa; sus amigos creían que se había hecho espía, aunque otros sabían que ganaba dinero con un negocio de basuras, pero en esos días él llevaba una vida muy ordenada. A la salida del sol se ponía como un alcotán, ojo avizor, en la boca de la cueva, y desde allí veía la caravana de camiones que venía a descargar los desechos de la ciudad en el vertedero municipal. Ese espectáculo le sumía en una profunda meditación matutina. Madrid le parecía un inmenso animal que defecaba sin cesar trozos de aparato, coches viejos, ordenadores, latas, botellas, restos de alimentos podridos, y esa letrina formaba una categoría perenne, llena de destellos de vidrio; algo permanente y en continua evolución, en plan río de Heráclito del consumo.

Aquel mundo era para algunos un sueño de California. Cada mañana, un ejército de pordioseros y otros buscadores de oro más profesionales esperaba la llegada de la nueva basura y se ponía a escarbar frenéticamente la mina de harapos y envases en busca del tesoro perdido. Las viejas damas suelen arrojar esmeraldas al cubo, las trituradoras traen algunas veces billetes, joyas, transistores intactos. Entre los exploradores del gran muladas de Vaciamadrid corrían leyendas áureas, pero entonces este anacoreta aún subsistía, como un beato de Zurbarán, confeccionando cestillos de mimbre, amuletos de dioses fenicios y flautas de caña, que luego vendía en los tenderetes de Moncloa mientras predicaba la salvación por el camino vegetal. También sufría las tentaciones clásicas del eremita, y eso sucedía cuando las neuronas le habían hervido demasiado después de un día de sol. No tenía visiones de mujeres desnudas ni el demonio le ofrecía la posesión del valle a, cambio de un lomo de cerdo. De noche, él sólo imaginaba aparatos mórbidos, coches descapotables, electrodomésticos zumbando en el interior de la madriguera de zorro, vertidos atómicos, ballenas ensangrentadas, focas segadas con guadaña y ordenadores que le introducían la terminal por detrás. Al atardecer comenzaba a oír el bullicio de máquinas de la ciudad, y el demonio cogía la forma de un bombardero de Torrejón, una piñata con la tripa llena de regalos nucleares que sobrevolaba su cerebro. Para alejar de sí esas imágenes obscenas se flagelaba con un látigo de lentisco y otras hierbas de monte bajo. El desierto de Arganda era la Tebaida, con los deslumbrantes yesares perforados de escorpiones, y allí delante estaba Madrid, las ruinas de una civilización capitalista que vertía las heces de lujuria a sus pies.

Fue en aquella etapa de penuria absoluta cuando el anacoreta licenciado en Económicas decidió bajar desde el cenobio al basurero general. Las colinas de estiércol humeante eran exactamente el infierno, y por sus laderas ascendían mendigos excavadores que ensartaban con largos tridentes zapatos putrefactos, piltrafas de maquinaria y escorias de plástico nunca degradado. Entre los exploradores había especialistas en diversas clases de miseria, aunque todos iban en busca del tesoro.

-Hermano, ¿sabes qué es la OTAN?

-No.

-Un dragón de siete cabezas atómicas.

-Yo sólo busco botellas.

-Algún día, esos aviones descargarán su odio contra los inocentes.

-¿Y qué?

Hacía apostolado con los pordioseros del muladar; sobrevivió algún tiempo vendiendo envases, hierros, papeles y frascos de vidrio, igual que ellos, pero tuvo la suerte de encontrar aquel brazalete de diamantes al segundo mes. Las piedras preciosas brillaban en el fondo de una bota, como un guiño de Dios. Con eso compró un motocarro. El negocio se puso en marcha. Sin abandonar las prácticas vegetales ni el amor a la naturaleza, descubrió cierta claridad en el horizonte. Una simple organización en el trabajo le permitiría vivir ascéticamente en medio del vertedero de la civilización y participar en plan telúrico en la ley del eterno retorno. Las heces que la ciudad le enviaba, el anacoreta las devolvería a la ciudad. Comenzó a cargar el motocarro con residuos provechosos para venderlos en los almacenes de chatarra o en el depósito de los traperos. Un día, los sicarios de algún contratista de basura le ahuyentaron del muladar a escopetazos. Entonces halló la solución con la que hizo fortuna. Primero iba solo de furtivo al anochecer, después de predicar las zanahorias, seleccionando los mejores desperdicios en los cubos de los portales. Eso le permitió ampliar *la empresa con un par de camionetas. Contrató a viejos camaradas de Vaciamadrid. Luego formó una pequeña sociedad ilegal con varios furgones, carros de gitanos, y con esa flota se dedicó a robar basura en las aceras de la ciudad. Hoy, ese señor de barbita de chivo real que asalta a los peatones en la calle con una oración ecológica blandiendo cruces de espárragos, de zanahorias o de puerros tiene cuatro apartamentos en el centro Azca. Dirige el negocio desde una cueva de zorros en el desierto de Arganda, y a veces baja a Madrid como un romero, con la esclavina llena de conchas. Suele predicar en Callao, y algunos todavía le dan más monedas.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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