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El problema nunca resuelto del teatro popular y el recurso de los clásicos

En algunos puntos de Madrid, oreados y frescos en la noche, va a transcurrir la campaña veraniega de teatro del Ayuntamiento de Madrid. Parece que se han descartado ya algunas plazas calcinadas y céntricas, donde el verso y la prosa se mezclaban con los gritos guturales y el ruido de las turbinas de la recogida de basuras, de algunos ebrios y felices cantores en grupos callejeros y de la televisión de los vecinos con ventanas abiertas.Se insiste en los precios populares; quizá algún día se llegue a que no haya precios ni vallados y estos espectáculos sean gratuitos y a cargo enteramente del ayuntamiento o de la autonomía. Lo cual será un bien, si lo que se ofrece dentro (que ya será fuera) incita al público hacia el teatro y no le da la idea de que es algo inmensamente aburrido.

Programación y calidad

Cuestión de programación y, por lo menos, de alguna calidad. Todos los años por esas fechas se plantea la cuestión de qué es teatro popular. Un problema histórico y nunca resuelto. A partir del enigma mismo de lo que es el pueblo. Un fluido que cambia, que se recompone y descompone según las mutaciones sociales, las recepciones de información y datos culturales por otros medios, el núcleo actual de sus problemas: y, de una manera muy simple, lo que desea ver o lo que necesita ver.

Este enigma suele resolverse -y así va a pasar este año, según la programación hecha (véase EL PAIS de 29 de junio de 1983)- acudiendo a los clásicos, que nunca parecen sospechosos, o por lo menos que no hacen culpables de falta de cultura a quienes los programan, y acudiendo a las disponibilidades de compañías o grupos que acuden a estos recursos.

Se ha señalado ya alguna vez el riesgo de la popularización del clásico: las compañías que los trabajan, con la ansiedad de que necesitan una taquilla, suelen retorcerlos, exprimirlos, recortarlos, actualizarlos, acentuar su parte graciosa o melodramática y los refunden también con la esperanza de que algunos ingresos en la Sociedad de Autores (el del refundidor de obras de dominio público, que equivale al del autor) acudan a mejorar su sacrificio. Algo generalmente bastante distinto de las buenas y necesarias refundiciones. El camino conduce a dos malos fines: uno, el de que no se contribuye al verdadero conocimiento del clásico; el otro, que finalmente no se llega a la diversión. Veo que entre las compañías contratadas puede haber muy ilustres excepciones a este doble mal.

Mirada al pasado

Pero veo también que el recurso al clásico no cesa. Y, en general, al pasado: de Shakespeare a Arniches y Vital Aza. O la vanguardia de Jarry, que tiene más de 100 años. Hasta un espectáculo parateatral, montado en la plaza Mayor, resignado a proyecciones y fotografías, y que probablemente sea de los que tengan mayor adhesión popular (y es inquietante la sospecha de que sea así porque está más alejado del teatro) se refiere a los años veinte.

Ir más allá en esta inquietud podría ser o convertirse en prejuicio, y sólo cuando cada espectáculo se produzca tendrá su verdadera irradiación. Pero la inquietud queda manifiesta. Una lluvia de teatro del pasado, contratada generalmente de una manera residual, parece que va a batirse sobre Madrid como ha sucedido en años anteriores. Parece que el enigma de lo que es el pueblo -en este momento y estas circunstancias: aparte de las grandes abstracciones que lo escriben con mayúscula, y que finalmente resultan menos misteriosas que las concretas- se va a resolver, otra vez, entregándole un teatro residual y tópico a precios reducidos.

Se sabe que no es un desprecio, puesto que hay una seguridad de que quienes dirigen estos corrales no lo desprecian; puede ser que haya una resignación, una limitación al campo de lo posible. Y también una dosis de ignorancia mezclada con la buena voluntad.

El problema no está en que se lance un grupo de espectáculos en los que sin duda habrá alguno claramente bueno, o con una garantía previa, sino en la contribución no deseada a la desculturización: a que quienes vayan a verlos crean que ésos son los clásicos, que ése es el teatro, y decidan no comprometerse nunca más en esa aventura.

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