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1984

Hay en el momento actual dos grandes fechas irreconciliables. En 1984 sitúan los catastrofistas históricos el límite cronológico de la civilización oprimida y degradada por el irresistible avance tecnológico, según el célebre modelo novelístico decretado hace ahora tres décadas por George Orwell. Y en 1984 cifran las esperanzas de recuperación económica y social todos los ministros mundiales del ramo, incluido el señor Boyer, como consecuencia de los primeros efectos positivos de la revolución tecnológica pospetrolera.Dicen los numerarios del pesimismo que Orwell tendrá razón el año que viene porque su pesadilla profética habrá sido transformada en realidad espantosa por arte de maquinismo diabólico, cuyo mejor ejemplo son los Estados Unidos del Gran Hermano Reagan.

Dicen los optimistas que gracias al impulso de la nueva economía norteamericana, el año de Orwell será de espléndidas vacas gordas para aquellos países que estén en la órbita del Gran Hermano yanqui.

Los razonamientos son tan antagónicos como las cronologías. El horror de los temerosos de 1984 ocurrirá por el espectacular desarrollo de las maléficas tecnologías informáticas, electrónicas, genéticas, nucleares y audiovisuales. Los eufóricos de 1984, por contra, basan su entusiasmo en el auge de las benéficas tecnologías informáticas, electrónicas, genéticas, nucleares y audiovisuales.

El año que viene serán dos años tan radicalmente distintos que, para evitar mortales despistes de circulación histórica, lo más recomendable será saltárselo a la torera hasta que los unos y los otros decidan construir sus utopías y antiutopías respectivas con palabras diferentes.

Lo verdaderamente insoportable es el espectáculo de un duelo ideológico sin cuartel en el que los interlocutores suenan lo mismo. En tales condiciones, con los discursos semejantes hasta el delirio, sólo cabe buscar las distinciones elementales de 1984 en la superficie y en lo superficial. En las indumentarias, las miradas, los sexos, los gustos, los gestos, los gastos. Asunto que explica el insólito auge en este país de la pornosemiótica. La ciencia de traficar con los signos amarillentos.

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