El mundo, la memoria y el alma
Tuvo una infancia llena de sombras y de violencias en una tierra de largos e infinitos paisajes poblados de fantasmas. Fue un tiempo de muertes y temores. Luego, empezó una larga etapa de infinita soledad. De todo eso se formó un hombre a veces desolado, a veces sumergido en sueños imposibles y en pesadillas inevitables, eternamente solitario, un hombre discreto y suave. Los muchos mundos que habitan la memoria y el alma de Juan Rulfo le ayudan a habitar este nuestro mundo cotidiano.Tiene pequeñas manías y grandes temores, y un humor tímido y ágil que mucho le ayudó a ir toreando los avatares de la vida. Hay muchas presencias constantes: la infancia entre un torbellino de tiros y matanzas, el padre muerto, los tíos todos muertos en aquella familia campesina de los perdidos rincones de Jalisco, la abuela y sus fábulas, la abuela y sus fantasmas. Todo eso está en lo que escribió. Prefiere no hablar de símbolos en su literatura. Sus mundos están en sus escritos, que cada cual interprete su victoria como quiera. Para él, es cosa pasada.
Pequeñas manías, pequeños hábitos
Hombre de pequeñas manías, pequeños hábitos: Es el eterno amante de libros y librerías, del ritual del café interminable con los pocos amigos, es el cazador de sueños ocultos en la música, y es también un hombre de aspecto frágil y anónimo, que camina con pasitos ligeros como si tuviese una especie de urgencia inevitable o como si escapara de algún perseguidor implacable. Luego se sienta y habla de cosas que ocurrieron con la misma calma con que habla de otras cosas, las que no ocurrirán jamás. Juan vive entre sueños y pesadillas, de antes y de después Todos los mundos de Rulfo conforman un mundo de ternura y soledad, un mundo de desoladas esperanzas.
Ese escritor que también busca lleno de cautela y de silencio, el cariño y la comprensión en los pocos amigos, es el gran maestro de toda una infinidad de escritores de América. No tiene, porque no forma parte de sus mundos, la estrella contagiosa de confianza y de lo cura de Gabriel García Marquez, no tiene tampoco la agilidad ni la tierna melancolía de Julio Cortázar -mundos distintos, fantasmas diferentes-, y tampoco tiene ese aureola de arrogancia que acompaña otros pasos mexicanos. Es, siempre y siempre, un hombre que se pierde en multitudes, que fuma entre silencios.
Hace muchos años publicó dos libros y luego se calló para siempre. El reconocimiento a su obra vino en olas esparcidas y suaves, no hubo jamás la explosión de las mareas.
Él era ya un clásico mucho antes que los demás fuesen descubiertos o se descubriesen a sí mismos, y todos los jóvenes de hace quince o veinte años sabían que allí estaba el maestro. Pero el maestro ya había retornado a sus fantasmas, enfrentaba viejos y nuevos temporales, que se quedó a un lado mirando cómo nacían los demás.
Hace dos años y medio, el Gobierno mexicano le prestó su homenaje lleno de lentejuelas y fanfarrias, y en medio de toda aquella algarabía otra estrella, Gabriel García Marquez, escribió un texto de agradecimiento al maestro silencioso. Se conmovió el maestro con el texto, se asombró con el ruido del homenaje, pero no se inmutó. Siguió callado.
El premio que le ha dado ahora España es, en verdad, el segundo que recibe en su vida. El primero fue el Premio Nacional de Letras de México, en 1970. Vale decir que el premio que le dio ahora España es el primero en importancia que Rulfo ganó fuera de las fronteras de los rutinarios galardones mexicanos.
Eric Nepomuceno, brasileño, es escritor y periodista.
Babelia
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