Prescribir medicamentos: algo más que un talonario
Por si fuera escaso el protagonismo de la terapéutica farmacológica en la sanidad actual, estamos viviendo estos días un recrudecimiento del debate a un nivel insólito. Las benévolas recomendaciones que anteriores Administraciones hacían en años pasados para reducir el consumo de los medicamentos, dirigidas más bien a los consumidores, se han convertido en inspecciones tajantes sobre el número de talonarios que los médicos utilizan para prescribir en la Seguridad Social. Naturalmente, la Administración no se va a limitar a inspeccionar, sino que, supongo, recriminará al médico que supere una determinada cota de prescripción. Como era de esperar, esta medida ha sido aceptada con división de opiniones. Y pitos y palmas se van vertiendo tanto en la Prensa especializada como en los medios generales de información.Si en algo estamos casi todos de acuerdo es en que los médicos prescribimos mal; y casi siempre con exceso.' No me cuenten las excepciones. No hablo de algunos especialistas en medios hospitalarios y académicos, que son minoría dentro de la gran masa médica española. Hablo de los miles de médicos en hospitales, ambulatorios y consultas privadas que recurren a la receta con excesiva frecuencia y que deciden tratar cada síntoma con un medicamento (que, además, suele ser asociación de otros varios).
¿Por qué prescribimos mal los médicos? Las respuestas suelen aportar causas numerosas; he aquí algunas:
- Exceso de producción de medicamentos.
- Escasas fuentes de información objetiva.
- Estructura irracional de los centros sanitarios (ambulatorios, etcétera).
- Estructura capitalista del mercado farmacéutico.
Falta de tiempo para un reciclaje que es inaplazable
- Mala formación terapéutica en las facultades de Medicina y en los períodos de posgraduado.
No voy a analizar ahora la razón o sinrazón de todas estas posibles causas. Aunque, por lo que a mí me toca, acepto al tanto por ciento de culpa que me corresponde; y afirmo que, en efecto, la formación terapéutica que hemos dado y que damos en nuestras facultades los que, teóricamente al menos, somos los expertos, es inadecuada para el recto prescribir de los medicamentos. Me impresionó, sin embargo, la afirmación de un autor cuando, al analizar la posibilidad real de influir desde la facultad sobre la conducta prescriptora decía que la eficacia de la farmacoterapia depende de lo que real mente hace el que prescribe una medicación, y no de lo que se le enseñó pero no comprendió, ni de lo que aprendió pero olvidó ni de lo que sabe pero es incapaz de aplicar. No vayamos a creer que esta deficiencia es específicamente nuestra. Las palabras que acabo de citar derivan de trabajos made in USA. Pero probablemente nuestra peculiar desidia y frivolidad están impidiendo abordar una salida más rápida de esta crisis.
Si analizamos con perspectiva toda esta situación, me atrevería a afirmar que, a todo lo largo del proceso de la farmacoterapia, desde su aprendizaje en la facultad hasta su realización en el ambulatorio, o en el hospital, o en el despacho de un ministerio en donde se toman decisiones, nos está faltando una figura clave: la que sabe asociar su conocimiento sobre los fármacos con su conocimiento sobre la complejidad del enfermo y su comprensión del médico. Me refiero al farmacólogo clínico, nueva especialidad médica que ha sido ávidamente aceptada e incorporada a todos los niveles en las sociedades de desarrollo sanitario más avanzado (Suecia, Reino Unido, EE UU, etcétera). Su introducción, sin embargo, en nuestro país ha encontrado resistencias incomprensibles hasta el punto de que, de los más de 60 hospitales de la Seguridad. Social, sólo uno posee un servicio de farmacología clínica.
Reconozcámoslo paladinamente; el fracaso de nuestra farmacoterapia es un fracaso masivo de información: la que hay que dar en el momento oportuno y por un profesional fiable, no un mero erudito. Olvidémonos, por un momento, de estructuras, filosofías políticas y prejuicios ideológicos, a los que nos aferramos los españoles hipnotizados por nuestro propio ombligo, y seamos prácticos. Si el número de medicamentos crece a gran ritmo, si el conocimiento sobre las peculiaridades de los fármacos y de sus interminables características farmacodinámicas y farmacocinéticas crece inconteniblemente, si la desinformación voluntaria o involuntaria dispone de abundante artillería, si modificar la rutina es difícil, ¿qué debemos hacer? Bien sencillo: pongamos abundantes piezas generadoras de información responsable, por su conocimiento médico y farmacológico, en todos los puntos críticos del sistema. Y esperen a ver los resultados.
El papel del farmacólogo
En resumen, resulta reconfortante constatar cómo las ciencias de la salud han sabido generar una respuesta al reto impuesto por la profusión de los medicamentos y por su tremenda actividad terapéutica y tóxica. Esta respuesta, iniciada claramente hace ya más de 20'años, ha consistido en la erupción de un nuevo especialista médico: el farmacólogo clínico. En la medida en que los Gobiernmos han sabido comprender su papel y valorar su función, están consiguiendo limitar, dentro de una estructura racional, las repercusiones sociales creadas por la dinámica del medicamento, con independencia de la ideología política que los inspira. Su presencia en los hospitales, centros comarcales de salud y ambulatorios debe constituir una fuente de seguridad y confianza para todos. Pero cuando los Gobiernos, como ha sido nuestro caso, no han utilizado la poderosa ayuda de la farmacología clínica o tratan de cubrir esa carencia con otras profesiones muy útiles pero intrínsecamente insuficientes para abordar el acto terapéutico en toda su complejidad, el resultado es nuestro actual caos, en el que hemos llegado a dar una solución quizá necesaria, pero a la que jamás teníamos que haber recurrido: imponer cubierta o abiertamente una limitación a la capacidad del médico para prescribir un medicamento.
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