Hombres de libros
Si algo tenemos en común los que hoy recibimos y, por medio e estas palabras, agradecemos estos galardones, es fundamentalmente el ser hombres de libros. Somos fabricantes y servidores los libros; los utilizamos pero quizá no más de lo que ellos nos utilizan; buscamos en los libros la inspiración, la memoria, el desafío y también a veces, por qué no, el consuelo. Nuestra fuerza y nuestra limitación vienen de los libros y en ellos depositamos y de los tomamos lo que creemos más vivo en nosotros, el amor mismo a la vida jugosa y traicionera, los sueños de la vida y el cansancio de los sueños. Con fábrica de palabras, de lengua a lengua en ocasiones, trazamos ese rostro de lo inasible que en último término, para nuestra desperación y por nuestro bien, sigue escapándosenos.Un lema desdichado de hace años años pretendía fomentar dulce vicio de la lectura con un competitivo e incompetente reclamo: "Un libro ayuda a triunfar'". Lo que se conseguía más ,en era el descrédito intuitivo de a lectura. Porque en este país quizá un libro ayude a triunfar, si alguien logra aprendérselo de memoria y asestarlo a diestro y iniestro sin contemplaciones; ero dos libros, tres, cien, la inaabable controversia de los libros, su diálogo y sus mutuas refuaciones, la fidelidad y la paciencia de los libros, en suma, eso nunca ha facilitado el triunfo de nadie, sino más bien la perpleidad y en ocasiones la cárcel. Lejos de transformarle a uno en radiante triunfador social, los libros suelen. convertirnos ante, todo en corteses sonámbulos de la cotidiartídad, cuando no en proscritos. Porque ese triunfo que prometía el anuncio está hecho de muy pocas palabras repetidas y amplificadas desde púlpitos, altavoces o pantallas; mientras que los innumerables libros suscitan la sed por todas las palabras, sobre todo por las no pronunciadas, por las vetadas, por las que nos comprometen o nos desmienten. Un libro puede confirmamos, pero muchos necesariamente acaban por sabotear nuestra máscara y de paso nos facultan para ir contra esas máscaras de las que está hecho cierto triunfo. Los, libros corroen las certezas sobre las que uno puede encaramarse y la inquebrantable adhesión que solemos tener a lo más obtuso de lo que somos. Quien quiera triunfar, hará bien en aprenderse cuanto antes tres o cuatro consignas (algunas de Benjamín Franklin le serán particularmente provechosas) y olvidarse luego de la lectura.
Y, sin embargo, en cierto sentido es verdad que los libros pueden ayudarnos a triunfar, aunque tal triunfo sea de muy otro orden que el puro éxito material. Por medio de los libros se puede triunfar o al menos luchar ventajosamente contra la amnesia, es decir, contra el olvido inducido de lo que somos y lo que queremos, contra la pretensión ciega de borrar nuestros sueños y nuestras experiencias a fin de convertirnos en ciudadanos sin espesor de un mundo prefabricado. Porque si bien la capacidad de olvido posibilita el goce del presente, como señaló Nietzsche, también es cierto que la memoria testimonia contra la legitimación de la injusticia como natural o inevitable. Correrrios hoy en España el peligro de que en nombre de las condiciones objetivas o bajo el peso de las circunstancias se nos quiera hacer olvidar los presupuestos radicalmente sociales, neutralistas y antiautoritarios del cambio político en que estamos empeñados. Los libros saben ayudarnos a exigir también el cumplimiento de la palabra dada. En segundo lugar, los libros pueden ayudarnos a triunfar o a combatir más eficazmente contra la hipocresía, que es también un intento de hacer olvidar por medio de la virtuosa e indignada máscara presenté los desafueros pasados. Del mismo modo que los golpistas del 23 de febrero pretendieron defenderse argumentando que no hubo sedición y que ellos eran pacíficos excursionistas confundidos con cazadores furtivos, algunos quisieran convencernos de que este país llevaba 40 años largos de dicha política y que hasta hace unos pocos meses no comerizaron los atropellos gubernamentales. Por triste ejemplo, un periódico que durante la dictadura no tuvo empacho en infamar a un estudiante asesinado para encubrir a sus asesinos, ahora se inquieta porque la letra de una canción pueda herir la salud, en este caso moral, de quienes tienen hoy más o menos la edad del joven que ayer ayudó a matar. Libros pues, reveladores y desveladores, contra la pudibunda hipocresía de los cómplices del pasado. Por último, los libros intentan ayudar a triunfar contra la violencia, muda y obtusa. Porque abrirse a la palabra, aunque sea una palabra feroz o provocativa, es abrirse al otro, solicitar su comprensión y esperar su respuesta.
Éstos son los triunfos que los libros buscan, los que los hombres de libros proponemos a la colectividad en la que nuestras soledades cobran sentido y compañía. Escribir siempre ha sido un peligro; para colmo, se ha dicho que en España escribir es llorar. Quizá en muchas décadas no vuelva a darse otra oportunidad como la actual de que esta triste situación se transforme fundamentalmente, para que a los riesgos de la escritura misma no sigan uniéndose, como ahora todavía, los de la persecución inquisitorial por culpa de lo escrito o esa otra amenaza aún más desoladora, la del vacío de lectores abrumados por la carestía, malformados en el desprecio a los textos o por la inexistencia de bibliotecas, reclamados por el exceso casi irresistible de otras fascinantes propagandas. Si ningún escritor desea realmente ser voz que clama en el desierto no es tanto por su interés personal o por salvaguardia de su prestigio, sino porque ese desierto donde lo escrito ya no tiene eco es el agostamiento de la libertad, que se hace de raciocinio y controversia. En último término, los hombres de libros buscamos y necesitamos hombres libres, y por eso queremos ayudar a fabricarlos. Así entendemos este reconocimiento oficial que hoy se nos concede y por ello nos alegramos doblemente, por nosotros y la comunidad, por nosotros en la comunidad.
Babelia
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