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Tribuna:DUODÉCIMA CORRIDA DE LA FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Galdós y los toros

Si a través de la obra de Galdós puede seguirse la evolución de los capítulos fundamentales en la vida de nuestro siglo XIX, lo taurino, muy bello como muestra y como encaje en la vida, no aparece escalonado en su historia. Algo parecido ocurre con la zarzuela, lo cual es bien significativo. En lo taurino, la prosa de evocación es de primera. Los años románticos fueron, tenían que ser, fundamentales en este aspecto, y por eso Mendizábal, el gran episodio romántico, tiene la corrida muy en medio. Es muy protagonista un cura, cura ejemplar, al que Galdós, con su técnica de simbolismo para los nombres, le bautiza como Pepe Hillo: sabe el cura tanto de toros como de antañona retórica neoclásica y de latín en verso altisonante, y la mezcla, pintoresca, se encarna en una bondad extrema. Galdós nos lo acerca en una corrida donde pelean dos grandes escuelas taurinas y con un aristócrata, Pérez de Guzmán, en el ruedo. La descripción es de antología. "Ya se comprende que con la compañía de Hillo en el fiero espectáculo aprendió Calpena no sólo los terminachos, sino las reglas del toreo, adquiriendo el placer de la lidia. Algunas tardes convidó también a Milagro, grande y antiguo aficionado. Entre los dos se sentaba Calpena en el tendido y a menudo tenía que intervenir para aplacar los bulliciosos ardores de la controversia. Era Hillo devotísimo de la escuela rondeña, y el, otro, de la sevillana: enaltecía el clérigo el arte propiamente dicho, la destreza en el engaño, la burla ingeniosa del peligro, la distinción, la apostura, la gallardía de la figura toreril delante de la fiera; encomiaba Milagro el valor, la brutal acometividad sin remilgos, mirando más a la eficacia de la suerte que al afán de pintarla y hacer arrumacos. Eran, pues, clásico el uno, romántico el otro".Figura de torero, torero, no entrará en los tipos y arquetipos creados por Galdós ni tampoco la corrida como cuadro de género, lo que sí leemos en algún buen capítulo de Palacio Valdés, y luego, claro, en Blasco Ibáñez. Hay en Galdós hasta su poco de chufla con los no barbados, que sólo podían ser curas, actores o toreros; hay también el apunte del crío rebelde -el hermano de Isidora en La desheredada- que se va de becerros. Cierto interés tiene como supervivencia del majismo señalado por Ortega lo del señorito -Juanito Santa Cruz, en este caso- vestido a lo taurino / chulesco con gran indignación de su burguesa familia. Es muy graciosa la escena de Narváez, colérico ya a la hora del desayuno, ajustándose el bisoñé mientras Bodega, su asistente, le ayuda a vestirse. "El fiel servidor, mudo y flemático, sin precipitarse en sus movimientos, luego que dejó el chocolate en la mesa, cogió el chaleco y, alzándolo en ambas manos, hizo un movimiento semejante al del banderillero cuando cita al toro y le muestra los palillos que ha de clavarle". Que la corrida fue en muchos casos preludio de motín político es historia documentada, y lo que Fernández Almagro nos enseñó de la explosión popular después de la tragedia de la escuadra en Cuba, Galdós lo señala en la revolución de julio. "Camino de mi casa", relata Beramendi, "me encontré a Sebo en la calle del Arenal. Me dijo con sigilo que se armaría el tumulto grande a la salida de los toros. No olvide vuecencia que hoy es lunes. La plaza está llena de gente; allí están todos los aficionados a la tauromaquia y a la politicomacia".

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Los niños, tan queridos por Galdós, son los protagonistas del mejor símbolo de la afición taurina. En la novela El doctor Centeno, apodo para Felipín, el protagonista, un criadillo de capellán de monjas, que se escapa al solar cercano para jugar al toro con un grupo de diablillos que juegan todas las suertes. En el desván / almacén donde duerme hay un toro -cartón piedra, compañero inseparable de la imagen de san Marcos. Felipín duda, palpa, lucha y al fin arranca la cabeza, asusta a la vecindad y se hace el amo en la corrida, infantil. Todo el capítulo rezuma picardía y ternura, y caminará paralelo de la pintura de género. "Era jueves y Andrés Pasarón, el hijo del tendero de ultramarinos, había pegado en una tabla del solar el cartel risueño de azul y oro que decía: 'Corria extralinaria a munificio, de la Munificencia', con toda la relación de los toros, diestros, ganadería y divisas, suertes y demás pormenores cornúpetos. Era jueves y, toda la clase se había dado cita en el solar. No se sabe la hora y el momento preciso en que hizo su aparición aquella novedad inesperada, admirable, verdadera. Imposible pintar el asombro, la suspensión, el alarido de salvaje y frenética alegría con que Felipe fue recibido... Hubo delirante juego, pasión, gozo infinito, vértigo... Después, cuando menos se pensaba, policía, guarda, escoba, caídas, dispersión, persecución, golpes. Así acababan las humanas glorias. Viose una víctima por el suelo hecha trizas: una cabeza partida en dos, en tres, en veinte fragmentos. Por allí, un cuerno; por allí, un pedazo de cráneo; más lejos, medio hocico. El guarda recogió los diversos trozos en un pañuelo, y tomándolo cuidadosamente con la mano izquierda, con la derecha agarró al criminal y se dispuso a llevarle a la presencia del maestro para que éste hiciera ejemplar justicia. La partida se dispersaba por la calle de la Libertad dando gritos, silbidos y alelíes. Felipe, sobrecogido y aterrado, no podía con el peso de su conciencia". No en vano, Galdós admiraba tanto al Murillo de los rapaces.

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