La isla de Miró
Sus familiares pudieron ocultarle durante unos cuantos días el fallecimiento de su último amigo íntimo, Josep Lluís Sert. Los otros, Joan Prats, Sandy Calder, Pepitu Llorens Artigas, habían causado baja en el censo de una amistad que se había robustecido con acontecimientos dramáticos, en situaciones de una sordidez desalentadora, pero, sobre todo, en el ámbito de esa intimidad irrepetible que propicia una colaboración estrecha en la creación artística.Para Miró, Calder era "como un hermano"; habían vivido juntos algunos momentos cruciales de sus existencias, y nuestro pintor jamás olvidaría la generosa colaboración de Calder en el pabellón español de la Exposición Internacional de París en 1937, que consiguió reunir con los dos artistas ya citados a Pablo Ruiz Picasso y a Josep Lluís Sert. Miró cree sinceramente que el sombrerero Joan Prats, al abandonar la pintura, había delegado en él su capacidad creativa. De Llorens Artigas dijo: "Es un hombre muy bueno que ha desempeñado un papel muy grande en mi vida. A través de sus cerámicas he podido descubrir nuevas posibilidades de expresión y nuevos horizontes para enriquecer mi obra con materiales nuevos". Y de todos es conocida la intensa relación que mantenía con Josep Lluís Sert. Con su muerte Joan Miró se convertía en el último eslabón de una aventura apasionante, y ahora, desde sus noventa años, contempla un paisaje interior de una riqueza singular, pero fatalmente averiado por las huellas de la desaparición de sus amigos.
Quizá resida en el hecho de haber querido compartir Mallorca con todos ellos la demostración más emocionante de su amor por la isla. En la medida de sus posibilidades, Joan Miró ha incorporado sus nombres al inventario de la cultura mallorquina, interviniendo decisivamente en la exposición en homenaje a Joan Prats, en la donación a la ciudad de Palma de un móvil de Calder -Nancy-, en una muestra soberbia de cerámicas de Llorens Artigas; o encargando el proyecto de su propio taller a Josep Lluís Sert: modestos ejemplos del empeño de Joan Miró en la participación de sus amigos en nuestra vida cultural. Pero, desde luego, su influencia no se ha ceñido a estos nombres: muchos otros artistas, escritores, poetas, críticos han enriquecido, siguiendo la estela mironiana, un panorama artístico y cultural que de otra forma se habría visto condenado a la modestia que imponen sus limitaciones.
Y, sin embargo, hasta 1969 no se expuso ninguna obra de Miró en ninguna galería de arte mallorquina.
Paisaje con figura
El inicio de la relación de Miró con Mallorca podría fecharse en su primera infancia, pero una fecha mutilaría gravemente esta relación, al no informarnos de la mallorquinidad de sus antepasados maternos, el primero de los cuales en ejercer una influencia notoria en el artista sería su abuelo, Joan Ferzá, un artesano del mimbre. Su abuelo paterno tenía una herencia en Cornudella. Joan Miró siempre ha valorado muy positivamente sus experiencias infantiles al lado de sus abuelos, cuyos oficios siempre le fascinaron. No es difícil rastrear en su obra esta fascinación.
Muchas veces ha contado Miró que sus padres le enviaban con frecuencia a Mallorca, encargando de su custodia durante la travesía marítima al mayordomo del vapor correo. Mallorca y el Camp de Tarragona fueron los escenarios de su primera y detallista curiosidad por el entorno, que afloraría más tarde en telas como La masia o L'hort de l'ase. Ha confesado, por ejemplo, que su vocación se decidió en Es Molinar, un día que tomaba apuntes en lo que era entonces una humilde barriada de pescadores, cerca de Palma. De estos apuntes ha escrito Jacques Dupin que demuestran "una atención escrupulosa por la realidad, que excluye cualquier fantasía infantil".
De Joan Ferrà conserva un recuerdo cariñoso. "Mi abuelo no sabía leer ni escribir, pero había viajado mucho, siempre en los trenes más lentos. Fue hasta Rusia. Era un gran tipo", le dijo a Georges Raillard. A mí me habló una vez de cómo le apasionaba verle trabajar el mimbre. "Me quedaba absorto contemplando las maravillas que aquel hombre era capaz de hacer con las manos".
"Aquí me sentía libre, liberado de la rutina de mi vida barcelonesa, que se agravaba por el hecho de ser un estudiante más bien mediocre. Llegaba a Mallorca y, como por un milagro, se me abrían los ojos, los mismos ojos que en Barcelona apenas si entreabría", me confesó en otra ocasión.
Dibujos en la arena
Cuando Joan Miró se casa, en Palma, con Pilar Juncosa, en 1929, su obra se había abierto paso tras diez años de dificultades en París, en una época crucial de la vida del pintor, en la que dejaron una huella profunda los dadaístas y los surrealistas, además de una larga lista de personajes, como Picasso, Gargallo, Hemingway... Se instala con su mujer en París. Reanudará más tarde sus contactos con los movimientos de vanguardia catalanes, pero de nuevo es París la capital que le acoge al estallar la guerra civil española. El matrimonio ya tiene una hija cuando, creyendo estar a salvo en Varengeville-sur-Mer, adonde también había acudido Bracque, caen las primera bombas alemanas sobre la población. Cuando sonó su explosión, Miró estaba hablando con Queneau. Durante la huida, Pilar se hace cargo de la niña, y el pintor, de una carpeta de guaches que había iniciado en Varengeville, las Constelaciones. Huyen de la invasión de Francia por las tropas de Hitler.
La inquietud es su compañera de viaje en su retorno a España: corre el año 1940 y su nombre puede ser asociado a alguno de los demonios que acababan de ser expulsados de una vez por todas del suelo patrio. Primero se refugiaría en casa de una hermana, en Vic, y poco tiempo después se instalaría en Mallorca, donde quizá podría sobrevivir sin sobresaltos excesivos.
En Mallorca terminaría su serie de las Constelaciones, una curiosa reacción lírica a los horrores de la guerra y que sería absolutamente decisiva para su consagración a nivel internacional. Pero, poco tiempo más tarde, el Joan Miró que se había aislado geográfica y artísticamente es un hombre taciturno, que sostiene sobre su espalda todo el peso de la desesperanza y que no es capaz de adivinar la menor chispa de ilusión cuando se atreve a mirar su futuro. "Recuerdo la época del fascismo. Yo me refugié aquí, en Palma, y me dije con gran amargura: 'Ahora estás listo: te vas a tender sobre la playa y dibujarás en la arena con una caña. O con el humo de un cigarrillo... No podrás hacer otra cosa. Se ha acabado todo'. Tuve claramente esa impresión en el momento de Hitler y Franco. La barrera total... Todo iba a desaparecer del mismo modo que el mar se llevaba mis dibujos" (a Georges Raillard).
A su alrededor se ha construido una resistente muralla de silencio. Pero, lentamente, irá recuperando la ilusión, recuperación a la que no será ajeno su reencuentro con las voces que todavía brotaban del campo mallorquín con los vivos colores de los siurells, con las herramientas y utensilios con que los payeses había sabido defenderse de la ruindad de una tierra que, por otra parte, era tan generosa al transformarse en paisaje, en el mismo paisaje de la infancia del pintor, final y definitivamente recuperado. Su obra nace en Mallorca y es admirada en todo el mundo, pero Ja isla la ignora por completo. Miró es una isla dentro de otra isla.
Pasarán muchos años antes de que las nuevas generaciones de mallorquines aprendan a valorar la vecindad de un artista como Joan Miró. Pero entonces él corresponderá con una generosidad sin precedentes. El entusiasmo con que respondió cuando se llamó a su puerta es el signo más distintívo de una personalidad profundamente identificada con este pequeño país insular. Sabía que quienes llamaban a su puerta nada tenían que ver con la Mallorca oficial, una Mallorca mezquina hasta el punto de negarse a satisfacer los deseos del pintor de dejar "algo grande" a todo el pueblo de la isla, mientras canonizaba solemnemente el monumentalismo tragicómico del Imperio y la monótona cursilería de una paisajismo pueril.
En su esquema simple y certero, simbolizado por un árbol, el algarrobo, que siempre tenía ante su mirada tanto en Montroig como en Mallorca, está muy claro que mientras unos se identifican con la metáfora de las raíces, otros se dedican. groseramente a ganarse las algarrobas: los mismos que han destruido el paisaje que se extendía frente a su casa de Cala Major.
Fin de un aislamiento
Desde el mismo instante en que escuchó la voz oculta de Mallorca, Joan Miró rompió su aislamiento personal y añadió su esfuerzo a la recuperación cultural de la isla. Su presencia conservó toda su capacidad de símbolo, pero también se hizo activa. Colaboró con los poetas ilustrando una antología en su honor, El vol de l'alosa; pintó carteles, dedicó ediciones de obra gráfica a temas mallorquines; dibujó portadas de libros; hizo donación de dos esculturas a la ciudad de Palma, Personaige y Monument, y, sobre todo, ha tomado las medidas necesarias para la creación de la Fundació Pilar i Joan Miró, que tendrá su sede en el estudio proyectado por Sert y en Son Boter, una hermosa casa del siglo XVIII, que se quiere convertir en centro de aprendizaje y experimentación de las técnicas de grabado y la litografia. Y es muy probable que una parte de su obra pueda protagonizar el futuro Museu d'Art Contemporani de Palma.
Su actual estado de salud le ha impedido realizar una gran escultura que debía levantarse en el Pare del Mar. Este gran parque, de todas formas, contará con un mural que, sobre un óleo de Miró, está realizando el ceramista mallorquín Lluís Casaldo.
Hoy la ciudad de Palma rinde homenaje a Joan Miró en su 90 aniversario. Una gran fotografía del pintor preside la vida de la ciudad en el paseo del Born. Ayer se inauguró una gran exposición en la sala Pelaires, la primera galería mallorquina que abrió sus puertas a la obra mironiana, en 1969. Pero es posible que a Miró le emocione íntimamente la iniciativa del Ayuntamiento palmesano de ceder una calle empinada de la ciudad, Sa Costa de sa Pols, a diez pintores jóvenes, para que, con brochas y pinceles, hagan en la calzada lo que les parezca.
Guillem Frontera es escritor.
Babelia
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