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Tribuna
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El refugio atómico

Manuel Vicent

En el jardín de esta casa de Somosaguas, en medio del césped, emerge un gran dado de cemento hueco que, a simple vista, puede ser confundido con la caseta del mastín, aunque realmente se trata de la entrada de un refugio atómico. Sólo hay que pulsar un botón en el tablero de mandos. Con un zumbido de caja fuerte, la primera plancha de acero se abre a los pies, y en seguida otras corazas blindadas, cada vez más herméticas, se levantan de forma automática a medida que uno desciende hacia la catacumba por una escala de barco. La sala principal del refugio atómico se halla a siete metros de prolundidad, y si allí pones la oreja en la alfombra, ya oyes canturriar a los demonios en el infierno. Es un mazacote tan gordo como la presa de Asuán, pero está adornado con cierta coquetería a la milanesa. Tiene moqueta malva, sillas Bauhaus, mesas de metacrilato, hilo musical, lámparas de globo y una tabla de la Virgen del Perpetuo Socorro en la pared. Es una réplica bajo tierra de un apartamento con cuatro habitaciones, tipo bombonera progresista, del complejo Azca, que se viera dotado también de periscopio submarino, grupo electrógeno, aire acondicionado con filtro antirradiactivo y depósito para víveres. Está pidiendo a gritos que una bomba nuclear caiga sobre él, pero corren malos tiempos y la lluvia de átomos tampoco cae a gusto de todos.Mientras la tercera guerra mundial estaba al llegar, el propietario de este refugio se había convertido en el mejor cliente del supermercado. Cada sábado cargaba el maletero del coche con botes de fabada, paellas sintéticas, latas de conserva, bolsas de merluza congelada, sopas rabo de buey, y, como una hormiga frenética, llevaba esta intendencia a su agujero.

-Ahora me va a dar sardinas en escabeche.

-¿Cuántas le pongo?

-No sé.

-Vienen en cajas de cien.

-Póngame cuatro.

-¿Va a montar una tienda, don José María?

-Nada de eso. Debería usted leer la Prensa.

El hombre era feliz dentro de aquella cámara acorazada y pasaba allí largas horas muertas contemplando los distintos elementos de supervivencia. Acariciaba voluptuosamente las botellas de vino y las cubas de agua mineral; lamía una y otra vez con la mirada táctil la batería de jamones colgados en la despensa, los sacos de garbanzos, las garrafas de aceite, y de un modo regular comprobaba los sofisticados instrumentos de salvación, que podía accionar desde el cajetín junto a la cama. Arriba, el periscopio. Apretaba el botón y entonces un émbolo de acero con cabeza de vidrio se elevaba a través del techo, de cinco brazas de espesor. Sin despegar el cogote de la almohada podía inspeccionar lo que sucedía alrededor del fortín. Algún día aquel campo visual estaría lleno de cadáveres radiactivos; pero en este momento, al meter el ojo por el tubo, sólo vio que sus hijos jugaban en la pradera del jardín, columpiándose en el magnolio bajo un sol de domingo, y que el mastín dormitaba a la sombra de un enebro. Todas las palancas funcionaban correctamente y bastaba con mover un dedo para que un sistema de células fotoeléctricas le colmara de cualquier clase de dicha. Incluso había allí un brazo ortopédico capaz de servirle un plato de judías con chorizo en estado de alta emergencia. Para que esta madriguera tuviera sentido, sólo faltaba una buena hecatombe.

Esta casa de Somosaguas posee también capilla privada, que antiguamente cumplía las mismas funciones que el refugio atómico. Don José María entraba allí, se postraba ante la imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro y pensaba un rato en el latifundio de Sevilla y en la fábrica de laminados en Getafe bajo el perfume de azucenas recién cortadas. En los últimos tiempos, el oratorio de esta mansión sólo lo utilizaban los murciélagos para dormir boca abajo en las vigas. Había sido desmantelado y los candelabros de plata, algunas tablas góticas y el sagrario barroco habían ido a parar a un comercio del Rastro, aunque el dueño no había licencido a su director espiritual, un viejo clérigo de ademanes hortelanos. Seguía manteniendo con él largas charlas acerca de la salvación en la profundidad del refugio atómico, adonde había trasladado un sentimiento religioso de idénticas características. Antes, don José María se creía unido al más allá a través de una conciencia de predestinado con la que Dios le había ungido. Ahora sentía que su destino estaba ligado a un bote de fabada, que él tomaría en la catacumba como el sacramento de la eucaristía mientras caía en Torrejón la primera bomba nuclear. El cura labriego, sentado en una silla Bauhaus, le decía a su penitente en el interior del pozo:

-Eso aún está por ver, don José María.

-No crea, no crea.

-La atómica vale un huevo y los políticos tendrán que hacer sus cuentas. Menudos son.

-La echarán. Se lo digo yo, padre.

No sólo era la bomba atómica propiamente dicha, que pendía como una cucaña sobre cualquier punto del planeta, incluyendo su casa en Somosaguas. Había otros peligros más inmediatos, aún más evidentes. A don José María le cogía un pasmo cuando salía al jardín y divisaba aquel muro de ladrillos que avanzaba desde Carabanchel sin detenerse jamás, con la fuerza irracional de una marea. Estaba muy cerca el momento en que ese oleaje de cemento, lleno de obreros náufragos, llegaría hasta su verja, y él entonces se vería obligado a disparar. Este hombre hacía vida normal; es decir, llevaba un bate de béisbol junto al freno de mano en el coche, varios cuchillos -todos con capacidad de matar súbitamente- en la guantera y una pistola del tamaño de una paletilla de lechal en el riñón, y con eso iba a misa en las fiestas de guardar, visitaba a directores de banco y asistía a reuniones de consejo. Este armamento era compatible con su piedad. Pedía a Dios que no le obligara un día a utilizar tales cacharros, aunque sabía que el mundo estaba muy mal. Leía los periódicos y se detenía con fruición ante cualquier noticia de cohetes con cabeza atómica que podían caer en una décima de segundo sobre su filete de ternera; seguía puntualmente-el problema de la OTAN, los cabreos de Reagan con el ruso, las conferencias internacionales y, al final se había convertido en un experto en desgracias colectivas.

A pesar de todo, cuando cruzaba por la ciudad, veía que la gente vestía con colores chillones y zampaba hamburguesas en las cafeterías, y escupía pipas en los estadios, y paseaba por los parques como si nada, y tomaba batidos de chocolate en las terrazas de primavera, y había mendigos violinistas en las aceras, y el público aún firmaba talones y letras de cambio. Incluso en la colonia de Somosaguas había señoras ricas embarazadas que esperaban con ilusión un nuevo heredero. Nadie tenía un refugio atómico; o sea, todo dios llevaba el cráneo a la intemperie. Pero no sólo era la amenaza nuclear. Había otros peligros más civiles. Desde el salón de la casa, a través del ventanal, don José María contemplaba con una lucidez depresiva la cornisa de la ciudad a lo lejos, aquella bruma de cemento que avanzaba hacia su coto, y, lleno de terror, decía a los suyos:

-Mirad aquello.

-Qué.

-Madrid.

-Es una vista maravillosa.

-Algún día, ellos caerán sobre nosotros.

Imaginaba lo que podría suceder si una mañana el alto mando conjunto declaraba el estado de alerta en Torrejón. Bastaría con un simple rumor. Entonces los ciudadanos, llevados por el pánico, tomarían todas las carreteras que conducen al Oeste, se producirían atascos espectaculares en los caminos; los conductores abandonarían los coches, huirían campo a través, se convertirían en bandas salvajes y famélicas, entrarían al asalto en cualquier casa, degollarían a sus habitantes en la cama para limpiarles la despensa y nadie sería capaz de detener semejante avalancha. Aunque tampoco era necesaria una alarma nuclear para eso. Si la crisis económica ahondaba un poco más y de pronto saltaba en pedazos el tinglado de la banca, el racionamiento no tardaría en aparecer. Esos distinguidos caballeros que ahora se acercan con humildad a la ventanilla del automóvil en el semáforo se transformarían en fieras y se multiplicarían por mil, por veinte mil, por cien mil, y todos vendrían a Somosaguas a pedirle cuentas. Don José María hacía vida normal. Iba a misa y a la fábrica con cuchillo y pistola diariamente, pero sólo se sentía feliz en el fin de semana, cuando bajaba al refugio atómico para poner a punto el cuadro de instrumentos de supervivencia.

Por el cielo de Somosaguas sólo cruzaban aviones de Iberia con la tripa repleta de turistas; en las calles de la colonia, los muchachos encabritaban motocicletas de trial y las institutrices británicas hacían saltar a la comba a niñas doradas. Aquel hombre dejaba eso fuera, y los días de fiesta se metía en el pozo de hormigón armado y, una vez a salvo allí dentro, ponía en el tocadiscos un canto gregoriano del coro de monjes del monasterio de Santo Domingo de Silos, y, mientras el recinto acorazado se llenaba con una melodía de antífonas, graduales, introitos, secuencias e himnos de ultratumba que le avivaban el terror del milenio, él con templaba gozosamente los botes de fabada, las paellas sintéticas, los jamones colgados, los sacos de garbanzos. Y el depósito de víveres le parecía un retablo barroco donde centelleaban miles de latas de conserva como en un sarcófago de faraón, estilo Bauhaus. Le gustaba mucho oír en la soledad de aquel útero de cemento el responsorio Media vita, el mismo que se entonaba en las iglesias durante la Edad Media ante las pestes bubónicas, las plagas de vómito negro y cualquier clase de tribulación. Entonces, don José María entraba en una especie de coma místico que le fundía el alma entre el miedo y el deseo de una gran hecatombe. El refugio atómico se había convertido en un espacio sagrado y tenía reservado el derecho de admisión. Por este motivo, hubo un grave percance en la familia.

Resulta que la tercera guerra mundial, con todo el aparato radiactivo, no acababa de llegar, y la gente aún era medianamente feliz en la acera y el hijo mayor de don José María no encontraba un buen sitio para llevar a su novia. Cuando aquella tarde el hombre pulsó el botón de la entrada y la primera plancha de acero se abrió a sus pies, y otras sucesivas corazas se levantaron y él bajaba por la escala de barco, escuchó en el interior unas risas licenciosas. Dentro del refugio atómico sorprendió a su hijo, desnudo, en compañía de una muchacha desnuda.

-¡Maldita sea-! ¡Fuera de aquí!

-Papá, no sucede nada.

-¿Qué dices, imbécil?

-Por mucho que te empeñes, no va a caer una bomba.

Los echó a patadas del santuario y la desgracia sucedió poco después. Don José María deseaba revisar los mandos cibernéticos una vez más para poner en estado de alerta roja número 2 el instrumental de salvamento. Tenía la idea de echar la siesta en la alcoba del refugio oyendo salmos gregorianos y aquel cántico de monjes que decía en latín: somos mitad vida, mitad muerte. Y así lo hizo. Estaba tumbado en la cama y, sin despegar el cogote del cabezal, bajó el émbolo del periscopio hasta sus ojos. Fuera del pozo se veía el jardín de la casa, los setos tranquilos, una criada con cofia y el mastín, que dormía en paz. Pero el hombre imaginaba que un día no muy lejano ese campo visual estaría lleno de cadáveres radiactivos, y él entonces permanecería a salvo con fabada suficiente para resistir dos años y después podría hacer vida normal con un traje de amianto. En ese momento pensó que había olvidado cerrar una escotilla del refugio atómico. Se levantó del catre y subió por la escala de barco. Fue un simple resbalón. Desde el primer peldaño, don José María cayó de espaldas y un mal golpe en la nunca contra el canto de una silla le dejó muerto en la moqueta de la catacumba. En el tocadiscos sonaba una antífona y todos los aparatos funcionaban correctamente.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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