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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Azaña, los funcionarios y el Gobierno

Don Manuel Azaña, en su condición de presidente del Gobierno de la República, presentó a las Cortes Constituyentes, el día 20 de octubre de 1931, al mismo tiempo que se discutía en el Congreso la futura Constitución republicana, promulgada en el mes de diciembre de ese año, un proyecto de ley que fue aprobado unas horas más tarde con la denominación de ley de Defensa de la República. La justificación y urgencia de esta ley se razonaba en que había personas, grupos y medios de comunicación que no admitían de buen grado la nueva situación nacida del 14 de abril, lo que obligaba al Gobierno a dictar medidas excepcionales.En lo concerniente a los funcionarios se decretaba, "como acto de agresión a la República, la falta de celo y la negligencia de los funcionarios públicos en el desempeño de sus servicios". Las sanciones posibles contra tales actos eran la suspensión o separación de sus cargos, o la postergación de los culpables en sus respectivos escalafones. Tales sanciones podrían aplicarse con independencia de las establecidas en las leyes penales. Azaña, en la maratoniana sesión del Congreso del 20 de octubre, al contestar a los diputados Alba, Barriobero, Ossorio y Gallardo y Royo Villanova, razonaba la necesidad de la ley con estas palabras: "El Gobierno republicano se encuentra colocado frente a un Estado, gobernando un Estado, mediante unos órganos de administración, con unos funcionarios y unas costumbres que no hemos inventado nosotros, que no han sido creados por la República, que obedecen a otros principios, están acostumbrados a otros resortes de mando, incluso a otras voces de mando, a otras innovaciones, a otros estilos de gobernar... Yo ruego a los señores diputados piensen si no han encontrado una y mil veces esta pasividad que no llega a ser falta, esta negligencia que no llega a ser delito ni puede ser corregida administrativamente, esta ausencia moral, esta frialdad, que es uno de los mayores obstáculos con que ha tropezado a estas horas la eficacia del Gobierno republicano... ¿Podemos consentir que los organismos que tienen más constante relación con la mayoría de los ciudadanos hagan cundir en éstos el desaliento y den el funesto ejemplo de desafección hacia la institución republicana ... ?".

Está claro que uno de los objetivos que impulsaba a aquel Gobierno a promulgar la ley era meter en vereda a los funcionarios. Otros problemas serían la prensa y los militares. La historia demostró, años después, que este error del régimen republicano se pagó a un precio muy alto.

La República, hoy, no es la forma de Estado, desde luego; ha pasado más de medio siglo y la realidad social no es la misma. Pero un dato permanece: los funcionarios y el Gobierno comienzan a no entenderse. Los funcionarios, y no precisamente los pertenecientes a cuerpos de elevados niveles y coeficientes, sino aquellos que forman la gran colectividad del funcionariado (que, por otro lado, son los cientos de miles que dieron su voto al partido del Gobierno), empiezan a tener conciencia de que vienen siendo sistemáticamente acusados de inmoralidad, corrupción, negligencia, falta de ética..., es decir, que son los culpables de los males que tiene hoy la Administración del Estado.

La incapacidad manifiesta que han demostrado históricamente muchos de nuestros políticos no se corresponde con la actitud y responsabilidad de esos otros servidores permanentes del Estado, entre los que hay diferencias sustanciales en el desempeño de las funciones y entre cuerpos, escalas y retribuciones, sobre todo retribuciones.

Colocar bajo el mismo listón a un inspector de Hacienda, un jardinero del ayuntamiento, un médico de la Seguridad Social, un trabajador de RTVE o a un catedrático de universidad no puede tener otro fin que provocar el confusionismo anecdótico. Su único nexo de unión es que todos tienen el mismo empresario, el Estado, pero a partir de ahí son formalmente distintos.

A golpe de BOE

El Gobierno, o, mejor, el armazón de cargos políticos que sostiene al Gobierno, no ha sido capaz aún de conectar con los funcionarios, salvo a golpe de Boletín Oficial del Estado. Es más, existe una gran desconfianza hacia ellos, como norma general, hacia los que trabajaron con anteriores Gobiernos, probablemente por no haber entendido que los funcionarios destinados en cualquier organismo sirven al Estado, no a un Gobierno o a una Administración pública determinada.En otras palabras, el buen funcionario es aquel que trabaja bien con cualquier Gobierno. Y ello no quiere decir que sea apolítico, sino que es apartidista cuando cumple sus funciones. Que los administradores del poder miren con recelo y desconfianza a los funcionarios es grave, excepcionalmente grave. Primero, porque aún no tienen los conocimientos y experiencia suficientes; segundo, porque los funcionarios son los que ponen en marcha la máquina de la Administración todas las mañanas. El Gobierno puede tener inmejorables métodos para resolver los problemas, pero quienes de verdad los conocen son los funcionarios, y hasta saben las soluciones, aunque vengan tradicionalmente sufriendo la ineficacia de los diferentes sistemas.

En este hipotético tren que el Gobierno impulsa falla, al igual que falló en la II República más acentuadamente, el vagón que une a los políticos con los funcionarios. Y éste no es un problema de incompatibilidades, corruptelas o inmoralidades, sino, fundamentalmente, un problema de confianza. Hay una pesada herencia que cada Gobierno recibe de su antecesor, pero los funcionarios no forman parte del saldo negativo, muy al contrario. Que han existido y existirán funcionarios corruptos es tan cierto como que en cualquier época y lugar hay, y habrá, políticos y profesionales de cualquier ámbito corrompidos y corruptores, pero eso no supone hacer pasar a todos por el mismo rasero de inmoralidad.

En España hemos descubierto, dolorosamente, que el Estado puede funcionar largos períodos de tiempo sin políticos eficaces, pero lo que no se ha demostrado todavía es que el país aguante una huelga de funcionarios.

El actual Gobierno sería mucho más eficaz si lograra un normal y respetuoso entendimiento entre los detentadores del poder político y de la gestión administrativa. El funcionario medio, como cualquier español, también lucha por una sociedad más democrática y honesta. Hay que dejarle combatir en su parcela de honestidad sin acosarle ni abrumarle, hay que darle confianza y valorar su trabajo, sin recordarle, a cada paso, que existe una insufrible desconfianza que no nace de diez millones de votos, sino de una actitud errónea de entender el ejercicio del poder y el acercamiento a la realidad. Es bueno pensar, también, en nuestra literatura clásica, que nos recuerda la permanente lección de que siempre hay un buen vasallo cuando existe un buen señor.

Teodoro González Ballesteros es periodista y catedrático de la Universidad Complutense.

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