La depresión
Una reciente estadística de la Organización Mundial de la Salud (OMS) señalaba que, en las sociedades industrializadas o en vías de estarlo, cerca del 20% de la población padece depresiones crónicas o esporádicas (¡y eso que no me contaron a mí!). La tendencia, por lo demás, va en aumento, al punto que puede decirse, sin temor a exagerar, que nuestras modernas sociedades, además de bombas, misiles, tanques, cohetes y reactores, vídeos, electrodomésticos y mitos, produce, de manera sistemática, depresión.La crónica de sucesos recoge (es cierto, en lugares poco privilegiados del periódico, porque son seres anónimos) suicidios patéticos o actos más o menos disparatados (es decir, fuera de la norma) de hombres y mujeres deprimidos, actos románticos, es verdad, en la medida en que no son razonables (su lógica es individual, no social).
No es raro, por lo demás, que llamemos también depresión a la crisis económica del sistema capitalista, caracterizada por el desempleo, la falta de crecimiento y la merma del poder adquisitivo de grandes sectores de la población. (La economía está deprimida, ¿qué tendrá la economía?, podríamos decir, parodiando al poeta). Ambas depresiones tienen muchas cosas en común, en especial la retracción, el encogimiento, elcarácter obsesivo y repetitivo. Las dos se acompañan también de fantasías de final del mundo, de destrucción general, es decir, de pérdida.
Después de dos décadas en que se convenció a la humanidad, por todos los medios, de que su felicidad dependía de los bienes de consumo y se la incitó, desde todos los ángulos, a confundir placer con posesión, los teóricos (siempre a la zaga de los fenómenos económicos) intentan ahora desestimular el afán consumista y proponen la filosofía del ocio pobre. Nuestro bienestar ya no dependería de nuestro poder adquisitivo y de las cosas que se obtienen con él, sino de vagos placeres (a los que aún no han bautizado) referidos a la vida interior. Pero, entre tanto, la configuración del medio en que ese hombre deprimido (en las dos acepciones de la palabra) debe vivir ha cambiado mucho. Es cierto que podría salir a caminar, en sus horas libres (que cada vez serán más, presumiblemente), pero las ciudades están llenas de humo, de ruido, superpobladas, y la sensación de dispersión y de fragmentación (¿quién soy?, mientras me paseo por una calle repleta de criaturas anónimas y hostiles como yo) difícilmente estimula el ánimo. Por lo demás, algunas zonas se han convertido en verdaderos escaparates donde todo es ofrecido; todo, ¿qué? Bienes de consumo, tradicionales o integrados: desde el último modelo de automóvil hasta el porro. (La drogadicción es una forma perversa del consumo; lo que se consume con ella es, fundamentalmente, una imagen: la de identidad generacional, la de estar fuera de la norma; otra forma de la dependencia, pero ésta, aparentemente subversiva.)
Los filósofos del ocio pobre (Cohn Bendit lo ha sostenido, días atrás, en Barcelona. Entre todos, quizá es el único que tenga derecho a hacerlo, en la medida en que no participó de la filosofia anterior del consumo) quieren convencer a la misma humanidad a la que se ha aleccionado a consumir a que deje de hacerlo (de todos modos, difícilmente podría) y recupere los valores de la vida interior. Cuando una sociedad no quiere cambiar, le propone el cambio individual a los hombres; el coste es menor. Ahora bien, ¿en qué consiste esa vida interior ahora revalorizada? Porque el hombre deprimido que vaga por las ciudades sin encontrar un proyecto individual ni uno colectivo en el que participar sabe perfectamente que la vida interior no es gratis.
En las ciudades industriales, el ocio pobre es un eufemismo, porque el hombre está separado: separado del paisaje, atrozmente mutilado (¿quién conversará con las hojas, con el cielo, en una de nuestras grandes avenidas?); separado de las otras especies animales, a las que ve en el circo o en el zoo; separado de sí mismo, porque la desalienación (que siempre es un proceso) implica armonía y no encuentra con qué armonizar. Separado, en fin, porque le falta un proyecto social y colectivo (es decir, político) en el cual participar (en tanto la democracia se limite al voto, el único proyecto colectivo son los impuestos).
Esta separación, mientras no pueda asumir otra forma más que la nostalgia (no de otro tiempo, que posiblemente nunca fue mejor, sino de una plenitud), es fuente de depresión, porque aísla y reduce a la pasividad.
La sociedad de consumo convirtió a los hombres en criaturas separadas y pasivas (pulsar el botón del televisor, la llave del coche y firmar letras fueron sus formas de acción y la creación se resolvió en automatismos); ante el ocio pobre está indefenso. El ocio, hasta ahora, siempre se compró. Y este es un regalo que no esperaba, que no agradece, porque todavía parece un residuo de la sociedad industrial (chatarra y tiempo libre), de la cual, en épocas de depresión, se siente un supernumerario.
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