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La última singladura del 'Titanic'

Tal vez lo único que nos queda hoy de aquel lejano y controvertido artículo de Félix de Azúa sea la certeza de que Barcelona es un puerto de mar. El buque fantasma, el innombrable, suele atracar periódicamente en sus muelles y, por un momento, flamean en las cubiertas los pañuelos de la nostalgia ilustrada. Otra revista en catalán, "El Món", se pierde en el horizonte de la reconstrucción nacional. No hay cánticos. No hay campañas de adhesiones para los que se van. No hay llamadas telefónicas de los poderes públicos. ¿Acaso no hay poderes? ¿O acaso no son todo lo públicos que debieran? Por no haber no hay ni siquiera buenas intenciones en un país donde, por lo visto, hasta los déficits bancarios se han forjado a base de buenas intenciones. Aquí todo el mundo es bueno, pero "El Món" solía ponerlo en duda. Ese fue su principal error. En la Cataluña de los dogmas y de las adhesiones incondicionales, la duda metódica se ha convertido en un lujo para los apátridas. Y los apátridas, anclados en el limbo que une el patriotismo con la traición, no son merecedores de la subvención graciosa del poder autonómico.La desaparición de una revista es la gran ocasión para ensayar lamentos, confesar culpas compartidas y revisitar los lugares comunes. Cuando la revista desaparecida es en catalán, los lamentos adoptan el tono de las grandes tragedias griegas. Los rapsodas se calzan sus coturnos y nos recuerdan el implacable "fatum" que acecha a la prensa en catalán. El coro inicia la cantinela de las precarias cifras de lectores en catalán o de lectores a secas. Algún que otro portavoz de la catalanidad bien entendida se cree en la patriótica obligación de advertir al respetable que "El Món" no es precisamente una publicación adicta al Olimpo de la Plaza de Sant Jaume. Finalmente, alguien con animo exculpador evoca las dificultades de la lengua catalana bajo el franquismo y nos exorciza con una inflamada evocación de los famosos cuarenta años. Es entonces cuando, en función de la docilidad de la revista, los dioses se disponen a brindar por el enemigo muerto o a subvencionar al amigo moribundo.

Porque los voceros del "catalán dream" han de reconocer que la prensa en catalán necesita las subvenciones para malvivir con la dignidad que se merece. Y no es humillante reconocerlo. Sin subvenciones a la prensa de Suecia -aquel modelo tan querido por el Pujol de 1976- los ciudadanos suecos estarían hoy hablando en inglés. Y en inglés leerían los ciudadanos de los Paises Bajos si la Administración no subvencionara las traducciones al holandés de la narrativa contemporánea del mundo entero. Para la prensa en catalán los famosos cuarenta años pueden verse prolongados por los 43, 44 y 45 años de anormalidad si nadie lo remedia. Y queda claro que nadie lo remedia. El Gobierno convergente de la Generalitat ha venido finalmente a reconocer que la lengua no es únicamante un signo de identidad sino también un vehículo de opiniones que, a menudo, también pueden ser incómodas. Con su indeferencia respecto a "El Món", el Gobierno Pujol no hace más que preservar a los ciudadanos de los quintacolumnista del "neonacionalismo" español, perversamente agazapados en el caballo de Troya de una publicación que, a cuatro meses de las elecciones municipales todavía no ha satisfecho el tributo de publicar una entrevista con el candidato convergente a la alcaldía de Barcelona. Por su parte la antigua derecha catalana, la derecha mecenal, civilizada, culta y europea que tantas veces sirvió de contrapunto a la derecha montaraz de la España franquista, nos ha recordado que ahora más que nunca hay que amar a Banca Catalana y, consecuentemente, ha preferido compartir la cama con los rotundos encantos del capital convaleciente antes que con una enfermiza revista que hacía la calle por veinte duros. El mecenazgo en Cataluña tiene hoy causas más nobles en las que intervenir.

Y qué no decir de la izquierda. La izquierda ilustrada, aquella por la que se cerraron cine-forums y se abrieron restaurantes, ha perdido su ilustración en el pozo sin fondo de las copas de la madrugada. Hoy, cuando ya ni siquiera sabemos si somos de los nuestros, las revistas del rigor y de la duda se han convertido en papeles molestos que ponen en evidencia el frenazo intelectual iniciado con la Democracia. En el fondo la libertad siempre ha sido una ducha de tinta negra

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que ha mostrado la auténtica silueta de los invisibles ideólogos de la libertad. Lucífugos por naturaleza, los topos de la izquierda regresaron a sus madrigueras de invierno. Otros se refugiaron en el doliente penenazgo de la función pública. Unos terceros se entregaron a las pompas del Satanás gastronómico-liberal-situacionista que ejerce al norte de la Diagonal. Pocos, muy pocos, diez mil sin ir más lejos, continuaron su lenta retirada por los quioscos y las librerías a la busca de una publicación que les escribiera sus propias incertidumbres. Parece ser que con diez mil lectores más el día del fin de "El Món" se hubiera evitado. Con diez millones de pesetas también. ¿Demasiados lectores para Cataluña? ¿Demasiados millones para la Generalitat? ¿Demasiado mundo para la comarca?

Quizás ahí se encuentre el origen de esta protesta apasionada. Porque ni la categoría de la publicación ni el momento político justifican la resignación ante el destino que se detecta en los círculos de la Cataluña oficiosa. Hoy, con una autonomía plenamente consolidada, vencer al destino trágico de la prensa en catalán no depende ya del hado sino de los hombres. Esta tragedia que periódicamente se sigue representando tiene en la actualidad más rasgos de Eurípides que de Esquilo, más de voluntad política que de maldición divina. Algo huele a podrido en la Dinamarca catalana cuando esa voluntad política, la del partido del Gobierno, consiente en la desaparición de una publicación rigurosa que, semana tras semana, permita reiniciar el debate pendiente sobre el presente y el futuro del catalanismo político y cultural. Aquellos que, pese a todo, hemos escogido el catalán como lengua profesional sabemos que en Cataluña ya no es un concepto que se explica por si mismo pero que tampoco puede explicarse por decreto ni mucho menos por el manido recurso del agravio comparativo. Este pequeño e ilusionado país nuestro necesita del debate riguroso y optimista, necesita una lengua cada vez más divulgada y prestigiada y necesita, en fin, que los ciudadanos puedan hablar de su pueblo sin la amenaza del dogma o del anatema.

Reflotar la tolerancia, reflotar "El Món", constituyen tal vez la mejor manera de que el Titánic acalle para siempre su agorera sirena entre la niebla de esa ciudad invicta y compleja, abierta y despistada, por cuyas calles pasean desde hace unos días diez mil ratones que se han quedado ciegos.

Joan Barril es escritor.

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