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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Horarios y nombramientos

EL TERCER Consejo de Ministros presidido por Felipe González ha adoptado la decisión de establecer la jornada de cuarenta horas y el período de treinta días naturales para las vacaciones pagadas. Las protestas de la CEOE, que critican la medida por sus negativas repercusiones sobre los costes empresariales y la productividad, apuntan fundamentalmente, sin embargo, al fortalecimiento de sus posiciones dialécticas en vísperas del comienzo de las negociaciones con los sindicatos para fijar la horquilla de las subidas salariales durante 1983. Los socialistas habían incluído ese compromiso en su campaña electoral y hubiera sido difícil que, tras los gestos tranquilizadores de Felipe González hacia las Fuerzas Armadas y el mundo de los negocios o el surrealista discurso del presidente del Congreso en la inaguración de las Cortes Generales, no dieran de manera inmediata a sus propios votantes alguna prenda tangible de la sinceridad de sus propósitos reformadores.Es más que dudoso que la reducción de la jornada y la ampliación de las vacaciones puedan favorecer la creación del empleo, tal y como algunos portavoces socialistas, deseosos de ganar en todos los tapetes, han insinuado. La medida, sin embargo, tampoco puede tener los terribles efectos sobre la rentabilidad empresarial que la CEOE, de manera casi apocalíptica y en nombre de la racionalidad económica, anuncia. De un lado, tanto la jornada de 40 horas como las vacaciones de treinta días se hallan vigentes ya en sectores cualitativa y cuantitativamente importantes de nuestro aparato productivo. De otro, nuestros competidores europeos han incorporado, desde hace mucho tiempo, esas claúsulas a su sistema de relaciones industriales. Pero lo que importa destacar, sobre todo, es la dimensión de beneficio social que la medida significa y su congruencia con la ideología y la tradición socialistas. Quienes acarician la idea de que Felipe González pueda incumplir su programa en aquellos renglones que conciernen a los intereses de los trabajadores asalariados y a las prestaciones sociales, mostrarían excesiva ambición al pretender que ni una -sola de esas promesas fuera llevada a cabo o al aspirar a que el Gobierno socialista, con diez millones de votos de respaldo, pusiera en práctica la política económica que UCD no se atrevió a acometer por temor a las repercusiones negativas sobre el electorado de unas medidas unilateralmente duras respecto a la población asalariada.

El capítulo de nombramientos ha confirmado la entrega del Instituto Nacional de Industria a Enrique Moya, delfín de Claudio Boada, quien conserva el control de ese Instituto de Hidrocarburos inventado en su día para independizar formalmente el próspero sector energético estatal de las pérdidas del resto del área empresarial de titularidad pública. Claudio Boada dio acogida en su equipo a Miguel Boyer cuando la estrella del superministro no tenía el deslumbrador brillo que hoy le caracteriza. La profundidad de los sentimientos amistosos y de agradecimiento son, sin duda, virtudes privadas altamente encomiables pero tal vez, como ya enseñara Maquiavelo, no desempeñen las mismas funciones en la vida pública. En cualquier caso, no faltarán quienes, tras ese nombramiento, reinterpreten la oferta de pacto del PSOE con la sociedad como el propósito de maridar a los socialistas con el equipo de Claudio Boada, convertido sorprendentemente en representante simbólico y exclusivo de las capas y sectores sociales deseosos de hacer compatible su independencia política con la participación activa en el cambio. Sin embargo, a muchos se les hará cuesta arriba, pese a su voluntad de apoyar al Gobierno y de respetar los míticos cien días, la idea de que los socialistas confíen al equipo de Boada, acerca de cuya competencia técnica hay dudas más que razonables, la contradictoria tarea de cambiar un estado de cosas a cuya creación contribuyeron.

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