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La magia de la rima y el carisma de la megafonía

En la Argentina siguen con los pareados. Ahora es: "Sevaca-bar / sevaca-bar // ladicta-dura / mili-tar". No los han abandonado ni aun en los momentos más amargos ni sobre los más trágicos asuntos, como se vio en la ocasión de las Malvinas. Y en la propia Argentina creo que fue donde nació, que yo recuerde, a raíz de la vuelta de Perón, al menos esta ola actual, especialmente ibérica, de pareados u otras formas rimadas y/o ritmadas de vociferación coral multitudinaria. De la Argentina pasó a Portugal, cuando lo de los claveles, y de Portugal a España. En el hecho patético-grotesco, absolutamnente desolador y deprimente, de que ningún sentimiento combinado de ridículo y respeto sea capaz de inhibir o refrenar, entre los arg,entinos, el impulso versificador de la gente reunida en muchedumbre, ni aun con respecto al tema de los hombres muertos en la miserable aventura de Galtieri, se manifiesta, a mi entender, el terrible empobrecimiento de la palabra pública y privada bajo al imperio de la Junta, donde acaso se muestra cómo la tiranía no degrada tan sólo a los que la ejercen y defienden, sino a los que, execrándola, la sufren.El compulsivo mecanismo del pareado a coro remite a antiguos métodos pedagógicos de parvulario, como el que se aplicaba para inculcar de memorieta la tabla de multiplicar. Es, pues, como si la palabra hubiese vuelto a la infancia, a refugiarse en ella y en su fe sin razón y sin lógica. Acallada, reprimida, perseguida por la amenazadora prepotencia de la superioridad, la palabra parece haber perdido toda fe en sí misma y en su capacidad autóctona de significar, referir y argumentar. A culatazos no sólo se rompen las bocas de los hombres singulares, sino también los labios y los dientes de la palabra misma; ésta entra en regresión y busca amparo en su infancia. Habría que reconocer, no obstante, si mi interpretación es acertada, que el caso de una tiranía tan vesánicamente cruenta como la de Argentina sería solamente el caso extremo de una situación capaz de dar lugar al sentimiento de impotencia pública que origina tal regresión de la palabra; factores de poder no ya político, sino social -y, por tanto, indoloros- sobre el conjunto de los particulares bastan tal vez para producir, siquiera en otro grado, ese acobardamiento general de la comunidad con respecto a la facultad de la palabra. Pienso, por ejemplo, en cosas como el inconmensurable allanamiento de morada, la olímpica y hasta obscena usurpación de todo ámbito lingüístico, que comporta el imperio de la televisión; por no hablar de la agresión directa a la palabra misma (y a la, llamémosla así, "razón lingüística"), que, por su propia esencia, aparejan la propaganda y la publicidad.

Machacada, acoquinada y rechazada hacia sí mismo por el ilimitado abuso de poder de los mass-media (que ya con su mera unilateralidad de emisores-no receptores le confirman en todo momento a cada oyente singular su nulidad como interlocutor) o puesta además en fuga a puros culatazos en la boca, la palabra entra en vías de regresión. Frente a poderes que, cruentos o incruentos, no escuchan o no atienden a razones, los hombres pierden la fe en que las palabras sirvan para nada. La pérdida de la fe en la palabra en cuanto tal empieza por ser pérdida de fe en su capacidad significante. La regresión consiste en que esta pérdida de la fe en el significar, fe racional, va a refugiarse en la fe mágica. La magia es materialista, y de ahí que el cambio consista en que la fe se vuelva y se desplace ahora hacia la materialidad de la palabra, o sea, hacia el sonido. La fe racional en el significar se ve sustituida por la fe mágica en el rimar. La rima, la concordancia en el sonido, sustituye a la lógica, que es congruencia en el significado. "Rima, luego es verdad", "rimo, luego tengo razón", tal es el argüir de la fe mágica.

Pero la magia es también, en las palabras, poder sobre las cosas, poder de acción directa sobre lo inanimado. Si la vesánica Junta Militar no admite ya ser tenida por sujeto que escuche, ni aun meramente oiga, sino tan sólo por objeto que se opone, impenetrable e inerte como piedra, inconmovible y sordo como un muro, la palabra que se le enfrente será a su vez sentida como el son de las trompetas de Israel contra las murallas de Jericó, o sea, como un conjuro: no palabra que dice, sino palabra que hace, palabra que obra por poderes mágicos. Ahora bien, en los cuentos y en la vida, a las palabras con funciones mágicas, esto es, a las palabras de las que se espera -no hace al caso si en vano- la obediencia directa de las cosas (conjuros que abren puertas o alumbran manantiales, sanan heridas o hacen invisible), se les suele dar risa u otra cualquier forma de verso. Así pues, el pareado a la argentina podría ser palabra mágica no sólo en el antedicho sentido sugestivo -"rimo, luego tengo razón"-, sino también en este sentido actuante y eficiente que es propio del conjuro. Preguntándoles, no reconocerían sus usuarios creer en modo alguno que lo que rima sea, por rimar, verdad, ni confiar, ni aun remotamente, en que sus pareados tengan virtud alguna capaz de derribar las murallas de Jericó de la Junta Militar. Y no estarían mintiendo, ciertamente, si creer se toma en su sentido más fuerte y más usual, de pleno creer consciente. Pero hay otro creer, digamos "subliminal", emocional, que si no basta para engañar a la conciencia -logrando una convicción y una expectativa en la confianza inmediatamente empírica-, sí basta, en cambio, para engañar a los afectos. Porque rime, no pretenderán tener razón, pero sí alentarán el sentimiento de tener razón; porque rima, no esperarán ningún efecto objetivo de poder, pero sí animarán un sentimiento de poder.

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La fe en estéreo

Pasando a otros teatros en que podría observarse la supuesta correlación entre la degradación y la miseria de la palabra pública y la superpotente y megafónica unilateralidad de los mass-media, es de creer que, con la sagacidad que debe suponérsele, Juan Pablo II (el Papa que, sin embargo, se quejó -¡Virgen santísima!- de que la multitud no le dejaba hablar) no se habrá hecho ilusiones, en su reciente viaje a España, de que fuese precisamente el Espíritu Santo el que inspiraba a las gentes la coral zambombada de "Juampablo / segundo // tequiere / todol / mundo" o menos todavía el pareado de "Sesiente / sesiente // elpapa / stapre / sente", adaptación, como es sabido, de la voz surgida a raíz del advenimiento en carne mortal de Santiago Carrillo a Zaragoza. Y menos mal que, gracias a la propia índole mágica de tales clamoreos versificados, el entonces recientísimo desastre electoral del partido comunista puso en las almas que aclamaban a Wojtyla un estremecimiento de aprensión supersticiosa que censuró cualquier impulso de añadir: "Sevé / sevé // lafuerza / dela / fe", no fuera que se llegase a ver realmente, tal como se acababa de ver la del PCE.

Tal vez, precisamente un condicionamiento por el hábito ambiental de su país de origen -donde, con el totalitarismo comunista, impera, no sólo social, sino también Políticamente, la mas aplastante desconsideración hacia la voz y el pensamiento de los particulares- haya sido la causa de que el otrora obispo de Cracovia no haya acertado a concebir, en su triunfal campaña universal de lanzamiento multitudinario, el más pequeño recelo o suspicacia sobre la idoneidad espiritual o religiosa de los llamados medios de difusión de masas, sobre la adecuación al mensaje evangélico del electrónico carisma de las megafonías. Recelo que acaso explique, en cambio, la mayor continencia megafánica de Papas anteriores, como una suerte de discrección espiritual en todo análoga a los escrúpulos artísticos del cantaor de flamenco que rechaza el empleo del altavoz y la guitarra eléctrica, mecánicos y muertos sucedáneos de arte y alma en la siempre obligatoria apoteosis, tan robotescamente compulsiva y convulsiva, de un concierto de rock.

El Santo Padre cometería, así o pues, a mi entender, una imprudencia si llegase a confiarse en demasía a los indicios cuantitativos y exteriores de su capacidad de arrastre, complaciéndose en ella y congratulándose del éxito un punto más de cuanto pueda hacerlo el promotor de una campaña publicitaria multinacional afortunada. La espectacularidad de ciertos súbitos éxitos multitudinarios no podrá resultar tan sorprendente ni tan de celebrar a poco que se piense en que tal facilidad inesperada se deriva justamente de la superficialidad de las inercias anímicas colectivas que se ha limitado a suscitar, de la labilidad de los anónimos resortes psíquicos que ha puesto en juego, consiguiendo obediencias meramente reflejas y estereotipadas. El aumento de tal capacidad de arrastre se ha producido justamente a costa de apelar a los hombres en la zona más despersonalizada y más barata de sus almas, zona que no parece ser precisamente la que cualquier religión que se respete debiera conformarse en alcanzar. Lo que -dicho sea de paso-, en la medida en que no falta semejanza en lo que atañe a los medios de atracción, afecta igualmente a las ilusiones de adhesión y de fidelidad -y, en consecuencia, de implantación social- que pueda hacerse un partido político español con un landslide de diez millones de votantes. Nada hay más inseguro que lo espectacular, puesto que precisamente se ha hecho fácil por haber orillado lo difícil, por haberse otorgado la ventaja de ceñirse a actuar en los terrenos de consistencia y resistencia mínimas, superficiales capas deslizantes que lo mismo se vienen que se van. Y a estos efectos nada variaria si, por añadidura, fuese cierto (ya que no faltan ni quienes lo digan, ni quienes lo piensen, ni, sobre todo, quienes se comporten como si fuese así), que las comunidades de los hombres no consisten ya casi más que en esas solas capas exteriores, habiendo sido corroída y descalzada cualquier otra más honda o más estable. "A ti te lo digo, hijuela; entiéndelo tú, mi nuera", dice el refrán; no olviden, pues, los socialistas, cómo el carisma de la megafonía no es buen criterio para contar cristianos, sino, todo lo más, para contar puros y simples partidarios de la Iglesia.

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