¿Quiere usted acostarse conmigo?
Tenía la sien apoyada contra la oreja de aquel desconocido y en la penumbra de fresa sonaba la voz de Lucho Gatica. Otras parejas, igualmente desoladas, bailaban en el sótano, y por encima del romántico susurro de la canción se oía un fragor de cates electrónicos, que llegaba desde el salón de recreativos al otro lado del tabique. La mujer sentía muy cerca la palpitación del cuello contrario, el lóbulo peludo de aquel tipo cuyo rostro había visto por primera vez sólo un instante en la oscuridad. Estaba decidida a abandonarse totalmente esa noche sin exigir nada, pero en su memoria se agitaban todavía fantasmas de amor y, por otra parte, pensaba demasiado en los hijos. ¿Dónde estarían ahora? Qué estupidez. Sus hijos habían alzado el vuelo a media tarde, como siempre, sin dar explicaciones, y no volverían a casa hasta la madrugada. En ese momento podrían estar devorando una hamburguesa de perro en cualquier subterráneo de la ciudad o cazando marcianos en la máquina de un garito o inyectándose en la vena salsa mahonesa en el conglomerado de túneles del complejo Azca. En cambio, ella se encontraba muy sola y Lucho Gatica no cesaba de cantar cosas tristes. Dicen que la distancia es el olvido. Reloj, no marques la horas, porque mi vida se acaba. Y el sótano olía a desinfectante edulcorado.-Bailas muy bien.
-Son los brazos que me llevan. -¿Cómo te llamas?
-Juana.
-¿Cómo estás, Juana? -Ya ves.
Juana había tenido una bajada de soledad aquel día y en un golpe de rebeldía o de aburrimiento se había echado a la calle dispuesta a acostarse con el primer hombre que pillara a mano. Era un acto de higiene mental, que otras amigas ya habían experimentado correctamente. El juego consistía en salir de cacería sin hacerse ninguna concesión. Para solucionar este asunto podía servir cualquier sujeto, un tendero calvorota, un oficinista con braguero o un repartidor de ensaimadas, ya que ella no se movía por nada físico, sino por un despecho contra la vida en general. Estaba harta, eso era todo, y necesitaba probarse a sí misma. El arranque le sobrevino mientras hacía ganchillo en el sofá. De pronto quedó deslumbrada por el propio tedio, y en medio de la depresión recordó con ternura cierta animalada que alguien le había ladrado en la espalda esa mañana al coger el autobús.
Feos, sucios, calvos ...
Juana entró en el cuarto de baño y, frente al espejo ovalado, que aún la trataba con amor, se enumeró una vez más las patas de gallo y las arrugas del pliegue de la boca. Tenía cuarenta años, pero aquel bestia había dicho que en su culo podían partirse bellotas con un martillo. Eso la animó bastante y entonces comenzó a darse crema en la cara pensando en el tipo de ropa que debería llevar en esa aventura. El traje sastre le iría bien si quería dar una sensación de dama, o lo mejor sería vestir con desenfado, eso es, el pantalón vaquero y el jersei de Toluca, para hacerse más asequible, aunque lo cómodo era disfrazarse directamente de putilla, con encajes, minifalda, medias de color humo y zapatos con tacón de aguja. O andar de guarra simple con el zamarrón de napa y las botas de anca de potro. En ese momento sonó el teléfono. Era una de las voces de siempre.
-¿Te vienes a la conferencia de Nicaragua?-¿Dónde es?
-En la asociación de amigos de Cuba
-No voy.-Hija, ¿qué te pasa?
-Tengo una cita.Probablemente en la conferencia hubiera encontrado a un par de viejos amantes y también al imbécil de su ex marido, que le volvería a decir, como siempre, que se quería suicidar. Eran demasiados años con la misma música. Ese esteta tan cretino juraba que se pegaría un tiro el día en que encontrara una bala de plata. Estaba hasta aquí de aquel. pequeño mundo de artistas subalternos, intelectuales de segunda, un poco flácidos, y antiguos progresistas en paro. Ella necesitaba tener una experiencia ingenua, sin adherencias culturales, con un hombre para usar y tirar. La vida no era sólo una cosa de barbudos traumados, había también polleros, fresadores, dependientes de comercio, agentes del seguro e in dustriales establecidos, que entraban a matar con el cerebro limpio. Juana optó por acicalarse con algo intermedio. El pantalón vaquero le daba todavía un aire juvenil a los bajos de su carrocería y la blusa de seda malva con flecos soltaba alrededor del cuello unos reflejos delicados. La chica se puso el abrigo de cuero encima, cogió un bolso de bandolera y de esta forma salió a cazar a las siete de la tarde un día de diciembre.
En aquella cafetería había muy mal género. Llevaba más de media hora sentada en el taburete de la barra circular con el codo junto al rescoldo de la consumición, y enfrente veía un friso de caras macilentas, que se iba relevando. Tuvo por primera vez una sensación aterradora. Analizados objetivamente los hombres a cierta edad eran todos feos, sucios, calvos, gordos, estaban terciados o delataban su existencia anodina con una expresión vulgar. No había caído en la cuenta hasta entonces. Pero ella ahora sólo deseaba ser escogida por un caballero anónimo sin exigir nada. Sacó la polvera, se pintó los labios con lentitud pecaminosa y por encima del espejo minúsculo comenzó a desafiar con los ojos a cada uno de los machos que abrevaban en el mostrador contrario. Sólo un viejo le mandó un mohín con la boca, a modo de beso aéreo, mientras a su lado la señora legítima iba y venía enloquecida con un bollo hacia la profundidad de la taza de chocolate. Algunos no sabían resistir su mirada más allá de cinco segundos, y otros permanecían indiferentes, aunque muy complacidos por dentro con la media sonrisa de aquella desconocida, que seguramente estaría esperando a alguien. En el local había un ruido de cucharillas frenéticas y en el corro de la barra los camareros se movían con un acelere de muñecos animados en la hora punta de la merienda. Todo el mundo parecía tener el coche aparcado en tercera fila, eso es lo que pasaba, y con tanta prisa no había forma de fijar la atención de nadie.
La uniforme palidez del neón
En la ciudad había muchas cafeterías, pero todas eran la misma. Estaban pobladas de idénticas caras con la palidez uniforme del neón y el hedor de margarina caliente, que lo llenaba todo a esa hora. Juana había hecho ya cuatro barras seguidas, había mirado cien veces desafiando los ojos de cien desconocidos, había sacado la punta de la lengua voluptuosamente mordida ante gran cantidad de posibles clientes, había pedido fuego acariciando la mano del donante al prender el cigarrillo. Ellos sonreían. Y luego, nada. Llegó un momento en que se hartó. Todavía estaba a tiempo de ir a la conferencia sobre Nicaragua, aunque eso era aún más deprimente, porque allí se encontraría con un par de amantes usados y con el idiota de su ex marido, que le hablaría otra vez estéticamente del modo de suicidarse. La chica deambuló un rato por la calle mirando escaparates y entonces por la cabeza le pasó la idea de ofrecerse a los peatones solitarios. Oiga, ¿quiere usted acostarse conmigo esta noche? Sin duda la tomarían por una loca o por una graciosa de la revista Interviú. Finalmente, Juana entró en un bar americano de luces calientes y allí encontró a un parroquiano alcohólico con un bodoque de gloria en el cerebro.
-Póngame una ginebra.
-A esta señorita la invito yo.
-Gracias.
-Es usted muy guapa.
-¿De veras?
-Déjeme que le cuente.
Le patinaba el embrague visiblemente a aquel señor; tenía en la narizota bermeja y en los pómulos un craquelado de venillas incandescentes y en seguida se puso muy pesado contando casos de adulterio. Resulta que todas las mujeres eran unas zorras y él había caído en el alcohol porque su señora se había liado con el electricista del barrio, con ese tío de Jaén, lo sabía hasta el gato, y Juana tuvo que soportar el soliloquio del cornudo durante media hora. Al final, el borracho se armó un barullo en el seso, decía que Juana era su hija y quería llevarla al zoológico para enseñarle los monos. Vamos a ver el chimpancé, vamos a ver el chimpancé. Comenzó a arrastrarla del brazo, pero el camarero intervino a tiempo con una salida genial. A esas alturas de la noche todos los monos se habían ido a la cama. Le llenó otra vez la copa y en el hilo musical se oía balar a Julio Iglesias, como una cabrita que no se podía enamorar. El tipo abandonó la idea de ir al parque de fieras, se acercó a la máquina tragaperras y estuvo hablando a solas largo rato, mientras la chica se quedó en el taburete con la mirada fija en un grabado de caballos anglosajones.
La ciudad era aquella noche un laberinto de gente solitaria y la imagen de Juana se veía de nuevo reflejada en el escaparate con el abrigo de cuero y el bolso de bandolera Por la acera desfilaba un bullicio frente a las maniquíes paralizadas, pasaban parejas cogidas del brazo, pandillas de mozalbetes gritando, viandantes herméticos e iluminados con las ofertas de la Navidad. De repente pensó que había enloquecido de tedio.
-Oiga, señor.
-Diga.
-¿Quiere usted acostarse conmigo esta noche?
-Vaya por Dios.
-Lo digo en serio.
-¿Le sucede algo, señorita?
-Quiero viajar al Este del Edén.
A unos les hacía gracia y otros la tomaban por loca. Unos pensaban que se trataba de una encuesta, otros querían acompañarla a una clínica, unos le daban limosna, otros la habían insultado, pero nadie deseaba viajar con ella al Este del Edén. De pronto recordó lo que en cierta ocasión le había contado una amiga.
El Este del Edén era simplemente una sala de fiestas familiar, donde acudían a bailar mujeres separadas en la noche de cada jueves. Juana le dio la dirección al taxista y partió hacia allí.
El Este del Edén estaba en el sótano de un hotel de lujo y era un recinto color fresa, con butacas de terciopelo raído y bajorrelieves náuticos en las paredes y olía un poco a desinfectante con sabor a ozonopino, todo inundado de música latina de los años cincuenta. Había corros de madres sentadas cuchicheando, y en la barra, algunos caballeros distinguidos, como gente del comercio, jugaban con el cubilete de dados. La reunión tenía un aire de amigos de la capa, por eso la mujer del guardarropa le había preguntado si venía de parte de alguien. Juana entró en la penumbra caliza de la sala y antes de tomar nada se le acercó aquel tipo de chaqueta cruzada y pañuelo en la nuez para invitarla a bailar. En la pista había otras parejas amarradas y Lucho Gatica cantaba en ese momento una cosa muy triste. Dicen que la distancia es el olvido. Reloj, no marques las horas, porque mi vida se acaba.
Juana tenía en la oscuridad la sien apoyada contra la oreja de aquel desconocido, sentía muy cerca la palpitación de su cuello, el lóbulo peludo de un señor cuyo rostro apenas había divisado. Del otro lado del tabique llegaba un estruendo de máquinas electrónicas y eso le hizo pensar en sus hijos. ¿Dónde estarían ahora? Se sentía muy deprimida y sólo quería ser feliz. La voz de Lucho Gatica le hacía recordar momentos de su vida, cuando conoció a su marido en la facultad y los dos eran unos jóvenes rebeldes, que tomaban perritos calientes en una esquina de Moncloa, las primeras vacaciones en Fuenterrabía y las salidas a Francia para comprar libros de El Ruedo Ibérico, aquella vez que hizo el amor en Ibiza con un holandés, la tesina de final de curso sobre Baroja, aquel novio de la adolescencia y el primer beso en el desván. ¿Dónde estarían sus hijos ahora? Tal vez estarían comiendo una hamburguesa de perro en cualquier subterráneo. De pronto aquel desconocido notó cierta humedad en el cuello. Juana estaba llorando, mientras el tipo le contaba que era representante de jabones. Y Lucho Gatica no cesaba de cantar cosas muy tristes.
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