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Rafael de León, o la educación sentimental

Este marquesón que se echó al pueblo en Sevilla y acaba de morir en Madrid, este Rafael de León, se había quedado fuera del círculo de los intelectuales: tan cerrado, tan endogámico (unos se casan con otros y engendran a otros). Pero había influido en una educación sentimental de muchos de ellos: les había llenado de coplas y coplas -con la música de Quiroga- de las que no se pudieron liberar.Quizá el primero que se dio cuenta y lo confesó y lo ensalzó fue Manuel Vázquez Montalbán, en su fabulosa Crónica sentimental de España. Luego, una canción de Rafael de León daría título a uno de sus libros, Tatuaje. Versos mágicos. Cualquier analista, cualquier crítico de formas y profundidades, pasaría por encima de una cuarteta simple, tópica, nostálgica y barata como ésta: "Era hermoso y rubio como la cerveza, / el pecho tatuado con un corazón; / en su voz amarga había la tristeza / doliente y cansada del acordeón".

Y, sin embargo, había algo más allá de la finura y delicadeza descrita por el abate Brémond. Quizá era el fondo de su tiempo y el eco de un García Lorca vulgarizado. Había una magia indescriptible en sus Ojos verdes.

Miguel de Molina, el grande olvidado (el maestro Francisco Ayala le dedica unas páginas inteligentes en su Recuerdos y olvidos), se apoyaba en un elemento blanco de decorado, comenzaba a cantar - -"apoyá en el quicio de una mancebía... "- y cualquier sala se que daba en un silencio tenso.

Tres épocas

No había cuajado Rafael de León como poeta puro. Ni él, ni Rafael Duyos -hoy, el padre Duyos-, ni Xandro Valerio. Su generación tenía ya a los enormes andaluces -Juan Ramón, Machado, Alberti, Lorca- y los versos de León le llegaban solamente por las ventanas de los patios en las habitaciones interiores de sus casas: canciones de criadas.

Las tres Marías, María de la O, María Magdalena, Mari Cruz, o la etérea y doliente Parrala, de la que no se sabía si era de Moguer o de La Palma, ni si bebía aguardiente o marrasquino, no iban a llegar las antologías. Pero resaltaban sobre el fondo verdiriegro, borrascoso, de una larga época de Madrid, de las tres etapas distintas pero ansiosas de España: preguerra, guerra y posguerra.

Nacían por entonces -o nacían a leer y a tratar de superar la dificultad creciente de ser- unos mozos que se ahogaban, y para quienes la lejana sirena de un barco de nombre extranjero en un puerto de madrugada significaba la posibilidad de un sueño. Cuando la poesla se hacía prismática, limpia y garcilasista -qué más quisiera-, la canción de criada podía traer unos elementos de sueño cuando era capaz de mezclarlos con unas pasiones eternas: el amor, los celos, la muerte, el abandono.

No sabía esta gran derecha en torno a Rafael de León que estaba alimentando unos incipientes ensueños de izquierda. Cómo iba a saberlo, si ni siquiera lo sabían entonces quienes lo estaban recibiendo. Un mensaje que no querían lanzar los que lo escribían ni entendían los que lo estaban recibiendo. Ha salido años más tarde.

En Vázquez Montalbán, en Terenci Moix o en Antonio Burgos. O en Umbral, en Vicent, en quién sabe quiénes de ahora mismo. La estética de las bajas calidades tiene esos misterios. Se infiltra en la gran cultura, que: no la menciona jamás: pero la contrasta, la alimenta, la da carne. La da la vulgaridad que ella misma no se atreve a tener. Será quizá duro decir que Federico García Lorca se completa con su imitador, con su seguidor, con su falsificador: con su Rafael de León.

Cuando el tiempo pasa, cuando se diluyen las finas fronteras -pero aceradas- de lo que es y de lo que no es, llegan a formar una figura completa. Algo que recorre toda la espina dorsal de la educación sentimental.

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