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López Cobos dirige 330 representaciones de la Opera de Berlín

La Deutsche Oper (Opera Alemana de Berlín), que actualmente dirige Jesús López Cobos, ofrece, en el momento presente, una de las programaciones más atractivas del panorama operístico europeo. Trescientas treinta representaciones, sesenta títulos diferentes, ballets, conciertos, proyecciones y, sobre todo, una tradición con raíces seculares constituyen una sólida estructura sobre la cual el florecimiento de la ópera no supone sino el triunfo de lo cotidiano.

Quizá el carácter, en tantas ocasiones reconcentrado, de sus gentes, propicie, como compensación esa entrega exacerbada hacia la escena. Quizá el sentimiento de introspección que sugiere este Berlín otoñal -cuando ahora, a las 16.30 horas, es ya noche cerrada-, aislado y roto, favorezca también esa comunicación permanente a través de la música. El caso es que su público, variopinto pero circunspecto, llena prácticamente cada tarde, y desde siempre ("el índice absoluto de ocupación es de casi un 90%", comenta el propio López Cobos) las 2.000 localidades de la Deutsche Oper para ver Lulú o Fledermaus, Rigoletto, Don Giovanni, Parsifal o Elektra, es igual, con esa suerte de atención crítica que aquí sustituye al apasionamiento.A pesar de los veintiséis directores que esta temporada trabajarán con la orquesta -Daniel Barenboim, Peter Maag, Horst Stein o Silvio Varviso, entre otros-, el calendario de López Cobos es, por descontado, abrumador: organización, programación "y cuarenta funciones por año. Además, el sábado salgo para Nueva York. En diciembre, Lulú y Falstaff, y en enero, nuevamente Norteamérica, para hacer la Semíramis, que montaremos aquí el próximo mes de mayo".

Lulú, Falstaff, Semíramis... Después, en junio, La damnation de Faust. Antes, Aida, Orfeo y Eurídice, aquella Forza del destino, que iba a dirigir Nieva y que luego hizo Neuenfels, "porque no hubo acuerdo"; hace unos días, Tosca, y ahora, este Otello.

Características de 'Otello'

Tiene el Otello, de López Cobos una característica que le identifica con precisión: la disociación de las ideas drama-ruido y tensión-acentos desmedidos, que han ido convirtiendo tradicionalmente la tragedia del moro en una especie de baile fantasmagórico de paranoicos que braman sus miserias arrastrándose por el suelo.El planteamiento de una amplísima gama dinámica aporta credibilidad al desarrollo y su dialéctica favorece la coherencia de la lectura. Pero, sobre todo, ejerce esa labor de concertación de pasmosa eficacia, que ha hecho de él uno de los mejores directores del mundo. Rige el foso y la escena sin dejar decaer el gesto ni por un instante; recoge los vientos, se contrae, arropa a los cantantes; sube con ellos, si es preciso, al do natural; canta él mismo, bisbisea, susurra, grita.

Supongo que los apuntadores le odiarán, pero su público le adora, siquiera sea por la estupefacción que produce la razonable perfección del resultado sonoro, "a pesar de que no habíamos tocado la obra desde mayo. Sólo un par de ensayos con los cantantes". Esa razonable perfección, basada obviamente en unos magníficos conjuntos estables que han ido sedimentando su propia tradición ("aquí trabajamos más de novecientas personas"), establece unas coordenadas que garantizan prácticamente un desarrollo correcto de cualquier representación.

Por eso, aunque lejos -muy lejos aún- de los grandes Otello de la historia (Vinay, Mario del Mónaco, Vickers o, ahora, Plácido Domingo), el papel de Spas Wenkoff resultó creíble ("¡es tan difícil ahora encontrar Otellos!), favorecido por la flexibilidad de timbre que confiere a la tesitura dramática su larga experiencia wagnenana, y a pesar de que, en la escena, no siempre supo sustraerse a la aludida y nefanda tradición que sostiene que Su Moresca Signoria debe portarse como un energúmeno epiléptico con ribetes de hombre lobo.

Guillermo Sarabia, que dijo un magnífico Credo scellerato, como Verdi gustaba llamarle (y cuyo Yago del aniversario del Liceo aún estará en el recuerdo de tantos aficionados); Stefka Evstatieva (Desdémona), Kaja Boris (Emilia) y Karl Ernst Mecker (Casio) completaron un buen reparto, tan lejos de la brillantez como perfectamente integrado en el conjunto de ese trabajo diario en que tampoco caben, por lo general -y a pesar de sus 2.400 metros cuadrados de escenario con plataformas móviles-, puestas en escena deslumbrantes.

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