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André Gide: la semilla también muere

"Nací el 22 de noviembre de 1869. Mis padres ocupaban entonces, en la calle de Médicis, un apartamento en el cuarto o quinto piso, que dejaron algunos años más tarde y del cual no conservo ningún recuerdo", relata en su autobiografía, a la que llamó Si la semilla no muere. El narrador está en su casa, un gorro de lana en la cabeza, los lentes haciendo equilibrios sobre el puente de la nariz y su mano, esquelética y blanca, sostiene el eterno cigarrillo. Es André Gide.La madre, que pertenece a la alta burguesía, y el padre, que es profesor de Derecho, le han educado según la ascética tradición protestante. Incontrolable, frágil, con el sistema nervioso muy vulnerable, siente sobre su piel, ya desde la infancia, ese sentimiento de extranjeridad que le hace estallar en un grito: "No soy igual a los demás".

Nadie lo es. Aragon, médico, militante del partido comunista, uno de los primeros surrealistas, cofundador con Bretón de la inolvidable revista Littérature, tampoco es igual a los demás. Aragon admite su deuda con Víctor Hugo, con Apollinaire, con Mallarmé. Gide no quiere ser igual a nadie. Aragon, sí. Con Rimbaud, con su alchimie du verbe, ¡con tantas cosas! Aragon es, primero, el poeta de la guerra y la resistencia; luego, hostigado por la imperiosa necesidad de retomar a lo humano, es el poeta del amor, del amor encarnado por su mujer, Elsa Triolet. Elsa, esa mujer para quien escribiera: "Dedico El mundo real a Elsa Triolet, a quien debo lo que soy, a quien debo el haber encontrado, desde el fondo de mis nubes, la entrada en el mundo real, en donde vale la pena vivir y morir". A través de los ojos de Elsa, París es París y le Pont Neuf es el más viejo de todos los puentes de París. Elsa y París, Chagall Wa'l'Opera y también Elsa y Femad Léger: "Léger Léger marchons légère/Léger marchons légèrement'.

Con su "no soy igual a los demás -y algún que otro golpe de efecto ensayado hasta la perfección-, el niño André Gide logra la solicitud miaterna que le rodeó desde la muerte del padre. "Muchas veces me indigné contra mí mismo, preguntándome cómo podía tener corazón para representar aquella comedia ante mi madre", confiesa Gide, aterrado con los médicos que curiosean su débil anatomía. "Mientras más me examinan, más convencidos parecen de la autentícidad de mi caso. Creyendo engañarlos, sin duda es a mí a quien engaño".

El lujo de escribir

Con la adolescencia llegó la literatura. Caprichoso, consentido y admirado por su familia, tiene la suerte de no necesitar levantarse al alba. Puede abandonarse al ocio, al lujo de escribir sin temer la llegada del casero que golpea la puerta para cobrar el alquiler. Escribir como Gide, despreciando el provecho material, es un lujo caro.

Amigo íntimo de Paul Valéry, protegido por Mallarmé, Gide entra en tromba en el mundo simbolista. Desde 1891 a 1893, sus primeras publicaciones: Los cuadernos de André Walter, El tratado de Narciso, Las poesías de André Walter, El viejo de Urien -se esfuerzan en cumplir con la raíz simbolista, con el hermetismo-. A partir de ahí, su vida va a conocer "una experiencia esencial entre dos fases extrañadamente ligadas".

A los veinticuatro años parte para Túnez. Llega enfermo, casto, tembloroso ante el pecado carnal y fiel al puro amor, que, desde los quince años, siente por su prima Madeleine Rondeaux. Retornará a Africa dos años después, en plena salud, sediento de vida, desligado de las viejas prohibiciones fisica y psíquicas, descubriéndose a sí mismo entre las caliginosas sorpresas de los oasis. Tiene ahora la certeza de que su cuerpo y su mente pueden recibir todos los placeres, todos los deseos, hasta los más inconfesables a los ojos de los puritanos del mundo: "Nathanael, ya no creo en el pecado. Nathanael, yo te enseñaré que todas las cosas son divinamente naturales", escribe en Los alimentos terrestres. Luego anatemizar: "Familias, os odio; hogares cerrados, puertas cerradas, posesiones celosas de la felicidad". Llegará entonces El inmoralista, en donde se retrata en Michel, un personaje en eterna disponibilidad, un actor que ha suprimido todas las ligaduras, sabiendo que tendrá que vencer -o por lo menos intentarlo- el lúcido ardor de una conciencia plagada de escrúpulos.

Activo participante en la creación del NRF, comprueba que La sinfonía pastoral sólo sirve para que sus viejos enemigos los moralistas hagan frente común contra él, odio que se agudiza con la publicación de Viaje al Congo, denuncia implacable de la esclavitud a que está sometida la raza negra. Los monederos falsos -una novela de la novela- precede a su gran venganza. En 1947 se le concede el Premio Nobel de Literatura, y la revancha es, para él, placer de dioses. Al morir en 1951, quizá sus palabras, las últimas, hayan sido aquellas que cerraban una de sus obras: "Podía continuar".

Es posible. Pero ya la semilla había muerto.

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