'Lolita' cumple 27 años
Vuelve a las pantallas la película de Stanley Kubrick, protagonizada por Sue Lyon y James Mason, sobre la novela de Vladimir Nabokov
En La Habana vieja, en una calle irlandesa, O'Reilly, había una librería francesa llamada la Casa Belga. Allá iba yo a comprar cada semana Cinemonde, la revista par¡sina popular en el mundo del cine de entonces. Si es memorable es por sus abigarradas portadas a cuatro colores, de un kitsch cálido (como Martine Karol en Lucrezia Borgia o en Naná, toda tetas teñidas: de yodo la piel, de yema el pelo), y por sus títulos de películas notables por su sentido insólito, que a veces solía coincidir con el original. Así, High Noon no se llamaba Solo ante elpeligro, como en España, sino El tren pitará tres veces, y The Set-up no era El perdedor, como en Cuba, sino Hemos ganado esta noche, mientras que la legendaria Lo que el viento se llevó se llamaba en Cinemonde, entre exclamaciones, con un título que siempre me recordó a un director de cine de moda entonces, Auntant Lara: este clásico del cine en color, con 10.000 extras y un productor que reía mientras Atlanta ardía, se convirtió en francés en Autant en emport le vent!
Amado Alonso (sin parentesco con don Amado Alonso: nótese que no tiene don), el dependiente de la Casa Belga, me facilitaba cada mes Cahiers du Cinema, el cinemonde de la crítica. Pero de cuando en cuando me mostraba de soslayo el título prohibido de un libro que se vendía en todas partes, y me lo aseguraba, como camp caliente, venido, como Cinemonde, como Cahiers y los bebés, de París. Solían titularse estos libros libertinos con nombres como Prelude chamel o Les chansons de bilitis, y estaban primorosamente ilustrados, a mano y a todo color subido, con paisajes poblados por ninfas ninfómanas y faunos fálicos. También tenía Amado a mano novelitas de The Obelisk Press, editadas en Francia en inglés, y ya se sabía qué eran estas ofertas bilingües: una ofrenda de amor en cada entrega. Algunos libros estaban infibulados para garantizar al cliente la virginidad total del tomo: la posibilidad de un desfloramiento bíblico se aseguraba sólo al comprador, ceremonia previa al goce de la lectura prohibida. La librería se convertía así en álbum y harén, y los lectores éramos, como Valentino, hijos del jeque.
Amado Alonso, impar, era un asturiano de edad media, mediano, de peso medio, con caderas y cara maciza, de cabeza clara y frente despejada. Siempre de cuello y corbata, sin siquiera reparar en la cruel canícula. Este era el inviemo de su contento en esa Casa Belga que nunca conoció el frío exótico del aire acondicionado. Su ambiente enrarecido por el bochomo, homo y entomo erótico, apenas lo movían las aspas altivas del ventilador que pendía del cielo raso como una palmera invertida. Si Amado Alonso era serio, más estólido, sólido, era el propietario, que nunca dejaba la trastienda tórrida.
Humor y sorpresa
Cuando lo hacía, raro, se mostraba un belga bajo o del País Bajo: rosado, de barba cana y con aspecto de holandés errado, más que de valón. Se llamaba Vandamn, y al conocer el viejo vicio que lo transportó en éxtasis de Amberes a una antigua antípoda ambigua, yo lo llamé Vandamned, recordando el círculo como un hoyo que reserva Dante en su infierno a los pederastas pasivos. Fue así, con más humor que sorpresa (o vicio versa), que supe que Vandamn y Alonso eran amado y amante y bailaban cada noche un flamenco raudo y lento, fraudulento, con castañuelas blandas.
Lo anterior es, por supuesto, más digresión que agresión y no tiene nada que ver con Lolita, excepto que...
Un día de 1956, temprano en la estacióri violeta, Amado Alonso me enseñó no una gramática parda, sino un librito verde que por la magia blanca de la moral al uso y la publicidad púdica se convertiría en un tomo escarlata en menos de dos años. Estaba editado por la Olympia Press de París, pero en inglés: esta olímpica editora clandestina era hija del obelisco fálico que al no estar ya más en la Resistencia erótica era ahora legal y gálica. Ambos editores eran padre, hijo y el espíritu non santo soplaba sobre sus anaqueles: eran los días de los Girodias, puros pomógrafos parisinos. Vi el título del tomito que me ofrecía Amado, displicente. Se llamaba Lolita, pero excepto por el recuerdo de una criadita ampulosa, popular y tan falsa rubia como falaz amante, llamada Lolita, como para desmentir tanta came cubana, el nombre no me decía nada.
-¿Aló, Lolita? -Nadie respondía a mi llamada.
-Vale la pena -me respondió Amado Alonso, y pronunció "pena" como si le doliera venderme el libro.
-Es la iniciación de una niña -añadió con autoridad, casi como si fuera el autor de la desfloración impúber, aunque Amado debía saber más de niños que de niñas. Inadvertido o apenas advertido, cogí el libro en la mano -siempre acojo en mi mano lo que me ofrecen: sea, amistosa, otra mano, o ya de esteta, una teta-: verde que lo quiero verde. Pero en ese momento Odiado Alonso ejecutó una pirueta doble y dijo: "Son dos tomos, ¿sabe ... ?", y en efecto, eran dos libritos o un mismo libro repetido, como si Lolita tuviera una hermana gemela: dos niñas en flor o siamesas en capullo. El precio que me susurró Amado (ahora amigo, mi semejante, cómplice hipócrita) era exorbitante, y los ojos, en efecto, se me salieron de la obrita: ¡quince pesos! sonaban al oído herido como iguales dólares contantes: el peso cubano, como dice el gran Bienvenido Granda, se tuteaba entonces con el dólar dondequiera. Con dolor de dólares devolvía ya los libros a su custodio como una virgen de la noche menor de edad a su proxeneta: arcanos ambos.
Luz del alma
Pero quiso el azar del lector o el designio del autor que advirtiera, en ese momento del duelo, que viera que uno de los dos tomos, cerca del lomo, no sé si en Lo o en Lita, tenía un agujerito redondo (casi imperceptible a un ojo que no fuera muy miope) que atravesaba como una oreja verde de una de las Lolitas de parte púvica a parte pudenga. Era el arte del arete de una traza tropical que venía a vengar al cliente que tiene toda la razón pero no mucho dinero. Esta perforación de Lolita -o mejor, en medias res de Lolita- hizo que se depreciara de inmediato a diez dólares -el libro, no su lectura, siempre preciosa-. Así fue como rapté a Lolita (Sabina en las sábanas o Lolita au lit) de entre los belgas.
No conocía a Nabokov, por supuesto. Ni siquiera sabía pronunciar su nombre entonces, que me sonaba a Nabuco. Pero su libro me ganó al perderme. Me cautivó enseguida esa primera línea de su falso prefacio, "Lolita o Las confesiones de un viudo blanco", tanto como el verbo barbarroco "preambular" por poner preámbulo. ¿O es que el protagonista, según su psiquiatra, padecía de manía preambulatoria? Lo ignoraba yo todo del arte de Nabokov, Nabuco narrador, pero enseguida supe que Humbert Humbert, autor de este sí de la niña, estaba loco. El libro abierto, en la misma primera página aparecía ese pequeño poema Doloroso: "Lolita, luz del alma, fuego lumbar".
Todavía, ya en la novela, me esperaba a la entrada la demencia delirante del poeta pedófilo: "No hay como un asesino para tener el asesino de adorno". ¿Se referiría acaso a Theodor W. Adorno? O más abajo, la clemencia loca de ofrecer, como ilustración de su prosa, circular dentro de poco tarjetas postales, verdes, "de brillo". Como si fuera poco, en ese primer párrafo paranoide el autor ilustraba la muerte de su madre de una manera más elíptica que apocalíptica: "Mi muy fotogénica madre murió en un accidente raro: picnic rayo". Era, lo vi enseguida, una parodia nada accidental del inicio de El extranjero. Sin las pretensiones filosóficas, claro. Sin la prosa deprisa, de risa, de Camus. Sin piedad, sin par.
Leer el libro, tomo tras tomo, fue una doble fiesta fantástica: de la imaginación verbal, no de la fantasía del funámbulo. Presté Lolita, las dos, a todos mis amigos que sabían inglés en una orgía de frases felices y falsa fomicación. Escribí una crítica ignorante, inepta, que fue, sin embargo, la primera que se hizo en español a Lolita y posiblemente a cualquier libro de Nabokov. No tuvo mucha acogida en Cuba, ni erótica ni heroica, ni en otras partes, que yo sepa. Pero para mí, Vladimir Nabokov fue un descubrimiento y una revelación, casi una revolución en el palacio del placer de leer.
Desde que leí Historia universal de la infamia, en 1947, y descubrí a Borges como otro planeta, orbis tertius, ningún escritor había sido una fuente de regocijo igual y una confirmación de que toda literatura será juego o no será. Un juego de placer como el sexo, y casi tan vital. Un juego metafisico como el ajedrez y casi tan letal. Un juego de solazar. Fêtes vos jeux, mesdames et messieurs. Leer a Nabokov era como escribir en inglés: un juego que yo no podíajugar con Joyce o con Lewis Karol o con Stern o con Mark Twain, nacidos en el idioma, pero podía jugar con Nabokov y su ruleta rusa de azar.
Niñas descosas
En el pseudoprólogo al falso texto de Lolita, un analista alineado advierte que el libro "se volverá sin duda un clásico en los círculos psiquiátricos". Lolita se ha vuelto más que un nombre propio: es el nombre impropio para señalar a esas niñas deseables, deseosas, como alicias que se ven en un espejo adulto desde temprano. Lolita, el libro, ha resultado algo más y algo menos que lo que el augurio del falaz prologuista proponía. Lolita es un clásico primero del escándalo (como Ulises, como Madame Bovary) en que la moral no es el libro ni su autor, sino los otros, nosotros.
Es, ahora, un clásico de la literatura del siglo. Este, que es uno de los libros más escritos (sobreescritos) de las últimas décadas, nos viene en imágenes: la Lolita de Kubrick llega ya. Nadie mejor que su autor, Vladimir Nabokov, para opinar de la puesta en pantalla luminosa de sus palabras, cuyo sentido, si no oscuro, es opaco. Entrevistado por EL PAIS, Nabokov, en una nube de núbiles, dijo: "Creo que la película es absolutamente de primera fila". Si eso dijo el escritor, ¿qué puedo decir yo, entonces, en el estreno de Lolita? Soy sólo un lector, un espectador, un, mirón atento siempre a Lolita, pero mirando por un agujero hecho (ahora lo sé) por su autor, y no, como creía, por Amable Alonso.
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