Política de la economía
EL GOBIERNO socialista entrará en la sala de control de los mandos de la economía en una época en que la crisis mundial y los condicionantes interiores hacen dificilmente imaginable la realización de un programa típicamente socialdemócrata de redistribución de la riqueza que permitiera la suavización de las desigualdades y un incremento de bienestar neto del conjunto de la población. Sin embargo, buena parte de los votantes socialistas, que no han estudiado teoría económica y a quienes el desempleo y la penuria no les sirven de gran ayuda para comprender el funcionamiento de las leyes del mercado y los mecanismos engendradores de la recesión y el paro, esperan que la nueva mayoría salida de las urnas el 28 de octubre satisfaga sus demandas de trabajo, de salarios dignos y de mejores prestaciones sociales. La instrumentación del mensaje de solidaridad nacional ante el paro lanzado por el PSOE durante la campaña electoral, la administración cuidadosa de los caudales públicos por los aparatos estatales, la re'spuesta constructiva de las fuerzas sociales -organizaciones patronales, centrales sindicales y centros de decisión econóníica- convocadas a la concertación por Felipe González y la honesta austeridad de los gobernantes en el desempeño de su trabajo serían la respuesta mínima a esas expectativas. La responsabilidad en el diseño de las nuevas líneas de política económica, la prudencia a la hora de poner en marcha las innovaciones y la eficacia gubernamental en el manejo de los asuntos del día a día serían las condiciones complementarias para optimizar los rendimientos de una tarea cuyos resultados tendrán que decepcionar inevitablemente a quienes piensen que el desempleo, la inflación, el estancamiento de la capacidad adquisitiva y los desequilibrios exteriores son problemas que pueden resolverse simplemente con buena voluntad o mediante recetas ideológicas.Nuestra actual estructura productiva defrauda las necesidades y las exigencias de una sociedad que encuentra cegados los puestos de trabajo para los jóvenes recién llegados al mercado laboral y que ha contemplado, a lo largo de los últimos años, la destrucción paulatina de las fuentes de empleo en la industria, la agricultura y los servicios. El hecho cierto es que la política económica de los Gobiernos centristas no sólo no consiguió frenar el crecimiento del desempleo, sino que, de añadidura, fue incapaz de realizar los rea ustes necesarios para aproximar nuestra estructura de precios a las de otros países industriales y lograr un equilibrio en nuestros intercambios con el exterior que evitara el doloroso dilema de tener que elegir entre la disminución de las reservas o el aumento de unas deudas con el extranjero que han servido más para pagar nóminas que para financiar una expansión de la inversión. Las importaciones de petróleo han disminuido a consecuencia de la sustitución del fuel por carbón, pero no se ha producido un descenso en el consumo neto de energía por unidad de producto, a diferencia de lo que ha ocurrido en otros países industriales. Los salarios reales, es decir, los salarios nominales corregidos por el alza de los precios, experimentaron una ligera alza al principio de la transición, para estabilizarse después y perder en muchos casos capacidad adquisitiva por último. Se entiende que hablamos de la población que ha conseguido conservar su puesto de trabajo. El aumento de los costes de producción -mano de obra en una etapa y energía en todas ellas- y la creciente elevación del precio del dinero tomado a préstamo han repercutido en los precios finales y empujado al alza la inflación. En el caso de los sectores industriales más abiertos a la competencia o más afectados por las crisis, los márgenes de beneficios se han reducido. El resultado final es que la producción está estancada, el empleo ha disminuido y la inflación no se ha corregido.
La política económica practicada durante estos últimos años persiguió la doble finalidad de remediar los problemas de la crisis mediante un crecimiento de los gastos públicos por encima de los ingresos fiscales (en especial, a través de las transferencias para pensionistas, parados y empresas en dificultades) y de evitar unos mayores desequilibrios exteriores e interiores mediante una política de control monetario cuyos objetivos venían determinados por la inflación prevista. La cosecha de éxitos ha sido mínima. La producción se ha estancado y ha crecido el paro, mientras que la inflación permanece por encima del nivel europeo y el endeudamiento externo ha aumentado hasta límites alarmantes. El mayor peligro para el futuro Gobierno socialista sería precisamente que decidiera prolongar la inercia de sus predecesores.
Ante todo, un país con dos millones de parados y un débil sector exterior tiene que empezar por cuestionarse su política de tipo de cambio. En segundo lugar, el alto coste de funcionamiento del sector público -Administración y empresas estatales- determina una asignación de los recursos contraria a un crecimiento sostenido de la inversión pública. La reforma de la Administración, el saneamiento de las empresas públicas y la puesta en orden de la Seguridad Social serán, por esta razón, los bancos de prueba en que los socialistas deberán demostrar su capacidad para afrontar la crisis. El crecimiento del gasto público en España ha correspondido, hasta fechas muy recientes, al desmesurado crecimiento de los gastos corrientes, mientras se incumplían los objetivos de inversión. En este contexto, el futuro Gobiemo socialista no debe proponerse el ideal inalcanzable de reducir el gasto público, medida que agravaría la recesión económica, sino la más modesta meta de tratar de reestructurarlo y racionalizarlo a fin de contener el crecimiento de los gastos corrientes e incrementar una inversión pública que no se quedara en puros gastos colaterales en favor de nóminas públicas y privadas. En tercer lugar, la rentabilidad de las empresas, que determina tanto sus perspectivas de inversión como la creación de nuevos empleos, precisa un descenso del coste del crédito y del coste del trabajo por unidad de producto, lo que exige una contención de¡ déficit público a fin de que el Estado rebaje sus exigencias de financiación. La pesada participación de la cotización empresarial a la Seguridad Social en los costes laborales, sin equivalente en ningún país desarrollado, debería ser desplazada hacia partidas presupuestarias.
Esa contención del déficit público requiere una extremada austeridad y un estricto control del gasto. Ahora bien, dado el papel que desempeña el presupuesto estatal en el mantenimiento de la actividad económica, y dado también que la magnitud de la crisis hace diricilmente evitable el crecimiento del volumen de transferencias (baste pensar en la cobertura para el desempleo), cualquier intento de frenar el aumento del déficit lleva aparejado un perfeccionamiento del sistema impositivo y un aumento de los recursos fiscales. Pero tampoco aquí cabe esperar milagros, ya que la reducción de las bolsas de fraude y el aumento de la progresividad del sistema serían, en cualquier caso, insuficientes. Toda apuesta económica, en la situación actual, debe prescindir del corto plazo y tratar de limitarse a introducir dinámicas de modemización y ajuste que permitan, a medio plazo, devolver la competitividad exterior a nuestras empresas, reabsorber el desempleo relanzando lá inversión privada, controlar los déficit externo y público de la economía española y aplicar políticas de redistribución orientadas a disminuir las desigualdades, aumentar las prestaciones sociales y suministrar equipamientos colectivos comparables a los de la Europa desarrollada. Entretanto, trabajadores y empresarios, ciudadanos y políticos, empleados y desocupados deberán hacerse a la idea de que la crisis, cuyas raíces y alcance son internacionales, no tiene salida inmediata y exige un largo esfuerzo de imaginación y solidaridad colectiva. Que el futuro Gobierno socialista no aliente falsas esperanzas es compatible, sin embargo, con que predique a los españoles con el ejemplo de una gestión austera, rigurosa y honesta.
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