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El acuerdo sobre el comercio Este-Oeste, acogido con desagrado en algunos países occidentales implicados

Soledad Gallego-Díaz

El anuncio simultáneo, en Washington, de la existencia de un acuerdo sobre el comercio Este-Oeste y la anulación de las sanciones contra las empresas europeas que participan en la construcción del gasoducto euro-siberiano ha sido acogido con desagrado en algunos de los países occidentales implicados. Francia ha hecho saber que no había firmado ningún acuerdo concreto sobre nuevas condiciones de comercio con la Unión Soviética. El portavoz de la Casa Blanca ha precisado que dicho acuerdo se desprende de las conversaciones que se desarrollan desde hace más de quince días en la capital federal norteamericana y ha reconocido que París había expresado sus reservas.

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La polémica sobre el alcance exacto del acuerdo de principio aceptado por los europeos, japoneses y canadienses se proseguirá en los próximos días y enturbia la satisfacción europea ante una decisión -el levantamiento de las sanciones- que debe poner fin a una de las querellas más graves surgidas entre Estados Unidos y sus aliados en el seno de la OTAN desde la segunda guerra mundial.La decisión del presidente Ronald Reagan, el pasado 18 de junio, de sancionar a las empresas que proporcionaran tecnología a Moscú fue interpretada en Europa occidental, más que como una sanción a la URSS a causa de Polonia, como la muestra palpable de una nueva doctrina norteamericana destinada a modificar sustancialmente las relaciones Este-Oeste.

Los primeros contactos entre la Unión Soviética y varios países europeos en relación con la explotación de los yacimientos de gas natural de Urengoi, en Siberia, se remontan a 1975. Durante su visita a la República Federal de Alemania, en 1978, el recién fallecido Leonid Breznev volvió a plantear al canciller Schmidt conversaciones formales para fijar tanto la participación de empresas alemanas en la construcción de los 4.800 a 5.500 kilómetros de gasoducto necesarios para encaminar el gas hasta Occidente, como las condiciones de los créditos que necesitaría la Unión Soviética.

En total, la Unión Soviética ofrecía a Occidente 40.000 metros cúbicos anuales, a un precio más bajo que el que ofrecen otros países productores como Libia o Argelia. Los países occidentales interesados -la RFA, Francia, Reino Unido, Italia, miembros de la Alianza Atlántica- participarían en la construcción del gasoducto proporcionando fundamentalmente turbinas y compresores, con tecnología prestada por compañías norteamericanas. El coste total del gasoducto sería de 15.000 millones de dólares y los europeos facilitarían créditos de hasta 5.000 millones de dólares a un interés entre el 7,8% y el 8,5%.

Inquietud norteamericana

Los nortemericanos se mostraron desde el primer momento inquietos por estas negociaciones pero el presidente Jimmy Carter, pese a que propuso repetidamente a sus aliados europeos que sustituyeran el gas soviético por carbón y un mayor desarrollo de la energía nuclear, no osó interferir directamente, incluso después de la invasión de Afganistán.La llegada a la Casa Blanca de Ronald Reagan cambió el panorama. Reagan preconizaba una política de mayor dureza con respecto a la URSS y la situación en Polonia ofreció, a su juicio, la ocasión perfecta. El 28 de diciembre de 1981, el presidente de Estados Unidos prohibía a las empresas norteamericanas proporcionar material para el gasoducto y, seis meses más tarde, extendía esta prohibición, bajo amenaza de sanciones, a las empresas europeas que trabajaban con licencia estadounidense.

La reacción europea fue inmediata: ordenar a sus propias empresas que cumplieran sus contratos con la URSS y denunciar la injerencia de Washington en asuntos internos de sus aliados. La irritación europea parecía tanto más comprensible cuanto acababa de celebrarse una cumbre de los siete grandes, en Versalles, y las diferencias entre Estados Unidos y sus aliados europeos parecían entrar en vías de solución. El malentendido en Versalles había sido absoluto: mientras que Reagan abandonó Francia convencido de que los europeos querían eludir el liderazgo de Estados Unidos y sus propias responsabilidades, al negarse a modificar las condiciones y el alcance de los créditos concedidos a la URSS, franceses, alemanes, italianos y británicos creyeron, al contrario, que los temores de Washington sobre la dependencia europea de fuentes de energía enemigas habían desaparecido, o, al menos, habían quedado atenuados ante el diluvio de datos y estudios que le habían facilitado.

Un indicio de la enorme importancia que esta batalla entre Estados Unidos y sus aliados tenía para la Unión Soviética fue la sorprendente moderación de los líderes de Moscú.

Comercio y política

La Unión Soviética necesita las divisas de Occidente para comprar cereales y otros productos de primera necesidad. El comercio exterior de la Unión Soviética con Occidente fue, en 1980, de 23.000 millones de dólares. Hasta ahora, Moscú ha logrado parte de estas divisas mediante la exportación de petróleo y la venta, en casos de emergencia, de diamantes y de oro. Pero, según todos los expertos occidentales, la URSS debe disminuir sus exportaciones de petróleo no sólo para hacer frente a sus propias necesidades de desarrollo sino también a las de sus aliados del Pacto de Varsovia.Este ha sido para los europeos uno de los elementos decisivos. Partidarios de una política de distensión con la URSS y convencidos de la virtualidad de la conocida frase de Clausewitz, según la cual "el comercio es la continuación de la política", Bonn, París o Roma han estado, siempre decididos a no arrinconar a la URSS contra la pared, entre otras cosas porque nunca puede predecirse la reacción de una superpotencia que se siente acogotada. "Si Estados Unidos quiere seguir vendiendo su grano a la URSS, la única forma que tiene Moscú para pagar es vender, a su vez, el gas natural a los europeos", afirmaba recientemente un experto alemán. Para todos los observadores europeos estaba fuera de duda que la RFA, Francia o Italia iban a cumplir sus compromisos con la URSS, fuera cual fuera el precio a pagar en sus relaciones con Washington.

Así lo debe haber reconocido finalmente Ronald Reagan, contra las opiniones de su secretario de Defensa, Caspar Weinberger, para el que una política de dureza obligaría a la Unión Soviética a reducir sus gastos militares para hacer frente a otras necesidades. La posición que ha prevalecido es la de Alexander Haig, recogida por el nuevo secretario de Estado, George Schulz, para el que el embargo tendría consecuencias desastrosas en las relaciones interaliadas, ya bastante polémicas debido a los euromisiles y problemas comerciales, como el acero o la agricultura, y las altas tasas de interés estadounidenses. Para los diplomáticos norteamericanos, una cosa era lograr que los europeos endurezcan, en términos relativos, las facilidades económicas que dan a los países del Este y a la URSS en particular (el Pacto de Varsovia debía a Occidente, en 1980, 68.700 millones de dólares, frente a sólo 8.000 en 1970) y otra, imposible, obligar a Europa a declarar una guerra comercial a la URSS.

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