USA: mejor cerrado que entreabierto
Hace unos dieciocho años acompañé a Mercedes y a nuestros dos hijos a la ciudad fronteriza de Nuevo Laredo, donde hay un puente de hierro que tiene una pata en México y otra en Estados Unidos. Los tres pasaron al otro lado con el objetivo de solicitar una visa de reingreso a México, pues las suyas estaban vencidas. La mía también lo estaba, por supuesto; pero yo no podía acompañarles al otro lado, porque Estados Unidos me negó inclusive un permiso simple de tres horas para atravesar el puente; el paso de gente en ambos sentidos era constante y numeroso. Como en casi todas las fronteras del mundo, hay muchos que viven en un lado y trabajan en el otro, de modo que son conocidos de los funcionarios de ambos lados y ni siquiera les exigen una identificación. Pero los controles de inmigración y aduana en los dos extremos del puente eran severos con los desconocidos, y mucho más con los mexicanos; de modo que ni siquiera intenté convencer a nadie. Me senté en un escaño de madera que estaba frente al lado mexicano del puente y me dispuse a leer un paquete de revistas en ambos idiomas, mientras mi familia regresaba de aquel raro viaje al exterior. Tardaron menos de lo que todos suponíamos, pero antes de regresar ocurrió algo que sin duda no podré pasar por alto en mis memorias: ocurrió que Mercedes quería traerme un suéter de regalo, pero no se decidía a escoger el color. De modo que se paró frente a la puerta de una tienda del otro mundo y desde allí me mostraba los suéteres disponibles, hasta que le indiqué por señas cuál prefería. Tengo este episodio muy bien anotado, no sólo por ser tan insólito y divertido, sino porque me parece un buen ejemplo de los extremos de ridiculez a que puede conducirlo a uno la estupidez ajena. Esa fue la primera vez que Estados Unidos me negó una visa y desde entonces, cada viaje mío a ese país ―con permisos provisionales y condicionados― ha dado origen a incidentes extraños. Para empezar, nunca he podido saber por qué fui declarado inaceptable para entrar en Estados Unidos. En 1959, cuando solicité en Bogotá mi primera visa para trabajar como corresponsal de la agencia cubana de noticias en Nueva York, me dieron de inmediato una tarjeta de residente; disfruté de ella durante casi un año, hasta que abandoné la agencia y me vine a México. Un funcionario de la Embajada de Estados Unidos en este país me encontró sin dificultad y me pidió devolver las tarjetas de residentes de toda la familia; me sorprendió la eficacia con que encontraron mi dirección, así como había de sorprenderme después que no la encontraran nunca para devolverme los dólares excedentes de la última liquidación de impuestos que había hecho en Nueva York. Durante más de diez años fueron inútiles todos mis esfuerzos para que me concedieran la visa o, al menos, para que alguien me explicara cuál era el motivo de mi inelegibilidad. Un amigo que creyó descifrar un código secreto de la Embajada donde trabajaba me dijo el motivo: actos terroristas en Camerún. No me sorprendió, porque estoy acostumbrado a esta clase de disparates, sobre todo teniendo conciencia de que siempre he sido un enemigo público del terrorismo y que nunca en mi vida he estado en Camerún. Sin embargo, la razón oficial, que distintos consulados me han repetido muchas veces a lo largo de tantos años, ha sido siempre la misma. Se me atribuye el cargo frívolo de pertenecer, o haber pertenecido, a un partido comunista o a alguna organización afiliada. Podría ser cierto, y no tendría nada de qué arrepentirme; pero el caso es que no lo es. Nunca he pertenecido a ningún partido de ninguna clase.
La primera vez que aceptaron darme una visa de una semana, y circunscrita a la isla de Manhattan, fue en 1971, cuando la Universidad de Columbia, de Nueva York, me ofreció el grado de doctor honoris causa en Letras. Mi alegría de volver a Nueva York se ensombreció mucho por otro incidente tan divertido como lamentable. El Departamento de Estado, temiendo que las autoridades de inmigración del aeropuerto de Nueva York hicieran algo indebido que pudiera repercutir en la prensa, mandó desde Washington un funcionario, que debía recibirme a las ocho de la noche en el aeropuerto, acompañarme luego al hotel y regresar de inmediato en el avión más próximo, para estar al día siguiente en su oficina. Sólo que mi avión no iba desde Francfort, sino desde Barranquilla (Colombia), y no llegó a las ocho de la noche, sino a las cuatro de la madrugada. Encontré al pobre hombre muerto de hambre y de sueño, después de haber leído casi tres veces durante la espera una versión inglesa de El coronel no tiene quien le escriba. Lo había conseguido al menos para saber quién era y qué había escrito el hombre que iba a recibir en el aeropuerto. Al amanecer, cuando me dejó en el hotel, quise ponerle un autógrafo en el libro, pero él me confesó avergonzado que era de una biblioteca circulante y no se podía escribir nada en sus páginas. Salió disparado, tratando de alcanzar un avión del alba que le permitiera estar a tiempo en su oficina, y me dejó con el mal sabor de haberle estropeado una noche completa a un pobre empleado público, mal pagado y sin ningún sentido del humor, y que no tenía nada que ver con la imbecilidad de los burócratas que no se atrevían a concederme la visa completa ni a negármela completa. Una de las cosas que me gustan menos de los gringos es su conciencia de pecadores. Viven enredados con ella. Y donde más se nota es, por cierto, en este problema que ellos mismos se han creado con sus visas a escritores y artistas latinoamericanos; tengo incontables amigos cuya entrada les ha sido prohibida en Estados Unidos. Invitado perpetuo de las universidades y otros organismos culturales norteamericanos, Julio Cortázar tiene que someterse a toda clase de vueltas cada vez que quiere cumplir un compromiso en ese país. Sin embargo, el único cargo que pueden hacerle ―aparte del de ser un escritor que piensa con su propia cabeza― es que siempre ha sido partidario de la revolución cubana y ahora lo es del proceso de Nicaragua. Carlos Fuentes, cuyas ideas políticas las proclama él mismo cada vez que puede, aun dentro de Estados Unidos, es un inelegible a quien le conceden un permiso provisional muy limitado. Son muchos los escritores, artistas y profesores de América Latina que no son víctimas del mismo sistema de discriminación. Es decir: se nos permite la entrada a Estados Unidos cuando vamos a prestar algún servicio. Si no, nos la niegan con el argumento revenido de los vínculos comunistas.
En ese sentido, los casos de la crítica de arte argentina Marta Traba y del profesor y crítico uruguayo Ángel Rama constituyen un escándalo muy especial. Al cabo de varios años de excelentes servicios en la Universidad de Maryland, se les ha notificado sin más vueltas que deben abandonar el país. A Ángel Rama se le ofrece la opción más humillante: apelar como defensor y prometer mediante declaración jurada que renuncia a su pretendida vocación comunista. A Marta Traba le niegan inclusive esa opción.
Todo esto me parece no sólo estúpido, sino además inconsecuente: si nos impiden la entrada a nosotros, sería racional que se la impidieran también a nuestros libros, pues si los talentos ocultos del Departameto de Justicia lo pensaran dos veces se darían cuenta de algo que ya Hitler había descubierto, y es que los libros son más peligrosos que quienes los escriben.
El hecho de que esto no les importe a los Gobiernos de Estados Unidos permite pensar que la prohibición de ingreso no es un acto defensivo de la sociedad norteamericana, como sus gobernantes dicen, sino que es un simple castigo imperial contra sus críticos.
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