'Monsieur' Hulot ya está de vacaciones
El personaje de Jacques Tati no podrá pasearse más por ninguna feria industrial llena de productos funcionales e inservibles, pero queda su figura en el paisaje del siglo XX
Jacques Tati pasará a la historia de la cultura por haber conseguido algo que sólo le está reservado a los auténticos creadores: el establecimiento en la memoria de nuestro tiempo de un personaje, de una figura para el paisaje del siglo XX. Monsieur Hulot, así sin más, apellido deliberadamente desprovisto de nombre, anonimato de la perplejidad existencial, es la gran contribución del cineasta francés a la iconografía universal, en la larga y magnífica sucesión que en el cine han compuesto el hombrecillo del bombín inolvidable, la tenacidad adusta y compasiva de Keaton, y aquel monstruo vertiginoso de tres cabezas que fueron los hermanos Marx.En Las vacaciones de M. Hulot, el protagonista era el espectador más interesado y perplejo de la revolución industrial; por definición, monsieur Hulot no estaba a favor ni en contra de lo que veía, pero una capacidad inaudita, venida de otro tiempo, le permitía mirar por primera vez a los objetos menos insólitos de nuestra vida cotidiana y con el mero hecho de tocarlos, de entrar en comunicación con ellos, hacer que revelaran las propiedades y los usos más insospechados. Una rueda de automóvil se convertía en una corona de laurel para un entierro, una partida de ping-pong en un ballet de música concreta, y un relajado y somnoliento lugar de veraneo para la clase media francesa en un benévolo psiquiátrico de todos los que pasaban sus vacaciones recordando París.
Perplejidad
La deuda de Tati-Hulot con Buster Keaton y los hermanos Marx es tan evidente como limitada. Keaton era un hombre de su siglo en el que la perplejidad nunca equivalía a falta de determinación para actuar sobre las cosas. Si Keaton era constructivo en medio del desastre que provocaba su deambular impasible y dolorido, los hermanos Marx aspiraban a la confusión del orden planetario.Hulot tenía de Keaton el rostro impenetrable pero no el sufrimiento, y su tenacidad no estaba pensada para modificar el universo sino únicamente para seguir mirando. Si el primero atravesaba por entre las dificultades, el segundo daba la vuelta en torno a ellas sin sentir apenas que lo fueran, y, a diferencia de los hermanos Marx, no se proponía sembrar el caos que su inocencia imperturbable alzaba en derredor. Tati-Hulot era un hombre de otro tiempo, un Rip Van Winkle que se hubiera dormido junto a un árbol en un curioso antiguo régimen anterior a la invención de las centrales nucleares, del businessman, de la aceleración de la historia, del consumismo generalizado, del turismo transoceánico, y de la jet society, y que al despertarse no tuviera otra coartada para no enloquecer ante un mundo incomprensible, que un plácido asombro hecho de inocencia ante todas las perturbaciones que su sola presencia desencadenaba.
Con el tiempo, Hulot envejeció relativamente mal para convertirse en el protagonista de un filme muy premiado, donde Tati cometía el error de aceptar un cierto grado de intervencionismo en los asuntos terrenales, de enternecer se por todo lo que iba mal en su planeta bajando de la nube. Mi tío podía tener muchos sobrinos entre los espectadores sensibles al ternurismo de un personaje que había sido entrañable, pero aquel Hulot que encontraba su fuerza en la mirada marciana con que veía las cosas de la Tierra, se parecía demasiado a un Charlie Brown con bolsas en los ojos y un peso en las espaldas. Porque lo que le daba dimensión era lo que ocultaba tras la indiferencia bonachona con que presenciaba el prudente apocalipsis cotidiano. Había algo de implacable y distante en todo lo que hacía. Hulot no era perverso porque su incapacidad para participar verdaderamente en la acción le impedía poner en juego sus sentimientos, pero, de la misma forma, la pena le era ajena. Su presencia ponía de relieve todo el mimetismo, todo lo que había de rito inútil y liturgia esforzada para la diversión en los personajes que poblaban aquel Deauville de rebaja en el que se movía, pero su extrañeza le salvaba de la sátira. Hulot repetía, obediente a las convenciones, todos los requisitos para un buen veraneo; llevaba raqueta para jugar al tenis, chandal para hacer gimnasia, cazamariposas para salir al campo, pero, a diferencia de todos los presentes, no intentaba convencer a nadie de que se lo estaba pasando bien. En Hulot hallábamos el gesto desprovisto de contenido, sin trampa ni cartón, de un hombre que no jugaba a hacer ver que estaba jugando, que no se enamoraba de la muchacha rubia del baile de disfraces, cuya espalda desnuda no osaba tocar ni con la punta de los dedos, porque eso habría sido una forma de participar en el combate.
La modesta complicación de la vida que dejaba ya fuera de juego a Hulot en los primeros cincuenta, se ha multiplicado tan enormemente en los últimos treinta años que una nueva salida del personaje habría sido impensable en el paraíso del gadget en el que hoy vivimos. Esa fue su limitación, porque si un Keaton se hallaría hoy igual de dispuesto que ayer a reemprender su inacabable combate contra la adversidad, y los hermanos Marx estarían doblemente entregados a su actividad predilecta de embrollar las líneas maestras de la creación, Hulot era básicamente un conformista estupefacto. Durante todo el metraje de Las vacaciones la melodía Qué tiempo hace en París, interpretada por Aimé Varelli, recuerda a los veraneantes la impostura que están representando. El único que nunca parece escucharla es el propio Hulot porque, a diferencia de todos aquellos a los que con su presencia satiriza, no procede de ninguna parte ni tiene ningún sitio a donde ir. Jacques Tati debía haber adivinado entonces que su monsieur Hulot no podía tener ya descendencia.
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